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El Movimiento al Socialismo, el partido que dirige Evo Morales, cuenta con todos los medios legales y políticos para destituir al gobierno usurpador del fascismo del oriente boliviano, y con la movilización de las masas del Altiplano. Reúne más de dos tercios del Congreso (Diputados y Senado) y sus parlamentarios dominan todos los escalones de la línea sucesoria. En lugar de remover a la presidenta de facto, que fue puesta en ese lugar por los militares y la policía, se encuentra, por el contrario, negociando con la ONU y distintos mediadores internacionales una transición hacia nuevas elecciones, bajo la batuta del núcleo fascista. La agenda de la negociación contempla el reemplazo del actual Tribunal Electoral y la habilitación de los candidatos.
El gobierno de facto, en paralelo, no solamente ha cambiado las alianzas internacionales de Bolivia, sino que se apresta a firmar acuerdos estratégicos, en especial con Bolsonaro. Ha removido al 80% de los embajadores y reconocido a otro candidato a la usurpación, el venezolano Guaidó. Para reafirmar su derecho al ejercicio de la violencia ha dictado un decreto que exime de responsabilidades judiciales a los militares culpables del asesinato de personas en el curso de la represión, y otro que establece la calificación de sedición contra los parlamentarios que acompañan las movilizaciones populares (algo similar se promueve en Chile). El gobierno de facto de Jeannine Aynes (que obtuvo el 4.4% de los votos en las elecciones del pasado 20 de octubre) no reúne ninguna característica de un régimen de transición, y sí todas las propias de una dictadura militar, que incluso carece de un ropaje constitucional que lo pretenda disimular. En las últimas horas ha amenazado con convocar a elecciones por decreto, lo que significa la disolución de la Asamblea Nacional. Las mediaciones extranjeras y un calendario electoral carecen de toda capacidad de remover este cuadro político, y actúan, dicho con mayor precisión, para asegurar el continuismo.
La crisis política en Bolivia dispara granadas en todas las direcciones. De un lado, si el MAS continúa por la vía de buscar una componenda con el fascismo, con el pretexto insostenible de evitar el derramamiento de sangre, acabará aceptando una posición subalterna en un régimen político reaccionario y no podrá evitar su desintegración política. La destitución del gobierno de facto, por su parte, es inviable sin la transformación de la rebelión popular en una insurrección popular.
La instalación del gobierno de facto encabezado por el fascismo de la Media Luna boliviana, de otro lado, ha sido armada por el gobierno de Bolsonaro, lo cual significaría un respaldo por parte de las fuerzas armadas brasileñas, y por Estados Unidos – no solamente de Trump. La prensa liberal norteamericana ha hecho la vista gorda al golpe y puesto el acento en el autoritarismo que atribuye a Evo Morales. Esto tiene implicancias para Brasil y para Argentina que no se pueden ignorar. Alberto Fernández se comporta, sin embargo, como si estuviera convencido que se pudiera llevar a Bolivia a la situación ‘ex ante’, por la vía de las mediaciones políticas. En realidad, le teme a una victoria del levantamiento popular. No es poco relevante que Putin haya reconocido al gobierno de facto sobre la base de que “es la referencia de poder”, o sea mejor una dictadura a falta de una salida intermedia.
Lula, en un ‘replay’ de los K, ya ha prometido que “habrá 2024”, cuando deberían tener lugar las próximas elecciones presidenciales. Las segundas partes, como reza el dicho, pueden acabar peores que las primeras. Lula todavía no le ha perdonado a Evo Morales la nacionalización, si se puede llamar así, de una gran parte de la renta de Petrobras. La perspectiva de guerra civil en Bolivia sacude a todas las fuerzas en presencia en América Latina; aunque, como Perón en 1973, el ‘populismo’ prefiere los Pinochet o ‘Cacho’ Álvarez, el jefe golpista de los militares uruguayos, a una victoria revolucionaria del antiimperialismo, ya sabe por experiencia lo que puede pasarle si triunfa la contrarrevolución.
Quienes han comprendido como nadie la disyuntiva política entre revolución y contrarrevolución son las masas indígenas y campesinas. La coalición de clases y de partidos que respaldó la tentativa electoral de Carlos Mesa, el candidato con mayor cantidad de votos después de Evo Morales, se ha desvanecido. Mesa puja por obtener una migaja de la transición electoral. Se ha acentuado la polarización política. La rebelión popular crece de día en día, así como la organización (un corresponsal de Clarín osó comparar las deliberaciones en El Alto a los soviets de 1917). La cuestión del armamento de las masas ha pasado a ser decisiva, y es ahí adónde debe apuntar la solidaridad internacional. La posibilidad de provocar deserciones en el ejército depende, en gran medida, de la capacidad del pueblo de hostigarlo y enfrentarlo con las armas. En esta política se resume la cuestión del desarrollo de una dirección revolucionaria en Bolivia.
La contrarrevolución podría anotarse algunos avances ‘tácticos’ (como ya ha ocurrido) en función de la confusión política que aún existe en las masas, pero va a contracorriente de la situación internacional en su conjunto, en especial América Latina. Las que se agotan a una gran velocidad son las recetas democratizantes.