Escribe Ceferino Cruz
De Gaza a Río de Janeiro y del Mar Caribe al Río de La Plata, con la complicidad de la democracia.
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Las recientes masacres perpetradas por las fuerzas policiales brasileñas en las favelas de Río de Janeiro –que dejaron no menos de 130 muertos, de los que más o menos la mitad fueron ejecutados a sangre fría– no son hechos aislados ni meras “operaciones contra el narcotráfico”. Son una manifestación local de un fenómeno internacional: la respuesta del capital mundial a su crisis histórica mediante la violencia estatal y paraestatal contra las masas explotadas.
La operación en Alemão y Penha, denunciada por Política Obrera como terrorismo de Estado al servicio del golpismo de Trump y Bolsonaro, coincide en tiempo y lógica con otras ofensivas criminales impulsadas por los regímenes imperialistas o sus aliados: el genocidio israelí contra el pueblo palestino en Gaza, los ataques militares contra embarcaciones venezolanas (supuestamente del narcotráfico) en el mar Caribe por parte de Estados Unidos y las amenazas abiertas de invasión a Venezuela y de desestabilización contra Colombia.
En cada uno de estos escenarios se repite el mismo patrón: el capital imperialista, en su fase de disolución, entrega la gestión de la crisis a su ala ultraderechista y militarista. Lo que la diplomacia o el libre comercio ya no pueden garantizar –la dominación mundial del capital financiero y la apropiación imperialista de los recursos naturales– busca imponerlo el aparato represivo del Estado y sus brazos armados.
El genocidio en Gaza, con el apoyo logístico y político del imperialismo norteamericano y europeo, se complementa con la militarización del continente americano. Washington reorganiza su presencia militar en el Caribe y en Sudamérica mientras empuja al continente a una guerra indirecta contra China y Rusia. La escalada de sanciones y sabotajes económicos contra Venezuela y Cuba, las incursiones navales en el Caribe y las presiones sobre Colombia para actuar como punta de lanza del Pentágono en Centroamérica son piezas de una misma estrategia.
La guerra de la OTAN contra Rusia en Ucrania y la guerra comercial y tecnológica de Estados Unidos contra China son expresiones avanzadas de este cuadro: la guerra mundial en curso. No una guerra declarada entre Estados de igual rango, sino una guerra global de la burguesía imperialista por el reparto del mundo frente a la descomposición del orden capitalista.
En ese marco, la masacre en las favelas brasileñas se ubica como ensayo interno del mismo método que se aplica en Gaza: el aniquilamiento de poblaciones pobres bajo el pretexto del combate al “terrorismo” o al “narcotráfico” o a su mixtura: el “narcoterrorismo”, categorías que el imperialismo y las burguesías locales emplean para criminalizar a los oprimidos. Lo que se ensaya en Río, en Gaza o en el Caribe, prepara las condiciones para la represión abierta de la clase trabajadora en todo el planeta. Tiene el acicate, además, de la impunidad del horror en Gaza: “Si hago esto acá –piensa el Sistema– y nadie me detiene, puedo hacerlo en cualquier lado.”, incluso, vía invasión internacional, so pretexto de avanzar contra “Estados narcoterroristas” como, en el discurso trumpista, Venezuela e Irán, que significan para el magnate americano lo mismo que son para Claudio Castro las favelas de Río.
La ofensiva del neofascismo internacional –de Trump a Netanyahu, de Bolsonaro a Milei, pasando por Zelenski, Putin o Meloni– no surge como accidente político, sino como una necesidad del capital en bancarrota, que ya no puede sostener su dominación por mecanismos parlamentarios o democráticos. La burguesía mundial, desgarrada por su propia crisis, delega en su fracción más violenta y reaccionaria la tarea de reprimir, controlar y dividir a las masas.
Esa delegación no se produce en el vacío. Se apoya en la inacción cómplice de las fracciones “democratizantes” del mismo poder capitalista, que fingen horror ante las masacres mientras garantizan su continuidad. La ONU, por ejemplo, “sanciona” en vano al Estado de Israel mientras este prosigue, con el financiamiento y la cobertura política de Estados Unidos y Europa, el genocidio contra el pueblo palestino. Los gobiernos europeos que, luego de más de dos años de la profundización de la matanza en Gaza y Cisjordania, “reconocen” un inexistente Estado palestino, lo hacen como gesto hipócrita, al mismo tiempo que sus industrias bélicas proveen de armas, tecnología de vigilancia y sistemas de defensa al ejército israelí.
En Brasil, la respuesta de Lula a la masacre de Río fue un ejemplo de tibieza y ambigüedad: expresó “preocupación”, reclamó una “investigación”, pero evitó cualquier ruptura política con los aparatos policiales y judiciales que organizan la represión. En los hechos, su gobierno tolera la autonomía de los gobernadores bolsonaristas y el accionar del “Consorcio de la Paz” que articula la represión interestatal. Es decir, deja hacer a la derecha, que cumple la función represiva que el régimen “progresista” no puede ejercer abiertamente sin perder legitimidad (lo que, de todas maneras, genera un tufillo a guerra civil).
En Argentina, la situación es análoga. El peronismo, que se presenta como “freno” a la reacción, se revela en los hechos como su garante. La ofensiva de Milei contra los trabajadores –despidos, ajuste, superexplotación, salarios y jubilaciones miserables, derrumbe de infraestructuras culturales, de salud, de educación, criminalización de la protesta, etcétera– avanza con el acompañamiento –cada cual con sus matices– de los gobernadores y bajo la pasividad cómplice de la burocracia sindical y el kirchnerismo, que apenas balbucea críticas sin romper con el Estado que sostiene una política de pago a ultranza de la deuda pública con sus efectos ruinosos para el pueblo trabajador. El kirchnerismo, de hecho, no retrocedió un solo paso de las contrarreformas del menemismo: ni en materia privatizadora, ni en política energética, ni en la “reestatización” de las jubilaciones (cuyo objetivo concreto fue pagar la deuda externa y sostener a la burguesía acreedora, no garantizar los derechos de los trabajadores) y ni siquiera con YPF (que “reestatizó” con indemnización a Repsol para “reprivatizarla” con Chevron). La necesidad de “actualizar las relaciones laborales”, según Cristina Fernández, o la necesidad de ejecutar una “nueva partitura”, según Axel Kicillof, definen un razonamiento cuya conclusión forzada es que tampoco van a volver de las contrarreformas del mileísmo. De paso hay que decir que, cuando fueron gobierno, el tándem Fernández-Fernández no retrocedió ni en una de las más de 110 leyes que el peronismo le votó al presidente Macri. “Te votaba hasta el café con leche”, se embravecía Cristina Kirchner “contra” Macri en un cierre de campaña en Tecnópolis, en septiembre del 2021, haciendo referencia al bloque justicialista. El arranque sincericida venía a conjurar las acusaciones de golpismo que el expresidente había deslizado en una entrevista, para reafirmar la vocación del peronismo en la defensa de la gobernabilidad ajena. De ahí el “hay” fecha en el futuro para disculpar la inacción de hoy. En las postrimerías del macrismo “había” 2019. Incluso antes de la asunción de Milei en diciembre del 23, ya “había” 2025. Si bien el descalabro de octubre los dejó a todos en un silencio perplejo, la quietud sugiere que habría 2027. En el medio se sazona con paros y movilizaciones aislados sin mayor significación que la de echar lastre. Los movimientos más genuinos y fuertes siempre son impulsados desde abajo. De hecho, la puesta en protectorado norteamericano de la Argentina en las componendas con Trump y Bessent no han llevado a ninguna política combativa de parte de nadie. Kicillof, verbigracia, no tuvo tiempo de pensar en fruslerías mientras hacía la cola para negociar con el secretario del Tesoro trumpista la deuda de la provincia.
Por otra parte, en el pasado kirchnerista revistan la Ley Antiterrorismo en genuflexa confluencia con la política de entonces del imperialismo, de la mano, entre otros, de Alak, Pichetto y Boudou; el Proyecto X de la Gendarmería de Nilda Garré y las políticas en seguridad de Aníbal Fernández, responsable político del asesinato de Mariano Ferreyra, más los cinco mil luchadores sociales procesados en los gobiernos de Néstor y Cristina. Las complicidades semiveladas y la vena represiva señalan que la diferencia entre los nacionales y populares y los fascistoides y liberticidas se parece menos a una grieta que a un degradé.
En todos estos casos –ONU, Lula, peronismo– el mecanismo es el mismo: la administración “progresista” del capital delega la represión y la barbarie a su ala más abiertamente fascista, para conservar la fachada institucional y salvar el sistema en su conjunto. La democracia burguesa actúa como mediadora del crimen, como testigo que legitima y encubre el accionar del verdugo.
Sin embargo, esa delegación de poder represivo no transcurre sin resistencia. A escala internacional, la clase trabajadora, la juventud y los pueblos oprimidos han comenzado a romper el cerco de la pasividad oficial.
Las movilizaciones masivas y las huelgas contra el genocidio en Gaza –en Europa, Estados Unidos, América Latina y Asia– son el hecho político más importante del período reciente: un movimiento mundial que desborda a los gobiernos, enfrenta la censura mediática y pone en cuestión la complicidad de los Estados con Israel y con el imperialismo.
En Argentina, ese impulso se refleja en las autoconvocatorias por Gaza que van surgiendo en barrios, universidades y lugares de trabajo, por fuera de los partidos del régimen y de la burocracia sindical. El mismo método de organización –desde abajo, en asambleas abiertas– se repite en las luchas docentes, de la salud, estatales y también de gremios fabriles, que recorren el país: en las provincias del interior, en hospitales, escuelas y dependencias públicas, en municipios donde los trabajadores enfrentan la descomposición de sus condiciones de vida con métodos de autorganización y solidaridad activa. Una de las experiencias más fuertes ha sido la de los tercerizados (condición de las más desprotegidas en materia sindical) de Techint y Siderar, que se organizaron con el método de la autoconvocatoria.
Estas experiencias de lucha –aunque parciales y desiguales– expresan una tendencia histórica: la reconstrucción desde las bases de una dirección obrera independiente, que no espera consignas, sino que las crea en la práctica y que significa además un recambio generacional real de las representaciones sindicales (a diferencia de las vacías postulaciones etarias que plantean incluso partidos de izquierda para captar votos). Frente al silencio de las cúpulas sindicales y el cinismo de los gobiernos, son las y los trabajadores quienes, con sus huelgas, cortes, tomas y autoconvocatorias marcan el rumbo de una nueva etapa de combate social.
La disyuntiva histórica se agudiza. Mientras el capital mundial se reorganiza bajo el signo del fascismo, la clase trabajadora enfrenta el desafío de reconstruir su propia dirección revolucionaria. Pero esa reconstrucción no parte de cero: ya se está gestando en las luchas que desbordan los marcos institucionales y en los movimientos que, desde Palestina hasta el interior argentino, demuestran que la clase obrera no ha sido derrotada.
La tarea es buscar la organización consciente en lo que la clase ya está haciendo en términos de resistencia y lucha, elevar sus experiencias parciales a una estrategia común. Solo una intervención internacionalista, consciente y unificada de la clase obrera podrá detener la guerra mundial en curso y los genocidios y abrir paso a una transformación socialista de la sociedad. Todo lo demás –la diplomacia, las “sanciones”, los pactos de convivencia entre verdugos, la “gobernabilidad”, la “vocación republicana”– no son más que el decorado hipócrita, vacío e inútil del crimen capitalista.
