Escribe Jorge Altamira
Ponencia preparada para el 2º Evento León Trotsky, San Pablo, 21 al 25 de agosto de 2023.
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Es incuestionable que el tema excluyente para internacionalistas y partidarios de reconstruir la IV Internacional -el legado fundamental de León Trotsky- es, en la situación histórica presente, la guerra imperialista mundial. La cuestión de la guerra, la expresión más alta de la explosión de las contradicciones capitalistas, ha sido siempre decisiva en la historia del movimiento obrero internacional. Ha sido el impulso fundamental para el surgimiento de la I° Internacional (Riazanov) y de la Internacional Comunista, y de la proclamación de la IV° Internacional. Ha sido el centro del debate en los congresos de la II° Internacional entre las tres corrientes que partieron hacia rumbos estratégicos diferentes en la primera guerra mundial –el social-imperialismo, el centrismo y el bolchevismo-.
La guerra mundial que se desarrolla en el presente entre la OTAN y Rusia se inscribe en la agenda histórica del pasaje del capitalismo de libre competencia al imperialismo. No es, por lo tanto, una cuestión de raíz ‘geopolítica’ ni siquiera para los Estados Mayores. Es la culminación necesaria de las contradicciones explosivas del capitalismo agonizante o en transición. La guerra no es la expresión de una tendencia a la extensión territorial de una o varias potencias imperialistas, porque su base histórica es el capital financiero. El período de agregación y desagregación territorial que caracterizó a la formación de los estados nacionales ha concluido hace largo tiempo. Las guerras imperialistas son la expresión de la contradicción entre la internacionalización alcanzada por las fuerzas productivas, de un lado, y el marco histórico agotado de los Estados nacionales, del otro. La formación del imperialismo y las guerras imperialistas constituyen recursos históricos del capital para contrarrestar la tendencia descendiente de la tasa de ganancia, el bloqueo a la acumulación capitalista y la tendencia a la disolución del capitalismo mismo como modo de producción social. La guerra de la OTAN y Rusia y la preparación sistemática de la OTAN de la guerra contra China deben ser colocadas en una perspectiva histórica más amplia que la que ofrecen la combinación de peculiaridades de este conflicto.
La guerra que se desarrolla en Europa e incluso más allá de ella es la expresión de este fenómeno de conjunto. Marca, asimismo, un giro estratégico en la crisis mundial abierta por la disolución de la Unión Soviética o, en palabras de Kissinger y del alemán Scholz, “un cambio de época” (la expresión fundamental de Lenin para caracterizar la primera guerra mundial). La autonomía nacional de Ucrania, que no consiguió pisar terreno firme desde su separación de la URSS, ha quedado definitivamente comprometida –lo contrario de lo que sostienen quienes apoyan a la OTAN-. Ucrania se ha convertido en una colonia económica, política y militar de la OTAN, muy lejos de una autonomía nacional. El fondo BlackRock se ha convertido en la caja financiera de una dudosa reconstrucción de Ucrania, siempre y cuando logre confiscar en su beneficio las reservas internacionales de Rusia congeladas por la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra. Se trata de la misma corporación financiera a la que la Reserva Federal ha entregado el manejo del mercado de la deuda pública de Estados Unidos. Entre la dependencia de la OTAN, por un lado, o la partición de su territorio por parte de Rusia, del otro, Ucrania sólo encontrará la ruta de la autonomía nacional por medio de la derrota de ambos bandos en esta guerra, o sea, por medio de una revolución socialista internacional.
La curva de la declinación del capitalismo desde finales de la década del 60, luego de haber concluido largamente la reconstrucción de la última posguerra, ha sido documentada sólidamente. Ese período de ‘reconstrucción’, no obstante, fue logrado a expensas de la agonía final de cuatro de las potencias imperialistas precedentes –el Reino Unido, Francia, Japón y, por cierto, la segunda debacle de Alemania-. La larga recesión de 1973/77 inauguró una nueva etapa. El derrumbe de la Bolsa de Nueva York, en 1987; la larga crisis que arrancó en el Sudeste de Asia y se extendió a Rusia, Brasil, Estados Unidos y Argentina y, finalmente, la bancarrota mundial provocada por el hundimiento de las ‘subprime’, en 2007/8, han sido otros tantos capítulos de nuevos estallidos financieros de mayor envergadura. En esencia, ha dejado al desnudo los límites del capital ficticio para contrarrestar la tendencia a la caída de la tasa de ganancia industrial. La deuda mundial es cinco o seis veces el equivalente del PBI mundial, cuando en la década del 50 del siglo pasado ese PBI constituía el doble de la deuda internacional. Una reversión de esa magnitud ha puesto en crisis la capacidad de los bancos centrales de amortiguar las crisis recurrentes, como lo demuestra la elevación desproporcionada del aumento de las tasas de interés de referencia, que tiene un impacto demoledor en empresas y Estados altamente endeudados.
La bancarrota de 2007/8 significó un punto de inflexión en la cadena de crisis internacionales. Los niveles extraordinarios de endeudamiento público, por un lado, y del privado, por otro, comienzan a producir una cascada de insolvencias, como las que han afectado a los bancos regionales norteamericanos y al Crédit Suisse. La tendencia al default de más de una decena de Estados emergentes es irreversible, lo mismo ocurre con la quiebra de las empresas ‘zombies’. El derrumbe del sudeste asiático ha profundizado las tendencias deflacionarias.
Este desarrollo ha marchado en paralelo a la penetración capitalista en el conjunto del ex bloque soviético y en especial en China. La apertura al mercado mundial de las economías estatizadas debía representar, en tesis, una válvula de salida a la tendencia a la caída de la tasa de beneficio del capital. En la biografía escrita por el periodista Bob Woodward, Alan Greenspan, el expresidente de la Reserva Federal, afirma que la disolución de la URSS había sido el factor fundamental del alza continua de la Bolsa de Nueva York. El ingreso de Rusia y especialmente de China aceleró, sin embargo, la crisis mundial. China se convirtió de proveedor de bienes baratos de consumo en competidor internacional en la industria y la alta tecnología y en una máquina de sobreproducción mundial, por ejemplo, en el caso del acero. Reforzó las tendencias deflacionarias en la industria y la depreciación de la fuerza de trabajo a nivel internacional. La creación de capital excedente desató, asimismo, una tendencia a la exportación de capitales y financiamiento bancario de parte de China –en parte, a través de la conocida ‘ruta de la seda’-. Reprodujo un movimiento parecido a la larga depresión de 1873/90, cuando el capital europeo invadió la periferia de la economía mundial para contrarrestar la caída de la tasa de beneficio en las metrópolis (un factor eficaz en el ingreso a una etapa imperialista). El protagonismo de las inversiones en infraestructura en el programa de la Ruta funciona como salida a la crisis residencial, industrial y bancaria que se desarrolla en China. Los capitales excedentes de la mayor parte del mundo emigran a Estados Unidos. Incrementan el déficit del comercio exterior y de la cuenta corriente norteamericana y generan una tendencia a la guerra comercial y financiera. Bajo la superficie de una rivalidad ‘geopolítica’ se desarrolla un estallido de todas las contradicciones acumuladas desde la restauración del capitalismo en Rusia y China. Las bases económicas de una guerra mundial imperialista están firmemente asentadas. En este choque de conjunto, la guerra ‘en Ucrania’ asume un carácter esencialmente mundial.
La refutación de la “geopolítica” es la premisa ineludible para caracterizar la presente guerra en desarrollo en Europa y potencialmente en Asia. Este ha sido el método fundamental de León Trotsky en la primera y segunda guerra. Desmitificó el carácter ‘regional’ de la guerra de los Balcanes, a la que presentó como el prólogo de la guerra mundial inminente. Cuando Stalin defendió el reparto de Polonia con Hitler, con el argumento de que era una barrera defensiva territorial de la URSS (es lo que repite Putin cuando anexa las regiones ‘rusófilas’ de Ucrania), Trotsky señaló que era lo contrario: el establecimiento de una frontera directa con Alemania. Las consideraciones de orden geopolítico sirven para justificar nuevas guerras. Para Trotsky, la defensa incondicional de la URSS, en la segunda guerra, no tuvo un carácter patriótico, sino internacionalista: pasaba por la lucha contra la guerra imperialista y por asegurar la defensa de la Unión Soviética mediante una revolución política. Este contencioso fue el principal debate en las filas de la IV Internacional en aquella guerra.
La guerra imperialista es, fundamentalmente, un método del capital para sumir al proletariado en la barbarie y someter a la fuerza de trabajo a una explotación sin límites. Está ligada doblemente con el fascismo, aunque se libre con las banderas de la democracia: es preparada, por un lado, por la demagogia y la movilización nacionalista y, por el otro, refuerza el estado policial ligado a la guerra. Es lo que ocurre, en la actualidad, en Ucrania, en Rusia y en otros países. Zelensky ha derogado el derecho laboral con el pretexto de la defensa nacional (una militarización del trabajo, eventualmente bajo un ropaje constitucional), mientras la oligarquía se enriquece en forma bochornosa, como lo informa la prensa internacional. Putin, por su lado, arresta a opositores e incluso disidentes de su propio campo y adopta medidas de excepción para asegurar la posibilidad de una movilización bélica nacional. El caso de Trump es muy instructivo, porque se vale de la crítica a la guerra de la OTAN contra Rusia para desprestigiar y desbancar a las elites democráticas, mientras propugna una guerra a ultranza contra China.
La fuerza motriz de la presente guerra es la declinación económica y política de Estados Unidos. El equilibrio interior de Estados Unidos depende de la conservación de su hegemonía mundial. La decadencia económica y social de Estados Unidos arrastra, a su vez, al conjunto de la economía mundial. El retroceso social en Estados Unidos es manifiesto. Es lo que puso en evidencia el ascenso de Trump a la Presidencia y el golpe del 6 de enero de 2021. Trump, sin embargo, atribuye el retroceso norteamericano a las guerras; se presenta como un pacifista de ultraderecha, al igual que lo hacen algunos fascistas en Europa, y se emparenta con Putin y Xi. Pero para Trump, la precondición de una guerra ‘victoriosa’ es una regresión nacional de las fuerzas productivas y una reorganización fascista del Estado.
En el estadio histórico alcanzado por el capitalismo, la declinación del imperialismo norteamericano constituye una estación final. No abre paso a la hegemonía de otro imperialismo ni tampoco a un mundo “multipolar”; conduce a la extensión de la guerra y a la barbarie. La China ‘postcomunista’ se saltó varios estadios de desarrollo: nació directamente como un régimen económico de monopolios estatales y privados tardío, cuyo Estado se confunde con las estructuras de la burocracia del régimen precedente. Es otra gran manifestación del desarrollo combinado, o sea, de la forma más explosiva de la contradicción en los términos de la dialéctica. El Estado legitima una ’ideología comunista’, mientras preside un régimen de explotación despiadado. El proletariado de China, por su lado, el de mayor crecimiento en el mundo, ha perdido la protección social del régimen anterior, sin ganar la que tiene el de los países capitalistas. Antes de convertirse en imperialista, deberá lidiar con contradicciones explosivas en una economía mundial históricamente en decadencia. China es exportadora de capitales, pero reglamentada por el Estado, y la mayor receptora de capitales en el último medio siglo. Su influencia económica no tiene todavía una dominación política equivalente, como ocurrió con el desarrollo histórico del imperialismo. Podríamos decir que se encuentra en un estadio similar al de Alemania en las décadas subsiguientes a su unificación estatal, pero cuando la economía mundial ya ha sido repartida y vuelta a repartir entre las distintas potencias. Exporta capitales, pero aún se financia en Nueva York y la importación de capital alimenta la Bolsa de Shanghai. Forma parte del FMI y del sistema Swift de clearing financiero.
La guerra entre la OTAN y Rusia no se circunscribe al cuadro europeo –es esencialmente un ensayo general de una guerra contra China–, su eje no es la democracia en general ni la independencia de Ucrania en particular. En cualquier arreglo entre la OTAN y Putin, la principal víctima será Ucrania, o sea, los trabajadores ucranianos. La bandera de un mundo “multipolar”, como la exhiben Putin y especialmente Xi, equivaldría a restablecer una economía mundial de libre competencia en la época imperialista. El planteo reúne todas las características de una utopía reaccionaria. Proyecta una revigorización de los Estados nacionales cuando la internacionalización de las fuerzas productivas los ha remitido a la condición de agentes político-militares del capital financiero. Un concierto entre Estados nacionales es, con toda evidencia, una fantasía. Mientras pregonan un pacifismo de contramano, los Estados que profesan la “multipolaridad” aumentan groseramente los presupuestos de guerra. El intento “multipolar” ha sido anticipado por la Unión Europea, que es lo contrario de eso. La UE es una pseudoconfederación entre Estados desiguales –unos dominantes y opresores (Francia, Alemania, Italia, Holanda) y otros dependientes y oprimidos (España, Portugal, Grecia, el resto de los Balcanes y el conjunto de Europa central). La corriente tradicional de la IV Internacional lo ha convertido en el estado de transición hacia una Europa socialista, sin el paso simultáneo del derecho a romper con la UE y del derecho mismo a la autodeterminación nacional. Esa confederación “multipolar” no ha podido amortiguar la crisis económica mundial ni ha evitado el retiro de Gran Bretaña, mientras le niega el derecho a la “multipolaridad” a Escocia, Gales, Cataluña y el País Vasco, o la unidad de Irlanda. La gigantesca asfixia impuesta a Grecia ha dejado en claro su condición de federación colonial. La guerra actual ha convertido a la UE en un peón “multipolar” de Estados Unidos y una rueda auxiliar de la OTAN. Ha mostrado sus contradicciones insalvables.
El otro elemento dinámico de la guerra actual es la disolución social y política de la Unión Soviética. Rusia va a la guerra desde la debilidad, no de la fuerza. La decadencia de Rusia es fenomenal, una sombra chinesca de la URSS, incluso en el plano militar. El curso de la guerra ha mostrado que carece de un verdadero estado mayor y de un ejército preparado de combate; las compañías de mercenarios han jugado un papel más relevante que la de sus equivalentes norteamericanos en Irak, Libia o Afganistán. De ahí el recurso a los misiles ultrasónicos y a las amenazas nucleares.
Las partes constitutivas de la ex URSS se han transformado, con Rusia incluida, en agencias del imperialismo mundial y en eslabones de la cadena imperialista. Además, en Estados macartistas y policiales. La contrarrevolución ‘democrática’ que disolvió la Unión Soviética ha creado un vacío histórico a nivel mundial. La Revolución de Octubre no ha sido sustituida por ninguna otra construcción histórica; el ‘capitalismo’ ruso tiene por base una oligarquía advenediza, sin los atributos que otorga un largo desarrollo nacional; es un remedo de Estado que no ha atravesado ninguna experiencia histórica. Está dirigido por una burocracia ‘sui generis’, constituida esencialmente por los servicios de seguridad, que ha pasado de la protección de un Estado con supervivencias obreras o socialistas, a regentear el patrimonio público como cosa privada. Las Fuerzas Armadas son un reflejo de esta realidad ahistórica.
Este vacío histórico ha abierto la masa continental euroasiática a las ambiciones del imperialismo. Presentadas como apetitos territoriales o geopolíticos, son objetivos económicos y sociales, que son irrealizables sin una guerra mundial. Con mucho apresuramiento y mayor ingenuidad, numerosos teóricos y políticos han saludado en el pasado el tránsito ‘pacífico’ de Rusia al capitalismo. Vieron en este tránsito a un régimen deformado sin raíces, una manifestación del carácter histórico artificial de la Unión Soviética y por lo tanto de la Revolución de Octubre. Pero la Revolución de Octubre hunde sus raíces en una historia de revoluciones y en la crisis mortal del capitalismo. Putin busca los fundamentos del adefesio de Rusia nada menos que en el zarismo. La autodisolución ‘pacífica’ de la URSS fue presentada como la prueba definitiva del error del pronóstico alternativo de León Trotsly acerca del destino del Estado obrero degenerado: revolución política o guerra civil y una guerra internacional. La guerra de la OTAN, un paquete de cuarenta Estados de Europa y América, y Rusia, preparatoria de una guerra contra China, no es la primera sino la última prueba del acierto de la caracterización histórica de la URSS y la Revolución de Octubre, por parte de quien ha sido, en definitiva, el más grande de los bolcheviques. La contrarrevolución capitalista hace un trabajo de Sísifo, porque el capitalismo es el partero de la revolución mundial.
El epicentro de la disolución de la URSS, contra lo que indican las versiones interesadas, no ha estado en su periferia sino en su centro. La “independencia” de la propia Rusia fue el slogan político fundamental de la contrarrevolución “democrática”. La oligarquía rusa había encontrado su representante independentista en Boris Yeltsin. Cuando está en boga, como ocurre en estos momentos, la denuncia del imperialismo ruso, es instructivo recordar que este imperialismo surgió de un acto de ‘descolonización’ impulsado desde el centro imperial. Tuvo la forma de un golpe de Estado ‘democrático’ (con bombardeo del parlamento incluido) para ‘emancipar’ a Rusia de la URSS y poner el pie en el acelerador de la restauración capitalista. El remate instantáneo de la mayor parte de los activos industriales del país a precios viles fue amparado por esta ‘democracia’ contrarrevolucionaria, intervenida políticamente por los asesores norteamericanos de Clinton. Para decirlo en forma inequívoca, el modelo del Maidan ucraniano y de las “revoluciones de colores” en el ex glacis soviético fue inventado en Moscú con el apoyo de Washington.
Que las consignas de la democracia sirvan para la contrarrevolución se vio ya en las revoluciones inglesa y francesa de los siglos XVII y XVIII (para acabar con la dictadura de Cromwell, por un lado, y la jacobina, por el otro) y fue firmemente aplicada en París, en 1871, cuando los jefes políticos de la masacre contra la Comuna convocaron al primer régimen parlamentario durable de la historia de Francia. La Revolución de Octubre del 17 terminó con la contrarrevolución democrática de Kerensky y compañía (mencheviques y sociarevolucionarios), en tanto que la victoria de la ‘democracia’ en Alemania terminó con la vida de Luxemburg y Liebknecht y la disipación de la primera ola revolucionaria. Enseguida después de la segunda guerra, una serie de contrarrevoluciones ‘democráticas’, apoyadas por el stalinismo, acabaron con la ola revolucionaria en Europa occidental. Las dictaduras militares de América Latina fueron reemplazadas por democracias contrarrevolucionarias que mantuvieron la legislación comercial y acentuaron el sometimiento político al FMI y a los acreedores internacionales. Diversas corrientes trotskistas caracterizan a las ‘revoluciones coloridas’ como un ‘revival’ de las revoluciones democráticas europeas de 1848, que amenazaban también al mismo zarismo. Confunden la época de ascenso del capitalismo con su decadencia; el esfuerzo de liberar las fuerzas productivas de la carcaza feudal con la destrucción de fuerzas productivas por parte del imperialismo. En este caso, “el peso muerto del pasado” hace mucho más que “oprimir el cerebro de los seres vivos”; simplemente, lo vacía. En aquellos años, la Inglaterra liberal era una aliada firme del zarismo, en tanto que en la actualidad la oligarquía rusa sigue acumulando riquezas en la Bolsa de Londres, bajo la protección de la Justicia británica.
Una de las contrarrevoluciones ‘democráticas’ más instructivas, si no la mayor, fue la que terminó con el régimen stalinista en Polonia. El golpe de Estado conjunto de las Fuerzas Armadas de Polonia, encabezadas por el general Jaruzelski, con el Vaticano, convirtió a la mayor insurgencia obrera internacional en décadas, en su contrario. Por medio de la represión, el reflujo, la burocratización del movimiento y el copamiento de su plantel dirigente, se aupó al poder una corriente contrarrevolucionaria. La restauración capitalista tuvo lugar mediante la derrota de una enorme tentativa de revolución política de la clase obrera.
La transición de los restos del Estado obrero degenerado a la gobernanza capitalista no fue para nada pacífica y lo será menos de aquí en más, incluida una guerra mundial. El régimen de Yeltsin y de los asesores de Clinton llevó a Rusia al borde de la disolución nacional, no solamente porque las principales ciudades se convirtieron en territorios de bandas armadas de oligarcas. En 1997, la crisis mundial convirtió a Rusia en una economía de trueque; el tejido multinacional quedó roto; fue un anticipó de futuras catástrofes. Dejó al desnudo el objetivo estratégico del imperialismo norteamericano: la conquista económica y política del hinterland euroasiático y de la industria de tecnología de Rusia. Se trata, por supuesto, de un hinterland en disputa, no solamente con Alemania y Japón, sino también con China. Un colapso del régimen de Putin desataría una guerra interimperialista entre potencias tanto occidentales como orientales. La oligarquía rusa, en la crisis de 1997, comenzó a vender los activos malhabidos al capital norteamericano, en particular en cuanto al gas y el petróleo (el intento de venta más importante, el del principal activo petrolero ruso acaparado por el oligarca Khodorovsky a Exxon).
Este proceso ocurrió en paralelo con una guerra verdadera, la de la OTAN, para disolver la Federación Yugoslava. Devolvió la cuestión balcánica al impasse de principios del siglo pasado, cuando detonó la primera guerra mundial. La guerra contra la Federación Yugoslava dejó abiertas de par en par las puertas de la colonización económica de Europa del Este, en especial Polonia y Alemania. El cerco financiero y geopolítico del imperialismo mundial a Rusia ha sido reconocido por los “think tanks” de la OTAN, tanto los conservadores como los liberales. Los compromisos de no extender la OTAN fuera de los límites preexistentes quedaron en saco roto, en particular, la ilusión de Putin de que Rusia fuera integrada al directorio imperialista internacional, en el G-20, el G-8 y la propia OTAN. Es de nuevo muy instructivo que el derrocamiento del gobierno de Yanukovich en Ucrania, en 2014, no obedeciera a la controversia entre dictadura o democracia, sino al recule del gobierno prorruso del compromiso de integrar Ucrania a la Unión Europea, o sea, redefinir su dependencia extranjera a favor del capital occidental y el FMI. El golpe de Estado de febrero de 2014 constituyó un giro político de la oligarquía ucraniana de Moscú a Bruselas y a Washington. Un oligarca, Poroshenko, y luego, Zelensky, el delegado del oligarca Igor Koloimiski, de la región de Dnipro, asumieron los gobiernos de esta ‘revolución democrática’. La cuestión de la independencia real y efectiva de Ucrania no estuvo nunca sobre la mesa. Lo que se puso en cuestión fue el realineamiento de Ucrania con uno de los bandos imperialistas, como ocurría también en Georgia. El detonante de la invasión rusa a Ucrania fue la capitulación de Alemania ante el ultimátum norteamericano contra la activación del gasoducto Nord Stream 2. Fue una exigencia imperiosa tanto del antieuropeo Trump como del europeísta Biden. Lo dice con todas las letras Daniel Yergin, el mayor especialista norteamericano en energía fósil. Rusia era separada de un solo cuajo de la economía internacional. Uno de los propósitos de este boicot era obligar a Putin a renovar el paso del combustible por Ucrania, futura socia devaluada de la UE y la OTAN. El abastecimiento de gas a Europa ha pasado a las compañías norteamericanas, que lo transportan y regasifican en los puertos de España. El precio del gas licuado de Estados Unidos ha llegado a alcanzar un nivel seis veces superior al del gas natural ruso, que deberá pagar la industria europea, en especial la alemana. Esto es lo que realmente ocurre en la guerra entre la democracia y el autoritarismo.
El régimen de Rusia ha sido caracterizado como imperialista y lo es, efectivamente. Pero no lo es en el sentido de la dominación política del capital financiero sobre naciones atrasadas o subordinadas. La ley del desarrollo combinado se aplica en este caso con plenitud. El mismo imperio zarista fue un régimen semicolonial y al mismo tiempo imperialista. La autocracia zarista se formó mediante agregaciones militares de pueblos y nacionalidades, para resistir la presión asiática y también europea (la guerra contra Suecia en el siglo XVII). Desenvolvió de este modo, como lo han investigado varios historiadores, un imperialismo territorial; Lenin caracterizó al Zarismo como un imperialismo feudal. De otro modo no se hubiera podido referir nunca al derecho de “autodeterminación nacional”. La burguesía rusa, nacida muy tardíamente, se enancó en este imperialismo para aprovechar los privilegios que representaban las zonas protegidas por el imperio, que compartió, en forma desigual, con el capital anglo-francés. Una anexión de Ucrania, por parte de Putin, representaría la creación de una nueva frontera estatal y un área de explotación económica. Pero la guerra en desarrollo no es el producto de enfrentamientos particulares u ocasionales, sino una explosión, incluso si fue metódicamente preparada, del conjunto de las contradicciones del capitalismo.
La guerra actual es, por lo tanto, una guerra imperialista, de uno y otro lado, incluso con la salvedad, que no es menor, de que, de un lado, se encuentra el imperialismo histórico mundial y, del otro, Rusia, una potencia menor. Rusia, o más correctamente Putin, cuenta con una base militar de apoyo a su aventura reaccionaria sólo hasta cierto punto, porque esa base militar está condicionada a la evolución política de la guerra. Intenta agrupar detrás de ella a un conjunto de potencias, como China o India, pero que tiene un carácter ambivalente y oportunista. Rusia es el principal proveedor de armamento a India, la cual integra, al mismo tiempo, alianzas militares con Estados Unidos en las fronteras de China. No tiene sentido, como se ve, hablar de una guerra “ofensiva”, de un lado, y “defensiva”, en el otro; lo que importa, como siempre en una guerra, son los intereses sociales reaccionarios en disputa.
La OTAN ha ‘provocado’ a Rusia como, a su modo, Rusia a la OTAN. Rusia reclama un lugar en el directorio del imperialismo y la preservación del “espacio exterior vecino”; la OTAN reclama la ‘libertad’ para imponer su superioridad económica, financiera y militar. Putin no es el custodio del “ex espacio soviético”, como lo etiqueta un sector de la izquierda de Rusia y de los Balcanes; es, por el contrario, quien lo ha desmantelado y quien quiere usufructuarlo para la oligarquía local. Tampoco está en juego en esta guerra la ‘memoria’ de la Revolución de Octubre, que ambos bandos pretenden destruir. El legado de Octubre sólo podría estar representado por un partido obrero que combata esta guerra imperialista, convoque a utilizarla para preparar la revolución socialista y propugne una República Internacional de Consejos Obreros (Soviets). Las memorias se recrean y superan por medio de una lucha de clases, que para eso debe ser independiente de todo imperialismo. Putin es el sepulturero del “ex espacio soviético”. Teme, como lo ha declarado en varias oportunidades, que la guerra desencadene una crisis revolucionaria como la que se desarrolló en el 17.
Para algunos, la guerra presente no es de ningún modo imperialista, salvo en lo que corresponde a Rusia. La OTAN estaría apoyando una guerra de liberación nacional. Desde el Tratado de Versalles y del Presidente Wilson, Estados Unidos ha hecho campaña por la autodeterminación nacional, allí donde dominan imperialismos rivales. Nunca en América Latina y el Caribe. La OTAN apoya la liberación de Ucrania respecto de Rusia, para convertir a Ucrania en su semicolonia. La oligarquía de Ucrania apoya una guerra de autodeterminación dirigida a todos los fines prácticos por la OTAN, cuyo propósito último es la sujeción nacional de Rusia. El carácter imperialista de la guerra se reparte, no entre dos, la OTAN y Rusia, sino también Ucrania, e incluso entre cuatro, porque el gobierno fascista polaco ya ha dado a entender su intención de adoptar a Ucrania como hermana menor en una Confederación. De modo que el cacareo acerca de la democracia y la autodeterminación en esta guerra está fuera de lugar: están atrapados por el imperialismo.
Algunos asimilan la intervención militar de la OTAN con la ayuda de “las democracias” a la revolución española. La inexistente ayuda militar de las democracias fue absolutamente secundaria en aquella guerra civil; la preocupación fundamental de Occidente y del stalinismo fue que la República no se convirtiera en una dictadura del proletariado. En Ucrania, por el contrario, la intervención de la OTAN es central y estratégica. Ucrania es hoy, a cualquier fin práctico, un país de facto de la OTAN, una filial de la banca extranjera y del FMI, y su ejército es una división de las fuerzas armadas del imperialismo. Las masas revolucionarias de España eran los contingentes históricos de los explotados de ese país; en Ucrania guardan relación con los agrupamientos nacionalistas pronazis que, en la segunda guerra, eran una vanguardia criminal contra la URSS y cabezas de las masacres de judíos. Esta guerra no es sólo contra el opresor ruso, porque la OTAN ha declarado a China, en el marco de esta guerra, “adversario estratégico” y aún “enemigo existencial”. Ucrania es, lamentablemente para los obreros socialistas de todos los países, un peón de la OTAN en una guerra imperialista.
¿Hasta qué punto estamos en una “guerra mundial” y no en una guerra que podría convertirse en mundial, pero los bandos internacionales en pugna quieren evitar?
La OTAN se ha guardado de enviar tropas en el terreno, pero no desmiente que operen asesores militares de todos los socios de la OTAN y que haya un entrenamiento militar intenso en la misma frontera. La guerra ha venido acompañada de sanciones económicas sin precedentes, que en el pasado hubieran sido consideradas causales de guerra. La guerra ha incursionado al interior de Rusia continental, como en la península de Crimea. La reversión de alianzas y la inestabilidad creada por la guerra amenazan reactivar la guerra entre Azerbaidján y Armenia, y en Siria. Rusia ha bloqueado la salida de cereales de Ucrania por el Mar Negro y, eventualmente, por el Danubio. La posibilidad de una guerra generalizada en África tiene una fecha tentativa –la segunda semana de agosto, cuando debe efectivizarse la invasión de Niger, por parte de la Comunidad de África occidental, y la réplica de Mali y Burkina Faso– todos con algún vínculo con la Compañía Wagner y con Rusia. Polonia ha manifestado la intención de defender militarmente a Lituania y de cortar el nexo entre Rusia y Kalinigrado. Los ejercicios militares frente a China, Australia y Taiwán no dan señales de disminuir. Incluso en Argentina, el financiamiento del FMI se encuentra condicionado a una compra de aviones de guerra norteamericanos en lugar de chinos.
El punto crucial es si existe la posibilidad de un retorno al “status quo ante”. Kissinger, Musk, Lula, Xi, Modi, Ben Salman y el Papa reclaman un cese del fuego, que debería ir acompañado ulteriormente de referendos de autodeterminación en los territorios ocupados y Crimea. Confían en que un empantanamiento prolongado de la “contraofensiva” de Ucrania fuerce una negociación internacional. El éxito improbable de esta propuesta, de todos modos, no sería ninguna vuelta al estadio anterior a la guerra, ni se acerca ni un poco a las grandes cuestiones bloqueadas por la guerra, como sanciones, represalias, salidas a otros conflictos, guerra comercial y financiera. Muy importante, si cabe aún, es el desarrollo de la crisis política en Rusia, que puso en evidencia el levantamiento de Prigozhin y la destitución de jefes del alto mando. La inestabilidad política de los gobiernos en guerra es un factor quizás más importante que las armas mismas. El juicio a Trump en Estados Unidos por el intento de golpe de enero de 2021 podría engendrar un conflicto de poderes y una nueva tentativa de golpe. En Alemania, la coalición gobernante se encuentra en un impasse excepcional por el avance electoral neonazi y por el recrudecimiento de las huelgas. Desde las manifestaciones contra la reforma previsional, el gobierno de Macron está en la cuerda floja –que se podría cortar en caso de una invasión a Niger-.
La partición de Ucrania, sin reconocer formalmente la soberanía de Rusia en los territorios ocupados, es esgrimida favorablemente por quienes la comparan con Corea, donde rige un armisticio desde hace 70 años. Frente a un Norte empobrecido, el Sur ha emergido como una plaza fuerte de los grandes capitales y de la OTAN. Lo mismo podría ocurrir, dicen los abogados de este planteo, en Ucrania, mediante una asistencia económica masiva. Operaría, frente a la zona rusa, como un ‘ejemplo’ y hasta podría servir de cuña para confrontar en el plano económico con Rusia misma y como un factor de disolución nacional. Todo esto, sin embargo, supone el ostracismo de Rusia de la economía mundial y una guerra de alcance mayor.
La guerra de Corea, a principios de la década del 50 del siglo pasado, fue caracterizada en su momento, en la IV Internacional, como el prólogo de una guerra mundial entre el imperialismo y la Unión Soviética. Es hora de un balance. En lugar de un pronóstico tentativo, la corriente de Michel Pablo derivó de esa guerra conclusiones definitivas. Revisó la caracterización de la burocracia stalinista como una casta contrarrevolucionaria y le adjudicó, bajo la presión de una guerra mundial, un carácter revolucionario. Disolvió la categoría de la lucha de clases por el enfrentamiento entre “dos sistemas”. La conclusión práctica de estas tesis condujo a una política de entrismo incondicional en los partidos comunistas y, maniobras mediantes, inició un proceso de fraccionamiento y disolución de la IV Internacional.
El pseudopronóstico pablista fue desmentido por la realidad: la confrontación de “dos sistemas” se tradujo en una “guerra fría”, primero, y en la “coexistencia pacífica” después. Retrospectivamente, se entiende que esta era la variante más probable. En primer lugar, porque la burocracia stalinista era una agencia de la burguesía mundial dentro de un Estado históricamente obrero. Entre el imperialismo y la burocracia rusa seguían vigentes los tratados que delimitaban las llamadas zonas de influencia del uno y la otra. De otro lado, el inicio de una guerra, por parte del imperialismo, luego de las victorias del Ejército Rojo y de la Revolución China, hubieran sido un poderoso acicate a la revolución mundial. Asimismo, tampoco había concluido la etapa del desmoronamiento del colonialismo japonés y, ulteriormente, del francés y el británico –un enorme flanco revolucionario en el tejido imperialista-. Estados Unidos, que había emergido de la guerra como una superpotencia en todos los sentidos de la palabra, adoptó, en estas condiciones, la política de “contención” –en resumen, el reordenamiento del imperialismo mundial y la presión económica y militar sobre el nuevo bloque soviético-. Paralelo a la guerra de Corea, comenzaron los levantamientos obreros en Europa del Este: Berlín, 1953; bajo crisis sucesivas y revoluciones, se ahondó la tendencia a la disolución del régimen burocrático y la dependencia del capital financiero internacional. Fueron las bases de la crisis final. La situación histórica presente es harto diferente: uno, la declinación implacable de Estados Unidos refuerza las tendencias a la guerra de parte del imperialismo; dos, la disolución de la Unión Soviética abre una ventana de oportunidad para esas mismas tendencias. La guerra actual escala sin respiro y se extiende social y geográficamente. Es un punto de inflexión, porque culmina todo un período preparatorio de crisis económicas y políticas mundiales.
Donde no se advierte todavía ese punto de inflexión es en el proletariado internacional, que retoma las luchas e incluso los levantamientos, pero no ha obtenido victorias políticas fundamentales. Este salto se producirá inexorablemente, pero debe ser impulsado y orientado mediante la lucha contra la guerra imperialista de la OTAN y Rusia y de la guerra imperialista en su conjunto. Como método, de todos modos, todo pronóstico debe tener un carácter tentativo, porque depende de la calidad de la dirección de la lucha, de los avances y reveses que acompañan a toda lucha, de los balances y evaluaciones de las propias masas. Pero la marcha hacia ese punto de inflexión es, en las condiciones creadas, indudable.
Volviendo a la crítica a la geopolítica, las guerras no se ganan, necesariamente, con las armas. Lo decisivo es el estadio histórico en que se encuentran las clases en pugna. Es cierto que la guerra de la OTAN no ha encontrado apoyo popular en los países que participan de la guerra y mucho menos en el resto. Tampoco existe, sin embargo, una movilización contra la guerra, luego de dos años, lo cual es todavía más importante. Esto contrasta con las grandes manifestaciones que ocurrieron contra la invasión a Irak. Entre tanto, otras luchas de la clase obrera han crecido en magnitud en Europa y Estados Unidos. Ellas guardan relación con la guerra, porque la guerra ha agravado las condiciones sociales, aumentado muchísimo los presupuestos en armamentos y colocado a la humanidad ante la amenaza de un enfrentamiento nuclear. En el caso de Rusia, se añade la quiebra de una parte de la oligarquía con el gobierno, incluso de algunos sectores militares. Hay manifiestamente una crisis política en desarrollo. La guerra ejercerá una tendencia disolvente creciente en los regímenes políticos en guerra.
De lo que se trata es de convertir a la guerra imperialista contra las masas en una guerra civil contra el imperialismo. Es necesaria una campaña de propaganda y agitación para movilizar a los trabajadores por el fin incondicional de la guerra, una movilización contra cada uno de los gobiernos imperialistas en presencia. Las consignas nacionalistas que pretenden un apoyo a la autodeterminación de Ucrania tienen un carácter reaccionario y paralizante. Las movilizaciones contra la guerra en los países de la OTAN repercutirían poderosamente en Rusia, incluso en China, y también en Ucrania. Ucrania tiene previstas elecciones en poco tiempo, con el arco político antiguerra o prorruso proscripto. La movilización internacional daría fuerza a la oposición política contra el bloque proimperialista de Zelensky. De una u otra manera, la inquietud popular no dejará de manifestarse, en especial, si prosigue la escalada militar. El mundo ‘multipolar’ fue enterrado sin ceremonias en la primera guerra mundial; es una vía muerta. Es la hora del internacionalismo militante y revolucionario.
Buenos Aires, 3 de agosto de 2023