Escribe Rafael Fernández
En más de 1.500 ciudades y pueblos.
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El sábado 5 millones de estadounidenses se lanzaron a las calles en demostraciones de masas contra el gobierno de Trump. Las marchas y concentraciones fueron convocadas por diversas organizaciones, que incluyen sindicatos estatales, organizaciones de mujeres, por los derechos de las minorías sexuales, de defensa de los derechos de los inmigrantes, contra el genocidio en Palestina, e incluso de veteranos de guerra contra los recortes de Musk a su asistencia social. Las protestas se produjeron en más de 1.500 ciudades y pueblos, en muchos casos autoconvocadas (la gente se concentró frente al gobierno local adhiriendo a la marcha nacional). Se manifestaron más de 100.000 personas en Washington DC, otro tanto en Baltimore, más de 30.000 en Chicago, 35.000 en Boston, 25.000 en Seattle, al menos 10.000 en Nueva York, Los Ángeles, Filadelfia, Chicago, Detroit, Minneapolis, y miles en muchas pequeñas ciudades.
El fenómeno superó las expectativas de los convocantes, extendiéndose prácticamente a todo el país, incluyendo varios bastiones republicanos que mayoritariamente votaron por Trump. Incluso miles de estadounidenses se movilizaron en el exterior (Londres, París, Berlín, etc.).
Aunque la demostración nacional reúne muy diversos colectivos y organizaciones, el carácter de la movilización adquirió inevitablemente un eje político contra el gobierno. La consigna “Hands off” (“Quiten las manos”) demanda que el Gobierno cese en sus ataques al empleo estatal, la destrucción de la enseñanza y la salud, la persecución de inmigrantes, el acoso a los militantes por Palestina y, en general, todo el ataque a las libertades democráticas. En todas las ciudades las pancartas enfocaban contra Trump y Musk, muchas de ellas acusándolos abiertamente de fascistas y planteando la lucha contra la dictadura trumpista.
El movimiento desborda a la oposición del Partido Demócrata y también a los sindicatos. Hay que tener presente que los burócratas de los sindicatos industriales se alinearon con Trump en la cuestión de los aranceles, bajo la patraña de que los mismos plantearán un florecimiento de las manufacturas y del empleo fabril. El caso más notorio es la dirección de la UAW (sindicato automotriz, metalúrgico y de la industria aeroespacial) que apoya la guerra declarada por el Gobierno a través de medidas económicas y extraeconómicas contra sus competidores, potenciando la competencia entre los propios obreros del automóvil a nivel internacional. Sin embargo, en la ciudad de Detroit también marcharon más de 10.000 personas, entre ellas no solamente docentes, trabajadores de la salud y funcionarios públicos, sino además muchos obreros automotrices.
La marcha nacional muestra un cambio en el estado de ánimo popular, que del relativo desánimo ha pasado rápidamente a la bronca y a la acción. Ha sido un enorme salto ya que ha unificado todas las demandas particulares en una acción política contra el Gobierno y su intentona fascista.
La masiva protesta se produce cuando aún no han transcurrido 80 días desde el inicio del gobierno, lo cual refleja que existe una extendida conciencia respecto a la pretensión de Donald Trump de producir un cambio en el régimen político norteamericano. El presidente gobierna a base de decretazos, en nombre de una situación excepcional y urgente, donde ni el Congreso ni la justicia deben ponerle límites a su accionar. El choque con la justicia plantea a cada paso una posible crisis constitucional. Para reafirmar este régimen bonapartista, Trump necesita perpetuarse en el poder más allá de su actual mandato, por ello ya ha proclamado que intentará reelegirse una vez más, algo expresamente prohibido por la Constitución. En definitiva, para librar la guerra con sus competidores en el mercado mundial y en particular contra China, el trumpismo busca replicar en suelo estadounidense una dictadura unipersonal a la Xi Jinping.
Los métodos de gobierno “democrático” tradicional, con contrapesos parlamentarios y limitaciones constitucionales, aparecen como inadecuados en la época de la declinación histórica del imperialismo yanqui. En lugar de debatir en el Congreso tratados comerciales y políticas arancelarias, Trump anula con una orden presidencial los acuerdos con México y Canadá, e impone aranceles a diestra y siniestra en base a criterios absurdos. El absurdo es inherente al período histórico actual, que plantea la necesidad para los EE. UU. de tirar por los aires el statu quo. Aunque Trump tiene en principio mayoría en el Congreso y en la Suprema Corte, no está dispuesto a empantanarse en largas discusiones y presiones de los distintos lobbies capitalistas. El imperialismo estadounidense necesita ir a fondo contra sus competidores internacionales, a través de la guerra económica y también de la directamente militar (como arma de disuación y en última instancia como herramienta de imposición). Los ataques a Yemen, que son un tiro por elevación contra Irán, no fueron aprobados por el Congreso, sino a través del vergonzoso chat filtrado por error a la prensa. La cacería y deportación de indocumentados se produce contra las normas vigentes, alegando un estado de guerra (invasión) para evadir controles y obstáculos.
En realidad, muchas de estas políticas ya venían siendo realizadas por los gobiernos anteriores -de Biden y del propio Obama- que, por ejemplo, llevaron adelante deportaciones y la construcción del muro en la frontera con México. El récord de deportaciones lo tiene por ahora el gobierno de Biden en su último año. Lo mismo vale para el impulso del genocidio sionista en Gaza, o la guerra contra Irán. Hace un año también Biden bombardeó Yemen, sin aval del Congreso (lo que incluso levantó una protesta formal aunque sin consecuencias). La guerra de la OTAN en Ucrania y los aranceles a China (que Biden mantuvo e incluso acrecentó) también fueron fruto de una política “bipartidista”. La tendencia a la guerra imperialista atraviesa a todo el régimen político, como no podía ser de otra manera, porque obedece a una necesidad de la burguesía estadounidense de imponerse en el mercado mundial, usando todo tipo de medidas económicas y extraeconómicas.
El retorno de Donald Trump a la Casa Blanca reflejó el impasse histórico del imperialismo y el agotamiento de la salida a la crisis de 2008, a través de los salvatajes a los bancos y grandes corporaciones mediante el superendeudamiento estatal. La saturación del mercado mundial (superproducción) y la declinación yanqui en el mismo exige mandar a la lona a los competidores que sean más débiles, descargando el peso de la crisis sobre las otras potencias y sus empresas.
Para llevar adelante este cambio de régimen, Trump apela a medidas liberticidas. Pero todas las decisiones unipersonales del presidente están amenazadas si en un futuro hay un cambio del gobierno, por ello se pretende instalar la idea de un nuevo mandato. Mientras Trump proclama a los cuatro vientos sus intenciones y avasalla a todos los poderes estatales, la oposición demócrata se divide: una parte le presta su voto al presupuesto trumpista y la política contra los inmigrantes, otra parte se lamenta.
Las medidas de Trump sin embargo han provocado un terremoto político. Las encuestas reflejan una caída importante en el apoyo al gobierno, particularmente respecto a los recortes (achique del Estado y ataque a políticas sociales) y la política económica. Una “encuesta” aún más clara, esta vez entre los especuladores en la bolsa de Wall Street (y de todo el mundo), ha sido la espectacular caída bursátil tras el llamado “Día de la Liberación”, cuando el presidente anunció megaaranceles para prácticamente todo el mundo, con especial eje en China y Asia, pero alcanzando a sus “aliados”. El pánico se apoderó de los tenedores de acciones y valores, mientras la inmensa mayoría de los economistas y consultores financieros advierten sobre el riesgo de una recesión mundial y un encarecimiento de precios en los Estados Unidos. A un “jueves negro” le siguió un “viernes negro” y, tras el fin de semana, un lunes aún más negro, atizado por la respuesta de China a la guerra arancelaria y las amenazas de Trump de reforzar los aranceles contra los países que tomaran medidas de represalia. Las corporaciones automotrices y las “7 magníficas” tecnológicas han sufrido un derrumbe en la bolsa de valores, siendo una de las más afectadas la empresa Tesla de Elon Musk, que viene cayendo desde el inicio del gobierno trumpista.
Las bolsas tuvieron una leve recuperación el martes, pero la crisis bursátil se ha extendido a todos los centros financieros internacionales.
El desconcierto del capital se ha trasladado al Congreso y al propio Partido Republicano. El senador Ted Cruz, uno de los principales senadores de Trump, predijo un destino “terrible” si se produce una guerra comercial que “destruiría empleos aquí en el país y causaría un daño considerable a la economía estadounidense” y, además, “tendría un fuerte impacto al alza en la inflación” (Financial Times, 4/4). Cruz puso de relieve la impopularidad de las medidas presidenciales, cuando advirtió sobre un posible “baño de sangre” para el Partido Republicano en las elecciones de medio término (2026), si se mantiene la política de guerra comercial.
Una reciente elección de una jueza federal en el Estado de Wisconsin es una advertencia para los Republicanos. Allí a través del voto popular se contraponían una candidata “progre” y otro trumpista. Elon Musk intentó convertir esta elección en un plebiscito y financió con más de 20 millones de dólares la campaña por el juez reaccionario. Wisconsin era uno de los “swing state”, es decir, clave en la elección presidencial porque existe relativa paridad y puede volcarse a uno u otro bando, incidiendo en el colegio elector. Trump tuvo mayoría en este Estado, por lo que la derrota del “referéndum” de Musk es toda una señal política.
Por otra parte, distintos senadores republicanos -junto a otros del Partido Demócrata- impulsaron un proyecto de ley para reafirmar el control parlamentario sobre la política arancelaria. Según ese proyecto, los aranceles de Trump “expirarían en 60 días a menos que el Congreso los aprobara” (FT, 4/4). El Senado además votó el mismo “día de la independencia”, por 51 a 48 (es decir, con el voto de varios republicanos) una resolución que cuestiona los aranceles del 25 % impuestos por Trump a Canadá en una orden ejecutiva de febrero. El senador Rand Paul, uno de los impulsores de la resolución, declaró: “Todo el mundo recuerda cuando (el presidente) William McKinley impuso tarifas en la década de 1890 y perdimos la mitad de nuestros escaños en las siguientes elecciones. Cuando (los legisladores) Smoot y Hawley las impusieron a inicios de los años 1930, perdimos la Cámara Baja y el Senado durante 60 años. Por lo tanto, no solo son malas a nivel económico, también políticamente” (La Vanguardia, 3/4). Aunque la votación no tendrá efectos prácticos si no logra una mayoría en la cámara de Representantes (algo improbable), es otra expresión más de las divisiones que provocan por arriba las medidas de Trump respecto a los aranceles.
Trump ha echado por tierra las expectativas de estos republicanos disidentes, al anunciar un nuevo megaarancel a China del 50 %, que se sumaría al 54 % ya establecido. Mientras tanto, los banqueros, incluyendo a Goldman Sachs y JPMorgan Chase, han advertido contra una escalada de la guerra comercial, declarando que conduciría a una recesión en EE. UU. y a nivel internacional. Trump apuesta a que la catástrofe se lleve primero a sus competidores, permitiendo recuperar el predominio para el imperialismo yanqui, a costa de una catástrofe social y de masacres y guerras.
La movilización de masas en Estados Unidos muestra también que esta política trumpista de retroceso y barbarie plantea la perspectiva de un alza de las luchas de los explotados en todo el planeta.