Un año del asalto al Capitolio

Escribe Joaquín Antúnez

Tiempo de lectura: 4 minutos

Donald Trump abandonó la presidencia de los Estados Unidos con una impunidad nunca vista en la historia de dicho país. Un golpe de estado, desarrollado desde el propio corazón del aparato estatal, tuvo lugar el día que el Senado debía consagrar la victoria ya definitiva e irrevocable de Joe Biden. En aquella jornada, un grupo de 20 mil supremacistas, casi todos ellos armados, ingresaron al Capitolio en lo que fue caracterizado como una simple “intromisión”. Días más tarde, sin embargo, el propio FBI daría cuenta de un plan orquestado y organizado. Los objetivos de la incursión eran varios legisladores demócratas y republicanos, incluido el propio vicepresidente saliente Mike Pence. Trump fue secundado por una bancada de 12 senadores y 140 diputados, dirigidos por Ted Cruz, un senador supremacista texano.

Conspiraciones y crisis política

El golpe fue anunciado públicamente por el propio Trump en varias ocasiones: durante su campaña presidencial; tras el rechazo a los resultados de los comicios; en múltiples actos convocando a la movilización del propio 6 de enero y, más importante, en el cierre de la jornada cuando llamó a desmovilizar a “su tropa”. Esta acción concertada con bandas no solo parapoliciales sino policiales ya había sido vista en las represiones a las rebeliones antirracistas, que culminaron en una rebelión popular. Así como en acciones previas, cuando se desmanteló un intento de secuestro y asesinato de la gobernadora de Michigan por defender medidas de distanciamiento social y barbijo.

Esto confiere un significado político principal a este hecho: la inauguración del golpismo de estado en los Estados Unidos. Dicho de otra manera, la emergencia de una salida a la crisis política abierta por el semifracaso de Joe Biden en las elecciones de noviembre. La incapacidad del propio Biden para imponer sanciones a Trump y los golpistas, más allá de algunas penas menores a manifestantes identificados, dejó planteado un escenario de debilidad política del gobierno. La gestión demócrata, tras un año de mandato, se encuentra en un impasse fenomenal, puesto que no sólo no ha resuelto ninguna de las contradicciones planteadas por Trump y su gestión, incluso ha sufrido derrotas de magnitud como en Afganistán o los crecientes enfrentamientos con Rusia por Ucrania. Lo que pretendió ser presentado como una crisis de recambio presidencial ha terminado por aflorar como lo que realmente es: una crisis histórica del capitalismo y de su capital (corazón), los Estados Unidos.

Las conspiraciones trumpistas han tenido un alcance internacional, así lo había demostrado su acuerdo con Netanyahu y Ben Salam que habían configurado una camarilla internacional de intervención sobre Medio Oriente. Dos de los tres mandatarios ya no ocupan su puesto, pero han colocado los basamentos de una camarilla “in continuum” de conspiración internacional. El fracaso de los sionistas democráticos, Biden incluido, muestran la validez de esta tentativa.

Rebelión y reacción

Por otra parte, Trump goza de libertad e impunidad en su tierra natal en un año electoral. El FBI ha presentado una investigación donde reúne más de 250 mil pruebas sobre los preparativos de las movilizaciones de los supremacistas, así como el acceso a un PowerPoint que fue la hoja de ruta del plan (“Fraude electoral, interferencia extranjera y opciones para el 6 de enero”), sumado a un total verificado de 1.011 empleados del estado, en diversos puestos de la cadena de mando, con un involucramiento probado y certificado en las conspiraciones para voltear la victoria de Joe Biden (Infobae, 06/01). Un golpe con raíces muy profundas.

La libertad de Trump y los funcionarios es la habilitación para el desarrollo de una campaña fascista como la de las presidenciales en los principales centros republicanos del país y allí donde Trump desarrolle una campaña personal. A diferencia de Bolsonaro, Piñera y Macri, Trump no solo continúa bien agarrado al partido republicano sino que no es “piantavotos”.

Al mismo tiempo, se han aprobado más de 3 proyectos que restringen el voto por correo en 19 estados y están en tratativa cerca de 90 proyectos más en otra veintena de estados. En total, existen aproximadamente 500 proyectos en este sentido, una clara proliferación de las posiciones trumpistas sobre la votación presencial en momentos donde hay un millón de contagios por día.

Estas primeras escaramuzas de una polarización social y política han sido evitadas por los demócratas e incluso la izquierda norteamericana (y mundial) que han rechazado ver un golpe en esta intentona. La inacción política solo beneficia al fascismo y a las bandas trumpistas, que han visto en su impunidad la posibilidad “for export” de las intentonas golpistas, como en Perú.

La que ha dado respuesta es la clase obrera, que ha entrado en un proceso de enfrentamiento con sus direcciones oficiales de la AFL-CIO y en una diáspora de la burocracia sindical. La extensión en cantidad y fuerza de huelgas en diversos rubros que ponen en jaque la firma de convenios y aumentos de salarios por parte de la propia burocracia anticipa el surgimiento de un nuevo activismo obrero.

En definitiva, la crisis del imperialismo yanqui ha abierto una época de clara confrontación política, no entre partidos burgueses sino entre explotadores y explotados. La burguesía, que ha probado un “ensayo general” con Trump ha puesto el eje en la imposibilidad de seguir gobernando con los medios convencionales, es decir, la bancarrota de la democracia y del régimen político constituido en su conjunto. La conclusión más positiva de la clase obrera es comprender -al igual que un médico- este cuadro viral, pero con un dictamen diferente: la necesidad de un gobierno obrero y el socialismo internacional.

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