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El 7 de octubre, hace un año, es la fecha que marca el inicio de lo que, incluso la Corte Penal Internacional, ha calificado como una política de genocidio del estado sionista contra el pueblo palestino. 365 días más tarde la masacre se ha trasladado hacia las ciudades y calles del Líbano y amenaza proseguir contra Siria e Irán. El vocero del ejército sionista no ha tenido ningún inconveniente en advertir que sus fuerzas están dispuestas a convertir al territorio persa en otra Gaza.
Un asalto al territorio israelí estaba inscripto en el curso de los acontecimientos, del mismo modo que las dos Intifadas, las sublevaciones de masa palestinas de 1987 y 2000. Bajo el gobierno de Trump, EE. UU. suscribió con Netanyahu los “acuerdos de Abraham”, que daban por tierra en forma oficial a la salida ficticia de los dos Estados y establecían a Jerusalén como capital única del Estado sionista; varios emiratos del Golfo Pérsico adhirieron a ese acuerdo y estuvo a punto de hacerlo Arabia Saudita. La expulsión de palestinos de la Cisjordania cobró un impulso mayor, con expropiaciones "legales" e ilegales de tierras y destrucción de viviendas, acciones avaladas en su mayor parte por la Corte Suprema de Israel. Dependiente política y económicamente de Estados Unidos, el sello de aprobación de esta política del sionismo llevaba el sello del imperialismo norteamericano y, más allá, del conjunto del imperialismo mundial. A fin de cuentas, expulsado de Afganistán y luego de su fracaso para imponer un cambio de régimen en Siria, en la guerra internacional que se desató en el marco de la “primavera árabe” a partir de 2011, sólo una nueva guerra podría devolver al imperialismo norteamericano la posibilidad de convertir al Medio Oriente en una plaza fuerte de sus ambiciones internacionales, o sea, Rusia y China fundamentalmente.
El asalto al sur de Israel comandado por Hamás tiene lugar en este contexto. La Franja de Gaza se había convertido, como consecuencia de bombardeos a repetición por parte de Israel, en “la prisión a cielo abierto más grande del mundo”. Sus habitantes son víctimas de la Nakba, la expulsión de sus tierras por parte del sionismo, en 1948; los ‘kibutzim’ que tenían enfrente ocupaban sus propios terrenos. Los gobiernos sionistas se habían asegurado, asimismo, la colaboración de la Autoridad Palestina, para la tarea de reprimir las protestas y la organización de la lucha en Cisjordania. Esta “prisión” se había convertido, a pesar de todo, en uno de los espacios de mayor alfabetización de la población, o sea, altamente politizada. Aunque Hamas es ideológicamente reaccionaria, el asalto fue una acción revolucionaria, pues quebró el cerco sionista, a pesar de su sofisticado sistema de seguridad: la cúpula de hierro. La finalidad del asalto era limitada: canjear presos palestinos, encerrados incluso sin proceso legal y sometidos a vejámenes y torturas, por los rehenes que serían obtenidos mediante los secuestros. El gobierno de Netanyahu declaró a Israel en estado de “amenaza existencial”, lo cual era a todas luces sólo el pretexto para lanzar una guerra que ya tenía preparada. Apenas poco después destruía hospitales y escuelas, con personas adentro, alegando que escondían en la superficie o debajo de ella a militantes de la organización islamista. Desde el mismo comienzo de esta masacre se negó a investigar lo ocurrido durante el asalto, que limitó a la imprevisión de la seguridad estatal. Desde el comienzo, sin embargo, la prensa liberal israelí denunció la aplicación de la doctrina militar Hannibal, que ordena al ejército a disparar sobre la población propia para impedir el secuestro de personas vivas. Estas denuncias fueron corroboradas, después, por la investigación de diversas organizaciones internacionales, incluida la ONU. Al cabo un año de masacres, el famoso ejército sionista sólo ha logrado liberar a tres rehenes, lo que podía haber conseguido, en cambio, por medio de un canje de prisioneros palestinos. Los familiares de estos rehenes se han negado a participar de la conmemoración oficial y han llevado a cabo otra, independiente del Gobierno.
Todo el desarrollo de la guerra es testimonio de que los planes de acción militar del Estado sionista se encontraban listos para su ejecución. Este hecho refuta todos los pretextos acerca de una guerra impuesta por el asalto de hace un año. En la Asamblea General de la ONU, Netanyahu volvió a asegurar la intención de que el Estado sionista se adueñe de toda Palestina y, podemos añadir, de una franja considerable del Líbano. Más importante aún, ofreció a Israel como cabeza de puente para la penetración en Asia Central, lo cual equivale a una guerra con Rusia y China. El sionismo no opera como una fuerza local o enceguecida por delirios nacionales, sino como una punta de lanza de una guerra imperialista internacional.
De todos modos, sin embargo, el imperialismo mundial no se encuentra aún preparado para emprender la guerra que le propone el sionismo por adelantado. Enfrenta la oposición de sus propios pueblos a una guerra, incluso a proseguir la que se libra en Ucrania contra Rusia. Los gobiernos europeos enfrentan una serie de derrotas electorales. Pero la tendencia a la guerra opera más allá de las disputas y confusiones políticas del momento. El desarme político de la clase obrera frente a la guerra es extraordinario, impulsado meticulosamente por sus partidos de "izquierda" y la burocracia de los sindicatos. Algunos apoyan al imperialismo, como ocurre mayoritariamente en la guerra en Ucrania, por un lado, a la Otan, por el otro a la oligarquía capitalista de Rusia: lo mismo ocurre en Medio Oriente, con quienes apoyan a "la democracia" del genocidio.
El rearme político de los trabajadores es la tarea histórica fundamental.