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Bolivia atraviesa una crisis política de características propias, mientras en otros países de América Latina se desarrollan procesos políticos que ponen al desnudo una crisis generalizada de regímenes políticos y una tendencia a la iniciativa y a la rebelión popular. En Chile la rebelión popular adquiere facetas aún más combativas, en tanto que en Ecuador se agota el compromiso entre las organizaciones indígenas, de un lado, y el gobierno proimperialista del otro. Más al norte, los comicios municipales en Colombia han registrado una derrota inapelable del uribismo, en tanto que en Argentina el fracaso estrepitoso del macrismo ha desembocado en una transición de alcance incierto ante la magnitud de la crisis financiera, industrial y social. Un síntoma poderoso del terremoto político por el que atraviesa el continente, ha sido la reacción destemplada de fascista brasileño, Messias Bolsonaro, en un marco de choques con los grandes medios de comunicación y tensiones en el gabinete que controla la cúpula de las fuerzas armadas.
El detonante de la crisis boliviana ha sido la aparente irregularidad en el conteo de los votos de la elección del 20 de octubre pasado y el estrecho margen que se atribuye el gobierno sobre la oposición para evitar una segunda vuelta electoral. Evo Morales se presentó a la reelección, violentando un referendo, hace dos años, que le negó esa posibilidad. El gobierno indigenista es acusado de violar dos veces la legalidad constitucional. El 46 y pico por ciento que se atribuye el oficialismo es, por otra parte, el registro más bajo que ha obtenido EM desde la primera elección en 2005, y veinte puntos inferior al de hace menos de una década. Todo esto combinado describe una crisis de régimen político, que todavía debe ser explicada.
Como ocurre con el resto de América Latina, Bolivia se encuentra afectada por el retroceso del precio internacional de las materias primas – en este caso, el gas, el petróleo y la soja. Por eso, los índices fiscales y del comercio exterior acompañan el de los votos. La declinación económica explica el descontento de la oligarquía de Santa Cruz, que ya no acepta la presión impositiva de la fase de euforia. Al final de la década pasada, el Altiplano y Santa Cruz parecieron encaminarse a una guerra civil, debido a la oposición cruceña a una reducción del tamaño de los latifundios que preveía un nuevo proyecto de Constitución. El compromiso alcanzado en aquel momento satisfizo tanto a la oligarquía, que el MAS de Evo se llevó el 54% de los votos de la región. El entrelazamiento entre el indigenismo y la oligarquía quedó expuesto hace muy poco cuando los latifundistas procedieron a la quema de bosques en la Chiquitanía con la complicidad del gobierno central. Los planes de la oligarquía en esta materia son, sin embargo, mucho más amplios. Empalman con los de Bolsonaro, un protagonista central en la crisis corriente en Bolivia.
La denuncia del proceso electoral ha ido escalando a niveles colindantes con el golpismo. Del reclamo para que se convoque a la segunda vuelta o de que vote de nuevo, se ha pasado a la exigencia de la renuncia de Evo Morales. La aceptación de una auditoría de la votación, por parte de la OEA, es rechazada por la oposición e incluso por el secretario general, Luis Almagro. La presión para que Evo se vaya es ahora internacional. Comienza a montarse una operación Guaidó para Bolivia. El movimiento secesionista cruceño – la extrema derecha – ha emplazado a Evo a que se retire del gobierno en 48 horas. Todo indica que se ha puesto en marcha un proceso que revierta las derrotas de Macri y Uribe, el fracaso del golpe en Venezuela, y por último las rebeliones chilena y ecuatoriana.
El oriente boliviano es una zona con alta influencia de capitales brasileños, más allá de la dependencia de Brasil del gas boliviano. Este cuadro se repite en Paraguay, donde los brasiguayos y la burguesía brasileña en general se complotaron para derrocar a Lugo. En el caso de Bolivia la batuta la lleva Bolsonaro, sin que todavía quede claro el grado de intervención de la cúpula militar. Un envolvimiento del estado mayor del ejército convertiría a la crisis boliviana en internacional. Alberto Fernández se ha hecho el otario en todo este asunto, siguiendo el ejemplo de Perón ante los golpes en Uruguay y Chile en 1973. La declaración de AF en México, en el sentido de que la política exterior de Argentina no será “ideológica”, insinúa una abstención cómplice con el golpismo. En su momento, CFK y Dilma Roussef (más Lula) asistieron impasibles al golpe contra Lugo, que luego la ex presidenta de Brasil pagaría a sus expensas.
Sin dar ningún apoyo a la pureza de la elección comandada por Evo Morales, es necesario establecer una clara línea de lucha contra el golpe brasileño-cruceño-trumpista. Las centrales obreras e indígenas oficiales apoyan incondicionalmente al gobierno, pero otras, en Potosí, por ejemplo, y varios otras, levantan la bandera de la ‘democracia’. Es decir que la dirección política de la crisis se encuentra monopolizada por ambos bandos capitalistas de la crisis (la burguesía indigenista, de un lado, y la oligarquía de oriente, del otro). La derrota del golpe, por medio de una acción de masas, repita en mucha mayor escala la marcha indígena del altiplano a oriente en 2007, es una prioridad. Sobre la base de una derrota completa del golpe de Bolsonaro y la oligarquía cruceña, deberá plantearse la convocatoria de una Constituyente Soberana.