A 80 años de la muerte de Miguel Hernández

Escribe Eugenia Cabral

“Para la libertad sangro, lucho, pervivo…”

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Miguel Hernández, “el poeta del pueblo”, se encuentra en la enfermería de la cárcel denominada Reformatorio de Adultos, en Alicante. Tiene 31 años. La tuberculosis va a derrotarlo, así como el general Franco -tras encabezar una feroz guerra civil- ha derrotado a los republicanos y al pueblo de España. El dramaturgo Antonio Buero Vallejo, con quien comparte celda en ese penal, le ha dibujado un retrato. Su niño pequeño ha fallecido de hambre y Miguel le ha escrito la “Nana de la cebolla”. Corren tiempos en que la mayor parte de los poetas de la Generación del 27 se han exiliado, Federico García Lorca ha sido fusilado, Antonio Machado murió intentando huir a Francia con su familia y otros poetas de su edad, como Marcos Ana y Luis Alberto Quesada (brigadista argentino en la guerra civil española), deberán cumplir efectivamente casi treinta años de cárcel.

Miguel se ha comprometido desde 1936 con la causa republicana y luego con el Partido Comunista: “Vientos del pueblo me llevan/ vientos del pueblo me arrastran”. Es de los muchos honestos artistas, escritores e intelectuales que adoptaron una ferviente adhesión a la Unión Soviética sin denunciar las purgas ejecutadas por Stalin -cuya información era además retaceada o directamente ocultada a la base militante-, creyendo que así defendían a la revolución socialista contra el fascismo de Mussolini y el nazismo hitleriano. Hay otros (por ejemplo, Louis Aragon, Pablo Neruda, Alejo Carpentier) que respaldan a conciencia el régimen estalinista.

Miguel se desempeña como comisario político del ejército republicano en los frentes de batalla de Teruel, Andalucía, Extremadura. Participa activamente en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado en Madrid y en Valencia, en 1937, que reúne a personalidades de Europa y América. Era el grado de compromiso político que Gabriel Celaya, años después, entenderá como un tomar “partido, partido hasta mancharse”.

En 1940, después de haber pasado por varias prisiones, el franquismo le adjudica a Hernández la absurda acusación de haber asesinado nada menos que a Primo de Rivera, el líder de la Falange, y lo condena a muerte, pero tras ingentes reclamaciones de escritores prestigiosos, se le conmuta la pena por cadena perpetua.

“Perito en lunas”

Solo dos ejemplares de su último libro, “El hombre acecha”, se salvan de la destrucción ordenada por una de las “comisiones depuradoras”, nombre eufemístico de la censura cultural bajo el franquismo. Esos dos ejemplares cumplirán una función como la del único hilo de carne que le había quedado a la tortuga en el cuento de Horacio Quiroga: servirán para republicar el libro en 1981.

El “eminente filólogo” franquista que había mandado a destruir la edición, en realidad, quería destruir la mano de quien era capaz de componer versos con la precisión y altura de un discípulo de Góngora, como había demostrado Hernández en “Perito en lunas” y “El silbo vulnerado”. Aquel filólogo quería estrangular la voz que había escrito “Compañero del alma, compañero”, al morir Ramón Sijé, el amigo que lo había ayudado a dominar la lengua y la literatura española, cuando Hernández era todavía un pastor de cabras. Y aquel pastor le escribirá “Niño yuntero” al niño campesino que trabaja cuidando bueyes: “Carne de yugo, más humillado que bello”. Y aquel pastor se irá convirtiendo en una de las voces más altas de la poesía en lengua española del siglo 20, pero entre campos de batalla, cárceles y huidas clandestinas luchando por la revolución.

“Para la libertad sangro, lucho, pervivo/ Para la libertad, mis ojos y mis manos/ como un árbol carnal, generoso y cautivo,/ doy a los cirujanos./ (…) Porque donde unas cuencas vacías amanezcan/ ella pondrá dos piedras de futura mirada/ y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan/ en la carne talada".

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