Escribe Jorge Altamira
Publicado en Newsweek Argentina www.newsweek.com.ar, 12/12.
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En el sistema judicial, el procedimiento empleado para la obtención de pruebas es tan importante como su contenido. No es aceptada, por ejemplo, la prueba obtenida por medio de un espionaje no autorizado por el Poder Judicial. Si el llamado “hackeo” es tipificado como una violación de la intimidad personal de los individuos, las pruebas que haya logrado reunir son de nulidad absoluta.
Este orden de cosas ha llevado a distintos periodistas y políticos a impugnar las evidencias obtenidas de los “chats” registrados de un grupo de Telegram constituido por jueces, fiscales, funcionarios de gobierno y “operadores” multiuso. La causa abierta contra el “Grupo de Lago Escondido” por un abogado rionegrino es anterior a la revelación de esas conversaciones y se limita a una denuncia por dádivas e incumplimiento de deberes de funcionario público. Las revelaciones del ‘hackeo’, por el contrario, podrían sumar una causal de conspiración para delinquir. En el plano estrictamente político revela una promiscuidad entre funcionarios judiciales, ministros macristas y operadores varios (incluidos kirchneristas). Son, con yapa, quienes forman el elenco estable de la campaña judicial contra el kirchnerismo y las “defraudaciones contra el Estado”, desde la vicepresidenta hacia abajo.
Con independencia de las tipificaciones de los códigos judiciales, el “hackeo” de las “intimidades” de los funcionarios públicos es un derecho democrático. No puede ser desconsiderado políticamente, ni como ilegal, incluso, como sería en este caso, si se trata de una operación del aparato del kirchnerismo. Según los medios, fue el teléfono de López el que aportó las pruebas decisivas contra Cristina Fernández en el asunto de Vialidad.
La protección de la “intimidad” de las personas sólo puede referirse a la de los ciudadanos corrientes. Cuando se trata de agentes del poder, proteger esa “intimidad” apunta a proteger las arbitrariedades que se traman desde el poder. No es cierto el adagio conservador que dice que “el derecho de uno termina cuando comienza el derecho del otro"; bien mirado es una falacia lógica que cercena el derecho del uno y el otro. Lo que sí es cierto es que el derecho de la ciudadanía en general termina cuando empieza la reserva y el secreto que protege al Estado y a la propiedad privada. Es un derecho que termina sin haber empezado nunca. En el intercambio de informaciones que, por ejemplo, negocia Massa con el Departamento de Justicia de Estados Unidos, las cuentas bancarias de los no residentes y las operaciones de los bancos que habilitaron su apertura deben seguir en secreto, protegidos por el IRS norteamericano (Income Revenue Service) y por la AFIP.
Quienes se fingen campeones de la libertad de información y de expresión se cuidan mucho de no impugnar el secretismo del poder y de las corporaciones capitalistas. Son corporaciones, ellos mismos. Pero los “hackeos” tienen una gran historia, desde mucho antes de Watergate y Wikileaks. Julian Assange está pagando con su vida el enorme trabajo de revelación de los complots bélicos del Gobierno norteamericano, en una formidable anticipación de la guerra actual en Europa y en el resto del mundo. Los medios de comunicación que no informan el contenido de los “hackeos” violan el derecho a la información.
Estados Unidos tiene, sin embargo, una tradición de defensa de la filtración de información, que nace con la independencia del país. El “whistleblower” (denunciante oficioso, un héroe nacional en el pasado) es objeto ahora de ataques. Se están tramitando proyectos de ley contra esa institución, bajo el pretexto de “falsas alegaciones o reclamos” (false claims). Entre los temas más protegidos por los Estados y los poderes judiciales, incluida la Corte Penal Internacional, están las cláusulas secretas de los tratados internacionales. La organización política internacional del capitalismo es un sistema de conspiración contra los pueblos.
La defensa del derecho al “hackeo” no significa que sea un instrumento efectivo para hacer valer la democracia. El “hackeo” es, en una gran medida, un monopolio de los Estados y sus servicios de inteligencia, fuera del alcance de la ciudadanía, y un instrumento de espionaje entre Estados. El “hackeo” al “chat” de Lago Escondido ha sido atribuido a la Policía Aeronáutica y formaría parte del Proyecto X, que es usado para espiar a militantes y organizaciones populares.
Según Alconada Mon, en La Nación, el ministro larretista D’Alessandro se ha negado a colaborar con la investigación del “hackeo” a su teléfono, para evitar que trascienda la totalidad de lo hablado en el “chat”. Por eso, algunos diarios lo dan por cesanteado para después de las fiestas. Los “whistleblowers”, los “leakers” y los “hackers” no son instrumentos idóneos para imponer la vigencia de la democracia. En algunas ocasiones, sirven para denunciar la naturaleza corrupta y conspirativa de la “democracia” en las condiciones del capitalismo.
Los trabajadores y la ciudadanía no pueden delegar la lucha por la democracia; los francotiradores no son sustituto de la lucha colectiva. El derecho al “hackeo” es un derecho contra el poder. Estos episodios de guerra informática y judicial reflejan la descomposición política del Estado. Sirven sí como lección política, pues desnudan la decadencia irrevocable de la democracia capitalista, incluso en países, como Argentina, que nunca conocieron una etapa de florecimiento.