La crisis de la salud mental ya es un incendio en el sistema educativo

Escriben Lucas Álvarez y Silvia Allocati

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Recientemente, una nota publicada en La Nación (29/11) puso el foco, mediante entrevistas a docentes y profesionales, del crecimiento de la demanda de atención en salud mental en los colegios de la Ciudad de Buenos Aires.

Se trata de un botón de muestra que permite entender un fenómeno geográficamente más amplio: la agudización de problemáticas vinculares, familiares, y subjetivas, que llevan a un crecimiento alarmante de casos de suicidio y autolesiones en adolescentes, entre otras expresiones de sufrimiento.

Son tragedias que se anuncian previamente (a veces de forma más ruidosa, otras no tanto), pero que, sin embargo, muestran la impotencia de los Estados en la promoción de la salud y la prevención de daños. En la Ciudad de Buenos Aires, los Equipos de Orientación Escolar, de composición interdisciplinaria, se encuentran en una franca desventaja numérica. Cuentan con escasos equipos por distritos, uno por cada 20 escuelas: esto es solo un profesional por cada 900 niñas, niños y adolescentes.

Esto hace que los conflictos sólo puedan abordarse superficialmente, siendo necesarias derivaciones a un sistema de salud ya colapsado. Las áreas primarias de los Centros de Salud y Acción Comunitaria (CESAC) y los hospitales generales no cuentan con turnos, o los otorgan con 6 meses de demora.

No estamos sólo frente a una cuestión de falta de personal sanitario. La pauperización social creciente mella los vínculos entre padres e hijos, restando cada vez más tiempo para la contención, la escucha y el cuidado. Esa energía hoy se vuelca a jornadas laborales extensas, para cubrir necesidades básicas como la alimentación o la vivienda. Otro elemento central son los efectos de la pandemia. En 2022, la detección de vulneraciones a los derechos de chicos y chicas en edad escolar había aumentado un 130% con respecto a los niveles pre pandémicos.

Es un elemento que se combina con el uso cada vez mayor de pantallas. Las redes sociales, los videojuegos, tan útiles en su momento para la comunicación y el entretenimiento durante la pandemia, hoy son causa de retraimiento social, ansiedad y depresión. Los propios desarrolladores de estas plataformas buscan que las modalidades de interacción produzcan esa dependencia.

Resulta importante atender no sólo a los avances científicos que alertan sobre estos fenómenos, sino también a la voz de los adolescentes que admiten sin sarcasmo y cada vez con más padecimiento “no poder dejar de viciar”.

Visibilizar esta problemática, que tiene en su otra cara el lucro incesante de corporaciones transnacionales, debe abrir la discusión acerca de cómo recuperar los lazos sociales en disgregación, cómo los trabajadores de la salud y la educación podemos generar un planteo que restituya nuevamente el valor de la reunión, la palabra y la escucha libre, la mirada y el disfrute por el juego con otros. Comenzar experiencias que aborden este padecimiento desde un lugar creativo debe ser el puntapié inicial para que la educación y la salud se levanten como motores del lazo social y su transformación.

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