Escribe Sofía Luna y Pablo Fridman
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El aislamiento social por el COVID-19 ha impuesto una cotidianidad virtual para buena parte de la población mundial. El desarrollo del teletrabajo o trabajo remoto como parte de cierta reconversión del mundo del trabajo frente a la pandemia ha verificado, simultáneamente, un crecimiento inusitado de otra plaga, la del ciberdelito.
El listado de amenazas que esto incumbe es vasto: denuncias de suplantación de identidad, captación de datos sensibles, difusión de imágenes íntimas y de explotación sexual -mayormente infantil-, etc. La plataforma Zoom, para realizar videoconferencias, tuvo una implosión de vulneraciones en abril que involucró el hackeo de 500.000 usuarios y contraseñas, derivando en fenómenos como el 'zoombombing', consistente en la invasión de una reunión virtual con el objeto de transmitir videos, sea pornografía u otro contenido perjudicial (Infobae, 14/4).
En Argentina, se estima que entre enero y marzo del 2020 se registraron más de 187 millones de intentos de ciberataques y, según la Unidad Fiscal Especializada en Delitos y Contravenciones Informáticas de la Ciudad de Buenos Aires (Ufedydi), las denuncias por delitos informáticos habrían aumentado un 500% durante el aislamiento. La metodología del ‘fishing’ sobresale con un 44% en materia de crimen virtual, al tiempo que medran los casos por robo de cuentas de WhatsApp, de Mercado Pago, estafas en la gestión del trámite por el bono de IFE, etc. El ciberdelito a escala local ha manifestado, asimismo, una de sus expresiones más aberrantes con la transmisión del video de la violación de una menor en una videoconferencia de 150 personas, en la sede Comahue de la Universidad de Flores (Uflo).
La política estatal destinada a perseguir y reprimir la criminalidad virtual, área de reciente desarrollo en el Ministerio Público Fiscal, verifica toda una serie de límites en el período actual. En efecto, frente a la disparada de casos de ciberdelitos señalados, los entes especializados como la UFECI o el propio Ministerio de Seguridad de la Nación no han desplegado más que tareas preventivas ante los hechos consumados. Las mismas se reducirían a una serie de pautas y consejos que debería adoptar la población lo que, en la práctica deja a su suerte a cada usuario. La eventualidad del recurso de un proceso judicial, por su parte, en la mayoría de los casos, se verifica impotente y hasta falto de la capacitación necesaria para dar una respuesta.
El ministerio encabezado por Frederic hizo punta hace un mes con el proyecto de “ciberpatrullaje”, de herencia macrista, con el objeto de mensurar el ‘humor social’ de la población. La iniciativa, que desencadenó una crisis política incluyendo la retractación de la ministra para reglamentar un protocolo para el mismo, lejos está de desactivar el ciberdelito y los trastornos que está ocasionando en la virtualidad de los trabajadores. En efecto, apuntala un control policíaco sobre la actividad pública por redes, ante una crisis social que no se suspende con el actual decurso de la pandemia.
El ‘cibercrimen’, de acuerdo a un informe del 2018 de la ONU, ha reportado pérdidas anuales que rondan los US$ 600 mil millones que afectan a los dos tercios de la población internauta mundial constituyendo, en el 2016, el segundo delito más denunciado a escala internacional. El mercado global de ‘seguridad informática’, por su parte, concentró en el 2019 una friolera de US$ 167,1 mil millones (Forbes, 05/04) en lo que a gastos en TI refiere.
Para el que probablemente sea el negocio más lucrativo del crimen organizado mundial, amasando una acumulación que ronda el 2% del PBI mundial, el régimen social capitalista no tiene ninguna salida que ofrecer. Esta situación es crítica para una abrumadora mayoría de los trabajadores que, exentos de medios para lidiar con la polución virtual de estafas y otros mecanismos delictivos, encuentran comprometidos tanto su integridad financiera como también su único medio asequible de trabajo en medio de la pandemia.
En un cuadro de crisis mundial capitalista agudizada por el contexto de la pandemia de COVID-19, prolifera una de las expresiones más descarnadas de la descomposición del régimen social actual al amparo de los propios estados capitalistas. La contraposición de una política de ciberseguridad y de prevención de hábitos virtuales a incorporar que, a nivel nacional pregonan los Frederic y Fernández, no sólo pone a las claras una sumisión en regla al desarrollo del crimen organizado sino también el recurso a los mismos mecanismos para procurar un control social. La reorganización sobre otras bases de la sociedad, que privilegie el interés de la clase obrera, va a permitir derribar la curva de contagio de las expresiones más abyectas del propio sistema capitalista.