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Con independencia del desenlace inmediato de la crisis actual, relativa a Ucrania y la OTAN, la cuestión de una guerra mundial ha quedado instalada en el escenario político internacional. Esto afecta de manera radical la política de la clase obrera de todos los países. Lo que ocurre en las fronteras con Rusia no es una irrupción que tome a nadie por sorpresa. Desde la partición forzada de la Federación Yugoslava, la guerra confrontó con el relato acerca del papel político unificador que se atribuía a la llamada globalización. Se instaló tempranamente un debate que se creía superado desde el estallido de la primera guerra mundial, a saber, si la unidad del mercado mundial daba lugar a la dominación de un superimperialismo, con intereses supra-estatales, dispuesto a combinarse para una explotación ‘pacífica’ del planeta. Las guerras ‘localizadas’ sólo eran tales en apariencia, pues en todas ellas se manifestaba la presencia, incluso la iniciativa, de las principales potencias económicas y/o militares. Adjudicar a la ampliación de las relaciones económicas interestatales una consecuencia pacificadora es omitir el carácter antagónico de todo el proceso capitalista, no solamente frente a la fuerza de trabajo, sino de los capitalistas entre sí.
La existencia de armamento de destrucción total inmediata influye ciertamente en la política de la guerra, pero no para atenuarla sino para exacerbarla. El bombardeo nuclear de Nagasaki e Hiroshima son una demostración temprana de ello. El armamentismo y el despliegue militar han complementado desde siempre la competencia económica ‘pacífica’, más allá de ser uno de los mercados más apetecibles del globo; la ‘elasticidad’ de la demanda sólo tiene por límite la solvencia financiera de los Estados, la lucha de clases que genera y las crisis políticas. En el caso de la disolución de la Unión Soviética, la carrera armamentista de la burocracia stalinista con el imperialismo mundial minó las bases de su dominación política y viabilizó un cambio de régimen sin la necesidad de una guerra abierta.
La expansión sin límites de la OTAN, en contradicción con su estatuto atlántico, ha tenido todas esas funciones de socavamiento de las situaciones políticas que obstaculizaban relativamente su penetración financiera y económica. A medida que fue avanzando la tendencia hacia crisis económicas cada vez más catastróficas, se puso en evidencia su condición de bloque estratégico con intereses contradictorios en su seno. La OTAN no fue nunca, en su propio marco, un ‘superimperialismo’ concertado y pacífico, aunque le permitió a todos sus miembros grandes beneficios económicos y políticos después de la segunda guerra. El último episodio relevante de la explosión de sus contradicciones internas fue el retiro de Gran Bretaña, acicateada por Estados Unidos, de la Unión Europea. En la crisis actual, fueron en forma dispersa a Moscú los jefes de gobierno o ministros de relaciones exteriores de media docena de integrantes de la OTAN, con planteos y propuestas relativamente divergentes. Y también Alberto Fernández, apuntado como un maoísta potencial por parte de un periodista argentino, y Jair Messías Bolsonaro, denunciado como un anticomunista extremo.
El reclamo, por parte de Rusia, de que la OTAN anule su expansión a Ucrania y que retire fuerzas militares de todos los países que limitan con ella, ha sido presentado como un asunto de seguridad nacional y, por derivación, internacional. Todos los estados involucrados en el conflicto admiten esta caracterización, incluso cuando los diplomáticos aseguran que la OTAN no tiene intenciones agresivas –una afirmación curiosa por parte de una organización militar internacional. En estos términos, la salida a la crisis no existe, porque no existe ninguna clase de garantía que se pueda ofrecer, que no vaya a ser violada en el futuro. El pedido, de parte de Putin, de que la OTAN firme un seguro jurídico de no expansión a Ucrania, no sería otra cosa que un papel mojado. La OTAN representa al capital financiero internacional que exige piedra libre para penetrar en todos los territorios y mercados del planeta, en especial el espacio tecnológico heredado de la Unión Soviética. Esta ofensiva no puede ser derrotada por medio del desarrollo militar y de seguridad que han tenido las fuerzas armadas de Rusia, luego del derrumbe y la desintegración del Ejército Rojo, bajo la presión de la restauración capitalista. Numerosos observadores coinciden en que Rusia podría ocupar Ucrania por completo en 48 o 72 horas, por el desequilibrio de fuerzas a su favor en el terreno. Pero este éxito estaría lejos de ser una salida, por la sencilla razón de que la superioridad integral del imperialismo mundial no puede ser abordada desde la fuerza militar, sino desde la revolución socialista.
El acoso de la OTAN hacia Rusia apunta en forma explícita a promover un cambio de régimen que se adapte a las ambiciones del capital financiero internacional. El despliegue militar de la OTAN apunta a desangrar financieramente al Estado ruso y a desintegrar cualquier obstáculo a su completa dominación mundial. Es cierto que todos los grandes capitales ya se encuentran instalados en Rusia, pero no con derecho a una expansión ilimitada. Más cierto aún es que la oligarquía rusa juega un papel extraordinario en el mercado inmobiliario de Londres y, en cierta medida, en la Bolsa londinense. Todo esto demuestra la integración de Rusia al mercado mundial, que domina el capital financiero que se expresa por medio de la OTAN. Putin no podrá romper nunca esta sumisión por medio de una guerra. La ocupación de Ucrania, por caso, de parte de Rusia, no la acerca ni un milímetro a una relación autónoma o independiente con el mercado mundial, simplemente replantea el problema a una escala más bélica y destructiva. Una alianza con China para disputar al imperialismo norteamericano el mercado mundial está fuera del radar de posibilidades, incluso porque tampoco hay entre ellos unidad de intereses o propósitos; la misma Ucrania pro OTAN ya ha firmado la adhesión a la ruta de la seda de China, para inversiones de infraestructura. La OTAN tiene la ventaja estratégica de que puede ofrecer a Ucrania una integración al mercado mundial, en principio por medio de la Unión Europea, incluso si la política fondomonetarista aplicada a Ucrania la ha llevado a niveles extraordinarios de pobreza. Por estas razones, la oligarquía ucraniana se ha desplazado de la lealtad a Moscú a la UE y a la OTAN. El temor del imperialismo mundial (el imperialismo norteamericano es el único que juega en esa categoría), que comparte con Moscú, a una guerra, es de otra naturaleza -que una guerra suscite enormes rebeliones populares, una crisis política excepcional en las metrópolis y en Rusia y, eventualmente, una escisión, de alcance difícil de prever, con los principales estados de la Unión Europea.
Francia, interesada en salir de la OTAN y crear las fuerzas armadas de la Unión Europea, y Alemania, que busca tener las manos libres para negociar una mayor penetración de su industria, en Rusia, claro, pero por sobre todo en China, han fracasado hasta ahora en ofrecer un arreglo a Putin. Esto demuestra que no alcanza, para evitar una guerra, la posibilidad de un compromiso entre perspectivas estratégicas que se adjudican unos y otros: la guerra es siempre la expresión de la explosión de las contradicciones de los regímenes políticos en presencia. La situación previa a la crisis actual ya era insostenible, con Rusia ocupando una parte del este de Ucrania y tomando la soberanía de Crimea. La OTAN y la oligarquía ucraniana quieren recuperar uno y el otro. Es a este acecho geopolítico que responde el despliegue militar de Putin. En esta ocasión cuenta con el apoyo activo del gobierno de Bielorrusia, que se había distanciado del Kremlin debido al propósito de pedir la integración a la Unión Europea, que frustró la rebelión popular en su país, para repudiar el fraude electoral. La dirección política de esa rebelión era francamente partidaria de la integración a la UE.
La ambición de Rusia de alcanzar una integración económica con la Unión Europea se manifestó en la construcción de gasoductos por el Báltico con ingreso por Alemania. Estados Unidos saboteó esta posibilidad desde mucho antes de esta crisis, y con mayor vigor como consecuencia del estallido presente. El conflicto del gas puso al desnudo un antagonismo estratégico entre Estados Unidos y Alemania y parte de la UE. El primer ministro alemán sigue una línea trazada por Ángela Merkel; defiende los gasoductos en cualquier arreglo que se logre establecer, por precario que sea, entre la OTAN y Rusia. El gran capital alemán también defiende los gasoductos, porque aspira a monopolizar, hasta cierto punto, la penetración en la economía rusa, e incluso construir un eje alemán-ruso, al lado de otro con China. En este propósito cuenta con el apoyo de una parte del capital norteamericano, que pretende subordinar los objetivos políticos a sus intereses económicos del momento, que amenazan con una recesión generalizada.
Las partes en pugna enfrentan un incremento sin precedente de los antagonismos de clase en su patio interno, y rebeliones populares y huelgas importantes, como ocurre en Estados Unidos. Las guerras imperialistas están asociadas a la explosión de las contradicciones internas de los Estados. Luego del golpe de Estado ejecutado contra el Capitolio, en enero de 2021, la tendencia a la guerra en Estados Unidos se encuentra ante una dificultad muy especial: que esa guerra sea denunciada por los golpistas como un suicidio político para Estados Unidos, por parte de los liberales y de la democracia en general. La respuesta a una guerra no sería, entonces, un reforzamiento de la ‘unidad nacional’, sino todo lo contrario. Es que el arma de la guerra es levantada por el neo-liberalismo en el mundo entero, e incluso por una parte de la izquierda que denuncia el peligro del “imperialismo ruso” para las libertades ucranianas, en lo que no sería otra cosa que un alineamiento con la OTAN.
La clase obrera debe incorporar en la agenda política la lucha contra la guerra, y no de un modo general, sino de la guerra que impulsa el imperialismo mundial, representado por la OTAN y Estados Unidos. La denuncia de la política de Putin, de un lado como contrarrevolucionaria, porque representa la destrucción de las conquistas históricas revolucionarias en Rusia y, del otro, como proto imperialista en relación a su espacio exterior cercano (Ucrania, Bielorrusia, Chechenia, Georgia, Kazakistán), no debe oscurecer el protagonismo central y estratégico de la OTAN, para unificar a la clase obrera contra el bloque internacional del imperialismo. La política de Putin es un callejón sin salida, que sólo puede llevar a Rusia al desastre. La movilización de las fuerzas armadas durante dos meses, el estado de guerra que se ha creado, las vidas en juego, no lo pagarán los oligarcas rusos sino los obreros y los campesinos.
Guerra a la guerra. Fuera la OTAN. Por la unidad internacional de la clase obrera contra la guerra del capital y por un gobierno de trabajadores.