Escribe Marcelo Ramal
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El mundo empresarial no tiene remilgos a la hora de prodigarle aplausos y elogios a los gobernantes. Por sus foros desfilan ignorantes, déspotas y genocidas, sin que la audiencia deje de celebrarlos. Esto, siempre que le garanticen a los capitalistas los beneficios que reclaman. Sobre esta base, Javier Milei, un enemigo del derecho laboral, de los reclamos jubilatorios, sanitarios o educativos, viene siendo festejado en todos los foros empresarios, principalmente, cuando despliega insultos o brutalidades. Esa violencia verbal es la señal de que los propósitos del capital serán llevados adelante por todos los medios a su alcance.
En la noche de ayer, Milei consiguió los aplausos de patrones y directores de empresa para una afirmación muy especial: dijo que los asalariados “le venden trabajo a su empleador a cambio de pesos y, con esos pesos, compran otro bien que necesitan”. Como consecuencia de esa afirmación, el presidente y economista se atribuyó “haber destruido la teoría de la explotación”. La troca entre “trabajo” y dinero, según Milei, sería un simple intercambio mercantil, un cambio de valores iguales. En la relación entre trabajo y capital, el trabajador saldría “hecho”.
El bufón-presidente ignora o finge ignorar que la teoría de la explotación de Marx tiene como punto de partida la diferenciación entre el “trabajo” ya materializado en un producto y el “trabajo vivo” o “fuerza de trabajo”. El intercambio entre iguales, que Milei describe idílicamente, sólo puede tener lugar como intercambio de productos ya producidos -es lo que ocurre entre productores independientes –“yo cambio mi “trabajo” (materializado en un producto o un servicio) por dinero, y con ese dinero compro otro producto que representa un valor igual al del mío”. Muy distinta es la compra y venta de “Trabajo vivo” o “fuerza de trabajo”. ¿Por qué? Porque esa mercancía particular, la fuerza de trabajo, es capaz de producir un valor mayor al que ella misma costó, un plusvalor. La armonía del “intercambio de equivalentes” se trastoca, porque la fuerza de trabajo -que fue comprada por su valor, respetando la sacrosanta norma del intercambio de equivalentes- es capaz de recrear un valor agregado, una riqueza social adicional. El capitalista ha invertido 100 y obtiene 120.
Por lo tanto, Milei, que creyó descubrir la pólvora en el Forum Económico, apenas retrajo la economía política a tres siglos atrás, al confundir trabajo materializado con trabajo vivo. El primero relaciona a las personas como simples productores; el segundo, como capitalista y trabajador, o sea, como comprador y vendedor de fuerza de trabajo. La confusión entre trabajo, de un lado, y fuerza de trabajo, del otro, fue el límite insuperable que no pudieron franquear los economistas clásicos (Smith y Ricardo). Es un límite de clase, porque revelar esa diferenciación los hubiera llevado a, por lo menos, esbozar una teoría de la explotación. Hecha esa salvedad, hay que decir que Smith admitió que la ganancia era “una deducción del trabajo”. Por lo tanto, no se le escapó la diferencia entre la sociedad capitalista plena y el precapitalismo. Pero una vez que identificó a la ganancia como una categoría social particular, la consideró una apropiación legítima de quienes habían reunido capitales, que atribuyó a la “austeridad” y la “prudencia”.
Milei y sus lecturas (si existieron) están por detrás de los economistas clásicos. El economista-presidente es un seguidor de lo que Marx llamó la economía vulgar; esto es, los autores que exacerbaron los límites de la economía clásica con el único propósito de negar la teoría de la explotación o de la plusvalía que desarrolló el socialismo científico. Presentar a la “compra y venta de trabajo” como “factor de producción”, la producción mercantil simple, es lo que ha caracterizado a la economía vulgar en su expresión actual, la economía neoclásica y sus vertientes. De acuerdo a esta visión, el trabajador anda por el mundo vendiendo su “factor” (trabajo) en iguales condiciones a la venta de cualquier otro producto. La ficción de un intercambio entre iguales ignora a la sociedad escindida en clases, donde el vendedor de trabajo ha sido despojado de cualquier otro bien que no sea su capacidad de trabajar (fuerza de trabajo) y los capitalistas detentan el monopolio de los medios de producción. Ese monopolio consagra el derecho del capitalista a apropiarse de la totalidad de la riqueza generada por el trabajo.
La conversión del trabajador en un mero “vendedor de un factor”, sin embargo, no es para Milei y los suyos un mero dislate. La presentación del trabajador como productor independiente o, como se dice actualmente, “emprendedor”, es la justificación teórica de la liquidación del derecho laboral, es decir, de las conquistas obtenidas por la clase obrera como sujeto colectivo. Milei, en definitiva, exalta a la indefensión del monotributista. Pero el trabajador librado a su suerte personal no implica el retorno a la producción independiente; es, por el contrario, la forma más brutal de explotación del trabajo “vivo”.
Milei se despachó con estas bestialidades sin pensar que Caputo, en el mismo Forum Economic, lo desmintió sonoramente. En efecto: el ministro prometió a los empresarios “devolverles 500.000 millones de dólares en impuestos” a lo largo de dos mandatos, si los liberticidas siguieran gobernando. Semejante suma, equivalente a un PBI argentino, no surge del Espíritu Santo: una reducción de impuestos al capital exigirá como contrapartida menores gastos sociales -salud, educación- menores prestaciones y menores salarios. La “devolución” significa menos contribuciones patronales a la salud y a la previsión social. También implicará compensar la merma de ingresos fiscales con mayores impuestos al consumo. Lo que se llama “reforma tributaria” no es otra cosa que una acción estatal despótica para transferir recursos de los trabajadores al capital, es decir, un aumento en el grado de explotación absoluta del trabajo “vivo” (fuerza de trabajo). Mientras Milei “refutaba” la teoría de la explotación, Caputo prometió aplicarla a fondo en los próximos años. Para perpetrar esa confiscación, los antiestatistas y anarcocapitalistas pretenden apelar a todo el peso del Estado y a su principal instrumento económico, que es el presupuesto nacional.
Milei y Caputo no se han asomado siquiera a la teoría de la explotación (es probable que el presidente no haya pasado de la lectura de historietas -y no de todas- aunque presuma lo contrario). Por lo tanto, tampoco saben que las leyes que rigen la explotación del trabajo y la acumulación del capital son las mismas que conducen al capitalismo a crisis cada vez más intensas, a la competencia encarnizada y a las guerras, a la revolución social.
Como todos los aduladores del capital y de la explotación, Milei es un producto perecedero.