Matrimonio igualitario en Cuba

Escribe Olga Cristóbal

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El Parlamento cubano aprobó el martes “la versión final del esperado Código de Familias que será sometido a consulta popular a principios de 2022”. El Código de Familias “incluye una definición de matrimonio que abre la posibilidad a la unión entre personas del mismo sexo y de que puedan adoptar”.

¿Aplausos? En primer lugar, se podría decir que el castrismo se tomó 70 años para hacer lo que la Revolución de Octubre hizo, un siglo antes, en solo cinco años: establecer condiciones igualitarias para las uniones entre personas del mismo o de distinto sexo.

En 1922, el gobierno bolchevique le contestó a la jefatura de Ejército Rojo que no era de su incumbencia ni de la incumbencia del Estado Obrero opinar sobre el casamiento entre una soldada y otra chica, en lo que se puede considerar el primer reconocimiento estatal de la unión de dos mujeres en la época moderna. Léase bien: no legisló sobre el matrimonio, contestó que la convivencia decidida libremente por dos adultas estaba fuera del control del Estado.

El actual “avance” cubano, en grado de tentativa, nace de una agachada: en 2018 la burocracia sacó el artículo sobre el matrimonio igualitario del borrador de la Constitución reformada y mantuvo la definición vaticana de que el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer.

Fue la timorata respuesta del castrismo a la presión de las Iglesias Católica y Evangélica, que empapelaron las calles contra el matrimonio igualitario y las relaciones homosexuales con o sin matrimonio. Mariela Castro, diputada y directora del Centro Nacional de Educación Sexual, reconoció en ese momento: “Grupos de fundamentalistas religiosos están tratando de chantajear al gobierno cubano”.

Las iglesias convocaron a los feligreses para “alabar el diseño original de familia” y la burocracia metió violín en bolsa y anunció que la definición quedaría sujeta a la sanción del nuevo Código.

Esta postergación incluía una flecha envenenada: el Código de Familia debería pasar por un referéndum. (TWP 4-8-2020).

No hay que ser muy avispado para saber que no corresponde que los derechos sean sometidos a referéndum. Y mucho menos los derechos de una minoría largamente oprimida, como es el caso de la disidencia sexual cubana, sometida en la década del 60 a escuelas y campos de reeducación -de trabajos forzados- en línea con las atrocidades homofóbicas de la psicología soviética, y la persecución de intelectuales como Reinaldo Arenas.

Fidel Castro lo había dejado claro en 1965: "Nunca hemos creído que un homosexual pueda personificar las condiciones y requisitos de conducta que nos permitan considerarlo un verdadero revolucionario. Una desviación de esa naturaleza choca con el concepto que tenemos de lo que debe ser un militante comunista". A imagen y semejanza del stalinismo, que también quiso a sus ciudadanos prolijamente heteronormados y -deshaciendo los logros de Octubre- volvió a incluir la homosexualidad en el Código Penal.

La homofobia del aparato del Estado cubano no es historia vieja: el Instituto de Radio y Televisión Cubano suele censurar los besos entre hombres de las producciones, o descalificar a periodistas y locutores porque “no tienen voces suficientemente masculinas”. Forma parte del repertorio de controles de la burocracia sobre el pueblo cubano.

En pleno proceso de ‘ajuste’ contra los trabajadores y concesiones al capital, en pleno idilio con el Vaticano, la burocracia cubana apenas si puede entregar una promesa chueca a la disidencia sexual. El destino de las libertades, incluida las de la igualdad de derechos de las minorías sexuales, no pueden separarse del programa de liberación social de todos los explotados.

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