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La ofensiva definitiva que Israel lanzó desde el 16 de septiembre contra la Franja de Gaza se presenta oficialmente como una operación destinada a “desarticular a Hamas”, liberar rehenes y garantizar la seguridad del Estado hebreo. Por supuesto, tras esa formulación pretendidamente defensiva se ocultan intereses y estrategias de largo alcance que tienen al genocidio como táctica. El argumento del gobierno de Benjamín Netanyahu es que la operación busca eliminar la capacidad política y militar de Hamas. Tras dos años de asedio sistemático, Israel asegura que su ofensiva terrestre y aérea apunta a destruir los túneles, arsenales y mandos de la organización palestina islamista.
Diversos documentos filtrados sugieren que Israel busca imponer hechos consumados en el terreno: corredores de seguridad, ocupación parcial del territorio y el rediseño de la geografía de Gaza. El plan de un Morag Corridor en el sur de la Franja y las operaciones para tomar hasta un 75 % del territorio se inscriben en esa política.
Las consecuencias humanitarias de esta estrategia no son solamente devastadoras –se han transformado en un objetivo estratégico propio– el genocidio. El bombardeo sistemático de barriadas, hospitales, escuelas, campamentos de refugiados, sumado al bloqueo total de agua, alimentos y medicamentos, configuran una hecatombe masiva. A esta altura la palabra “genocidio” tampoco alcanzaría para describir la magnitud de una masacre que no puede conllevar sino la intención explícita de destruir la vida palestina en Gaza. Tampoco se puede descartar la aplicación de la Directiva Hannibal. Este protocolo militar israelí, formulado en los años ochenta, instruye a las fuerzas armadas a impedir la captura de soldados –y en algunos casos civiles– por parte del enemigo, incluso si para ello deben abrir fuego, aunque los propios rehenes resulten muertos. La doctrina, oficialmente retirada en 2016, reaparece como fantasma cada vez que la artillería israelí bombardea zonas donde sabe que hay rehenes. Más que salvar vidas, la prioridad parece ser impedir que Hamas conserve “monedas de cambio” que fortalezcan su poder negociador. O, más aún, que nada debe impedir que Gaza se convierta en el plazo más breve posible en el nuevo paraíso de emprendimientos hoteleros extranjeros.
La ofensiva excede, así, los marcos de una “operación militar” y se convierte en una campaña de exterminio. El gobierno israelí discute lo que llama el “día después de Hamas”. Aunque públicamente evita hablar de una ocupación indefinida, Netanyahu apuesta a un esquema de administración fragmentada bajo tutela israelí, con títeres locales despolitizados y dependientes de Tel Aviv.
La hipocresía y la crueldad (ya que difícilmente la casualidad) del fascismo sionista ha llevado a que el inicio de esta avanzada aparentemente definitiva sobre Gaza se inicie en los días en que se cumplen 43 años de la masacre de Sabra y Chatila, que horrorizó al mundo en septiembre de 1982. La matanza de Sabra y Chatila, dos campos de refugiados palestinos en Beirut, Líbano, fue perpetrada por milicias libanesas con la complicidad del ejército israelí, y se transformó en un símbolo del horror de la guerra civil libanesa y del costo humano de la política militar en la región.
En junio de 1982, Israel lanzó la invasión al Líbano con el objetivo de expulsar a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) de Beirut, en el marco de su campaña conocida como “Paz para Galilea”. Tras intensos combates y un asedio devastador, la OLP se retiró hacia Túnez bajo un acuerdo internacional que incluía garantías de seguridad para los civiles palestinos que permanecieran en los campamentos. Pero el 14 de septiembre, el presidente electo libanés Bachir Gemayel –líder de la Falange Cristiana y aliado de Israel– fue asesinado en un atentado.
La venganza no tardó en llegar. Entre el 16 y el 18 de septiembre de 1982, milicianos falangistas entraron en los campos de refugiados de Sabra y Chatila, custodiados por las fuerzas israelíes que habían rodeado la zona. Durante unas 40 horas, las milicias asesinaron, violaron, mutilaron y torturaron a miles de palestinos y también libaneses pobres que vivían en los campos. Las cifras de muertos varían. La Cruz Roja Internacional estimó al menos 3.000 víctimas, en su mayoría civiles desarmados: mujeres, niños y ancianos.
Israel había rodeado los campamentos, iluminó la noche con bengalas y facilitó la entrada y salida de las milicias, lo que se ve, por lo menos, como acciones de complicidad directa. No fue un “exceso”, sino un acto planificado de terror para sembrar el miedo entre los palestinos y quebrar cualquier resistencia.
La indignación popular fue enorme en el mundo y en Israel mismo. Hubo muchas manifestaciones, una de ellas histórica, en Tel Aviv, que reunió a más de 400.000 personas, exigiendo responsabilidades. Una comisión oficial israelí, la Comisión Kahan –estaba encabezada por el presidente de la Corte Suprema de Israel, Yitzhak Kahan, de ahí su nombre– concluyó en 1983 que el ministro de Defensa, Ariel Sharon, tenía “responsabilidad personal indirecta” por permitir la entrada de las milicias. Fue obligado a renunciar a su cargo, aunque años después volvió a la política y fue premiado con el puesto de Primer Ministro. Ninguno de los asesinos falangistas ni de los responsables israelíes fue juzgado por crímenes de guerra. El encubrimiento internacional fue total: Estados Unidos y las potencias europeas, garantes del acuerdo que debía proteger a la población civil, se lavaron las manos. La ONU condenó la masacre como crimen de guerra y de lesa humanidad, pero no pasó de las declaraciones.
La Comisión Kahan intentó presentar la masacre de Sabra y Chatila como un “error de cálculo” del ministro de Defensa Ariel Sharon, descargando en él la mayor parte de la responsabilidad. Sin embargo, el máximo responsable político era el entonces Primer Ministro Menahem Begin, quien no solo dirigía la invasión al Líbano, sino que además avaló las operaciones militares que posibilitaron la matanza. Begin conocía de antemano la alianza estratégica con las milicias falangistas y estaba al tanto de su sed de venganza tras el asesinato de Bachir Gemayel. Pese a ello, autorizó al ejército israelí a cercar los campamentos y facilitar el ingreso de las bandas asesinas. Su gobierno fue el que creó las condiciones materiales y políticas para la masacre. La Comisión Kahan, lejos de señalar a Begin, lo exculpó, consolidando la impunidad en la cúpula del Estado israelí. Begin nunca enfrentó sanciones judiciales ni políticas: se mantuvo en su cargo hasta 1983 y su salida se debió a motivos personales, no a la masacre.
La continuación de la impunidad hasta hoy es evidente: del encubrimiento de Begin en 1982 a la cobertura internacional que recibe Netanyahu en la masacre de Gaza, el resultado es el mismo: los máximos responsables políticos no rinden cuentas, pero lo verdaderamente característico es que el capital no rinde cuentas.
Sabra y Chatila no es solo un recuerdo del pasado. Es un eslabón de una cadena de genocidios y limpiezas étnicas contra el pueblo palestino: la Nakba de 1948, la ocupación de 1967, las masacres en Gaza hoy. La impunidad del sionismo y de las potencias imperialistas sigue siendo la misma.
En el caso de los campos de refugiados del ’82 y la Franja de Gaza, la coartada “terrorista” y el resultado de lesa humanidad son los mismos. Aunque no exactamente, porque hay diferencia en la comunicación, y una brutal diferencia en la extensión de la masacre y el número de víctimas. Menos de dos días para Sabra y Chatila, menos de dos años para Gaza. Alrededor de tres mil muertos en las primeras, alrededor de sesenta y cinco mil en la última, y contando, pues otra diferencia terrible es que el asesinato en masa de los gazatíes no tiene fecha de caducidad.
Los métodos son distintos, el objetivo es el mismo: en Sabra y Chatila la matanza se realizó con cuchillos, balas y violencia paramilitar. En Gaza se ejecuta con drones, aviones de combate y hambre.
La impunidad, antes y ahora, es absoluta: Begin y Sharon en 1982; Netanyahu y Gallant hoy: ninguno enfrentó la justicia internacional. Las “condenas” no llevan a nada y las “sanciones” no se cumplen o son hondamente insuficientes. El blanco es el mismo: la población palestina, refugiada o no, armada o no, se convierte en objetivo por el solo hecho de existir. La política del sionismo sigue siendo la misma: Palestina debe desaparecer y, si no lo logra la expulsión, lo hará la masacre.
Sabra y Chatila no es un recuerdo lejano, sino una advertencia vigente. Gaza demuestra que los crímenes de ayer se repiten porque nunca se castigaron. La resistencia palestina -en Beirut en 1982, en Gaza hoy- expresa la voluntad de un pueblo de no desaparecer frente al genocidio planificado.
La tarea de los trabajadores y pueblos del mundo es clara: romper la impunidad internacional, denunciar la complicidad de nuestros gobiernos y redoblar la solidaridad activa con Palestina, para que Sabra, Chatila y Gaza no sean solo nombres de masacres, sino banderas de lucha por la liberación.
