Escribe Mariano Schlez
América Latina en la degeneración burocrática de la III Internacional
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“La Internacional Comunista no soportará cinco años más de errores parecidos (…) Es cierto que, incluso en ese caso, la revolución proletaria terminará por abrirse nuevas vías hacia la victoria: pero ¿cuándo?, ¿y al precio de qué sacrificios, de cuántas innumerables víctimas? La nueva generación de revolucionarios internacionales deberá recoger el hilo roto de la herencia y conquistar de nuevo la confianza de las masas en el más grande acontecimiento de la Historia; el que puede verse comprometido por una serie de errores, de desviaciones y de falsificaciones ideológicas”.
León Trotsky Alma-Ata, 12 de julio de 1928 (1)
La primera mitad de este artículo fue publicada en la revista En defensa del Marxismo N° 52, revista teórica del Partido Obrero (PO). Tal como señala la introducción (que no fue modificada), la segunda parte sería publicada en el número siguiente. No obstante, poco después fui expulsado de la organización, junto a otros mil compañeros, por haber solicitado la formación de una Tendencia pública, cuyo objetivo central era (y es) la recuperación del programa revolucionario del PO. Desde ya, el artículo no fue continuado en el número siguiente de la revista, el que fue utilizado para disfrazar de debate democrático lo que fue una burda muestra del burocratismo de una dirección política que, con este tipo de acciones, se “colocó por fuera” de la tradición revolucionaria del PO. (2)
Publicamos a continuación el artículo completo, en el que queda claro, paradójicamente, que el posteriormente denominado “trotskismo” no fue otra cosa que una tendencia política del bolchevismo, que buscó defender y sostener la tradición revolucionaria de la Internacional Comunista, frente a una orientación burocrática que, desde mediados de la década de 1920, amenazaba con liquidar al partido mundial de la revolución.
El proceso por el cual se impuso la necesidad de fundar una IV Internacional se encuentra vinculado a la degeneración burocrática de su inmediata predecesora, la III Internacional, también denominada Internacional Comunista, durante el período posterior a la muerte de Lenin, en 1924. En aquel entonces, aunque el núcleo de la lucha política se desarrollaba en el seno del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), los combates y debates en torno a la dirección que debía tomar el partido mundial de la revolución abarcó también a los denominados países coloniales y semicoloniales, entre los que se encontraba América Latina. En este artículo nos dedicaremos a un momento particular de este proceso en el cual la Internacional Comunista abandonó su programa revolucionario: el VI congreso, realizado en Moscú a mediados de 1928. No lo haremos en términos generales, sino a través de un análisis de la cuestión latinoamericana, cuyo estudio aún es incipiente en la historiografía. (3)
Para ello analizaremos el papel otorgado a la región latinoamericana en la revolución mundial en los informes oficiales, elaborados por los dirigentes de la Internacional y el Secretariado Latino, Nicolai Bujarin, Otto Kuusinnen y Jules Humbert-Droz. A continuación, resumiremos los debates que ellos generaron en la nutrida delegación latinoamericana, y que dieron lugar a una importante cantidad de críticas. Finalmente, evaluaremos en qué medida ellas fueron incorporadas en las tesis finales del congreso. El artículo concluirá en el próximo número de En Defensa del Marxismo, en el que describiremos las repercusiones que las tesis del VI congreso provocaron, al momento de su divulgación, en América Latina, y el posicionamiento frente a ellas de la Oposición de Izquierda, por medio del análisis de la crítica de Trotsky, exiliado en Alma-Ata.
El triunfo de la Revolución Rusa, en octubre de 1917, representó, para el partido bolchevique, sólo el primer paso en la construcción del socialismo a escala universal. Dicha tarea requería una organización específica, un partido mundial que permitiese la acción conjunta de los explotados bajo una dirección revolucionaria: una Internacional. Fue así como, retomando las lecciones de sus predecesoras, constituyeron la III Internacional con el objetivo de llevar el proletariado al poder más allá de las fronteras rusas.
Pese a las enormes dificultades que atravesó la revolución en sus primeros años de vida, los bolcheviques lograron realizar su primer congreso en 1919, sosteniendo su convocatoria anual durante los siguientes tres años. Una de las cuestiones fundamentales que debió afrontar la nueva Internacional fue establecer un programa revolucionario de carácter global, lo que implicaba una caracterización general del capitalismo en términos históricos, por un lado; y conocer las características políticas y sociales de las diversas regiones y naciones en las que se pretendía intervenir, por el otro. De allí que, durante los preparativos del IV congreso, que se realizó a fines de 1922, Lenin planteó una serie de puntos fundamentales para la discusión en torno al programa general, el que “deberá establecer claramente los tipos históricos básicos de las reivindicaciones de transición de los partidos nacionales dependiendo las diferencias fundamentales de la estructura económica, como por ejemplo Gran Bretaña e India”. (4)
No obstante, la muerte de Lenin, en 1924, significó un duro golpe para el desarrollo de la Internacional, que perdió prematuramente a su principal dirigente. Junto con la derrota de la revolución alemana, el reflujo del movimiento obrero europeo y las dificultades de la transición al socialismo en la Unión Soviética, la ausencia de Lenin desató una lucha por el poder al interior del partido comunista ruso que tuvo repercusiones decisivas para el proceso revolucionario soviético y para la Internacional.
La tormentosa transición que atravesaba la estructura social rusa tomó la forma de dos fuerzas políticas que disputaron la conducción del proceso revolucionario: la dirección oficial del partido, en manos de Stalin, y la oposición bolchevique-leninista, conducida por Trotsky. Su enfrentamiento, de carácter estratégico, se llevó adelante en cada uno de los aspectos particulares de la vida soviética, el partido y la internacional, y se condensó en torno al debate entre el “socialismo en un solo país” y la “revolución permanente”. (5)
El enfrentamiento político agudizó un proceso que se había puesto en marcha en 1923, y que Lenin y Trotsky advirtieron y denunciaron tempranamente: la burocratización del partido bolchevique. Frente a ello, Stalin y sus aliados apelaron a la represión política de la oposición de izquierda, logrando sancionar la persecución al denominado “trotskismo” en el V Congreso de la Internacional Comunista, en 1924. (6) Este proceso tomó carácter mundial con la denominada “bolchevización” de los partidos comunistas, que representó la “estalinización” de las secciones del PC, y que tuvo por objetivo eliminar toda oposición a la línea oficial, en particular a la oposición de izquierda, que comenzó a ser denominada trotskismo. (7)
El V congreso de la Internacional representó, entonces, el inicio de un giro en cuanto a sus objetivos fundamentales: ya no se trataba de concentrar los esfuerzos en llevar al proletariado mundial al poder, sino de defender al socialismo realmente existente, la Unión Soviética, de los diversos peligros que podían jaquear su desarrollo y consolidación. Entre ellos se encontraba, naturalmente, todo tipo de oposición política, que inmediatamente era calificada como representante de intereses opuestos a la revolución, por lo que merecía (y exigía) una represión implacable. Desde entonces, la burocracia estalinista prescindió de la convocatoria a congresos regulares de la Internacional, evitando todo tipo de situación política en la que su autoridad pudiese ser cuestionada.
En América Latina, Buenos Aires se constituyó en el centro del proceso de bolchevización / estalinización, instalándose el Secretariado Sudamericano, en 1925, con su periódico, La Correspondencia Sudamericana, ambos a cargo de Vittorio Codovilla y Rodolfo Ghioldi, respectivamente. Desde entonces, el Partido Comunista argentino (PCA) representó un férreo defensor de las alianzas con sectores burgueses en la región, sobre la base de una caracterización particular de las sociedades latinoamericanas, en las que predominó el carácter precapitalista de sus relaciones sociales (feudales y esclavistas) por sobre las capitalistas, justificando la alianza con las burguesías nacionales y el carácter democrático burgués de la revolución. En ese sentido, Codovilla aseguraba que “En muchos de estos países, con la excepción de Argentina, donde ya hay una burguesía industrial nacional que participa del poder, todavía estamos en la misma situación que existía en Francia antes de la revolución burguesa. No debemos olvidar que, en Brasil, solo hace 50 años se abolió la esclavitud; el feudalismo todavía existe, y domina en casi todas las regiones del país”. (8)
Se trató de una línea que fue resistida por sectores del partido en diferentes lugares de América Latina, entre quienes se destacó el cubano Julio Antonio Mella, quien enfrentó estos postulados afirmando que “los revolucionarios de América que aspiren a derrocar las tiranías de sus respectivos países (...) no pueden vivir con los principios de 1789; a pesar de la mente retardataria de algunos, la humanidad ha progresado y, al hacer las revoluciones en este siglo, hay que contar con un nuevo factor; las ideas socialistas en general, que con un matiz u otro, se arraigan en todos los rincones del globo”. (9)
Pasaron cuatro años sin que la Internacional fuera reunida hasta que, empujada por una crisis sin precedentes, tanto en lo que hace a la sociedad soviética, como a la situación internacional, la dirección del PCUS convocó a un nuevo congreso. Este debate encontrará en sus recintos un nuevo capítulo.
El VI congreso de la Internacional Comunista fue realizado en Moscú, entre el 17 de julio y el 1 de septiembre de 1928. La delegación latinoamericana, compuesta de 26 militantes, nunca había sido tan numeroso en los congresos previos. Su importancia no sólo se reflejó en su número, sino también en que siete de ellos fueron electos para el Comité Ejecutivo (CEIC). (10) El debate en torno al lugar de América Latina se llevó adelante a lo largo de todo el congreso, aunque sus aspectos fundamentales se concentraron en las sesiones dedicadas al programa de la internacional, presentado por Bujarin; y al movimiento revolucionario en las colonias y semicolonias, con informe a cargo de Kuusinen y un co-informe de Jules Humbert-Droz, especialmente dedicado a América Latina. Los aspectos fundamentales de la cuestión giraron en torno a la caracterización de la estructura económico-social de América Latina, al papel jugado por el imperialismo en la región y, vinculadas a ambas, al programa y tipo de revolución que allí debía impulsarse, es decir, a las características de su período de transición. Pasemos a un breve resumen de sus posiciones.
La cuestión colonial y semicolonial ocupó buena parte de las exposiciones de Bujarin, encargado de abrir el congreso y dirigir los primeros debates. Y aunque la revolución en China fue objeto de la principal atención, la cuestión latinoamericana, también estuvo presente en sus intervenciones, probablemente con un lugar más destacado de lo que el propio Bujarin hubiese querido, presionado por la importante delegación.
En este sentido, a pesar de asegurar, en su discurso de apertura, que América Latina “entró por primera vez en la órbita de influencia de la Internacional Comunista”, Bujarin parecía no haber entrado en la órbita latinoamericana. Luego de semanas de debates, al cerrar el punto en torno al programa de la internacional, apenas hizo referencia a la importancia de la cuestión campesina en América del Sur, con el objetivo de diluir el carácter capitalista de las relaciones sociales predominantes, asegurando que “En casi todos los países de América del Sur, hay una estructura específica de poder estatal (son los grandes propietarios terratenientes, los poseedores de los latifundios, los que están en el poder político de estos países). En una parte de esos países hay latifundios que se encuentran bajo un régimen mixto de explotación capitalista y de métodos feudales esclavistas”. (11)
Y a pesar de que la importante cantidad de delegados de la región lo obligó a reconocer que América Latina tenía “una importancia particular” y “un papel muy grande, aunque extremadamente específico en la política mundial”, no pudo ofrecer ninguna característica de esa particularidad, más allá de considerar a la región el “campo” del mundo y destacar el “movimiento popular contra el imperialismo”, vinculándolo con “el problema agrario y la lucha contra el feudalismo”. (12) Asimismo, reconociendo que “hay diversas tendencias en nuestros medios sobre la cuestión de la línea táctica en los países americanos”, concluyó su discurso asegurando que “no podría dar en este momento una respuesta a esas cuestiones discutidas”, concediendo la posibilidad de que “las poderosas revoluciones populares y agrarias” se transformen en socialistas. Evidentemente, Bujarin se había encontrado con un escenario que no esperaba, y frente al cual le costó reaccionar.
En el curso de los debates en torno al programa de la Internacional elaboró una respuesta a sus propios planteamientos, aunque en lugar de mostrar la importancia latinoamericana en la revolución mundial, confirmó su lugar subordinado. Fue así como, refiriéndose al vínculo entre el sistema mundial y los procesos revolucionarios nacionales, se dirigió particularmente a los delegados latinoamericanos y de los países coloniales. En nombre de una política realista, supuestamente opuesta a “fórmulas abstractas”, y defendiendo una perspectiva que atienda a “la heterogeneidad, la diversidad de aspectos del proceso de la revolución mundial” y a un “carácter social muy variado”, planteó la estrategia de la Internacional en los “países atrasados”: los trabajadores debían disponerse a “sostener levantamientos nacionales e incluso nacionalistas o, más aún, levantamientos directamente dirigidos (subrayado mío, n. del a.) por revolucionarios burgueses”. (13)
En este sentido, argumentó que existían “diversos ‘períodos de transición’ en los distintos tipos de países”, a los que agrupó en tres formas fundamentales: a) capitalismo muy desarrollado; b) desarrollo capitalista medio y; c) coloniales y semicoloniales. De esta división, Bujarin sólo consideró “imprecisa” aquella dedicada a los países de capitalismo “medio”. Finalmente, presentó una respuesta al interrogante que había dejado planteado días atrás: “¿Cuál es el carácter de las exigencias que planteamos como específicas para los países coloniales? Son aquellas (…) correspondientes a la etapa previa (cursiva nuestra, n. del a.) de la lucha por la dictadura del proletariado y del campesinado”. (14) Esta perspectiva, escuetamente esbozada, sería ampliada en las sesiones específicas dedicadas a la cuestión colonial y semicolonial, de la cual América Latina era considerada parte.
En ellas, el finlandés Otto Kuusinen fue quien abrió el punto sobre la cuestión del movimiento revolucionario en las colonias y las semicolonias. (15) Apenas comenzado su discurso, planteó una aclaración temeraria, probablemente consciente de encontrarse frente a delegados de todas las regiones del mundo: “Como ustedes saben, no dispongo de los conocimientos necesarios para hablar sobre el tema en su conjunto”. (16) A renglón seguido, reconoció que no había respondido al planteo de Lenin, realizado en el II congreso de la Internacional, en torno a la posibilidad del “desarrollo no capitalista de los países atrasados”, es decir, a saltar la etapa capitalista y pasar directamente a la construcción del socialismo, debido a falta de estudio. (17)
Asimismo, pese a reconocer que, por primera vez, se intentarían sistematizar las diferencias entre colonias y semicolonias, se adelantó a las críticas asegurando que su propuesta era deficiente, y que esperaba que las tesis mejoraran con el correr del debate.
Por su parte, aclaró que, con el objetivo de describir la situación del movimiento revolucionario en China y otras colonias, se esforzó en “distinguir entre sí (…) diferentes estadios y etapas del movimiento revolucionario”, reivindicando, al igual que Bujarin, que “en la determinación de nuestra táctica y de nuestras tareas políticas en cada país por separado” no se parta de lo abstracto, sino de la situación concreta. (18) Todas sus tesis se basaron en China y la India, sin hacer referencia explícita a América Latina, región que tuvo un tratamiento específico en el “co-informe” del suizo Jules Humbert-Droz, responsable para la región en el Secretariado Latino. (19)
En primer lugar, Humbert-Droz aludió al debate con los delegados latinoamericanos, en torno a la caracterización de América Latina, señalando que “cuando nos encontramos con los compañeros procedentes de América Latina, la primera discusión que surge, a menudo muy viva, atañe al carácter semicolonial de América Latina” (20) Frente a un rechazo de esta categoría por parte de ellos, las tesis se concentraron en probar el carácter semicolonial de la región. En este sentido, atacando el nudo de la cuestión, aseguró que Argentina, Brasil y Chile, los países más desarrollados en términos capitalistas, no podían ser considerados independientes debido a la penetración del imperialismo mediante inversiones de capital, caracterizándolos como semicolonias inglesas y yanquis. Sobre este último punto, aseguraba que ni siquiera la lucha interimperialista entre ambas potencias por la región les otorgaba a sus respectivos gobiernos cierta libertad de maniobra frente a ellos.
En términos históricos, planteó que el carácter común de las naciones latinoamericanas provenía de haber sido colonias españolas y portuguesas “liberadas con las guerras de independencia”, que les habrían otorgado una “independencia política”, pero no como resultado de una lucha de carácter burgués sino, tal como había planteado Bujarin, de una clase de grandes propietarios terratenientes:
“La lucha contra España y Portugal no fue una lucha de los indios por recuperar sus propias tierras; fue, en cambio, una lucha de independencia de los descendientes de los antiguos colonos y los grandes propietarios por liberarse del dominio y de los tributos impuestos por las metrópolis; ellos conservaron las tierras conquistadas, siguieron despojando a los indios y se desarrollaron, no como una burguesía nacional, sino como una clase de grandes propietarios nacionales”. (21)
Luego de obtenida esta independencia política, América Latina habría sido presa del imperialismo inglés y norteamericano, por medio de la conquista comercial y financiera, es decir, de inversión de capitales, siendo confinada a convertirse en productora de materias primas. No obstante, Humbert-Droz reconoce que “las inversiones de capitales no son suficientes para señalar el carácter semicolonial de América Latina”, radicando su especificidad en dos aspectos: 1) la ausencia de un capitalismo nacional desarrollado y en el carácter completamente subordinado del capital nacional, respecto del imperialista, lo que dejaría el corazón de las industrias en manos extranjeras; 2) el predominio (con la excepción de Chile) de estructuras económicas esencialmente agrícolas, donde las propiedades están en manos, o bien de compañías extranjeras, o bien de “grandes propietarios terratenientes nacionales”, quienes constituiría la clase dominante política. (22)
A pesar de ello, reconoce un desarrollo industrial incipiente, el que sería ampliado e impulsado por el avance del imperialismo, por lo que no produciría una clase burguesa nacional, ni sentaría las bases de una economía independiente. A partir de estas consideraciones, concluyó que “la burguesía nacional no puede desempeñar un papel revolucionario en la lucha contra el imperialismo”. (23)
Pese a esta descripción del desarrollo incipiente de clases capitalistas, Humbert-Droz considera que la estructura de clases latinoamericanas estaría sostenida por las “tribus indígenas” y una “gran masa de campesinos pobres y obreros agrícolas que trabajan en condiciones semifeudales”, las que recuerdan “más a la esclavitud primitiva que al asalariado agrícola moderno”. (24) Junto a ellos, una clase obrera relativamente débil y una pequeña burguesía poderosa.
Luego de este análisis, señala que “el carácter fundamental de todo el movimiento revolucionario de América Latina” se encuentra en la lucha “de las masas campesinas contra los grandes terratenientes por la tierra”; en “la lucha de vastas masas trabajadoras, campesinas, obreras, pequeñoburguesas, contra el imperialismo, y, en particular, contra el imperialismo yanqui”; y en las luchas democráticas de los obreros contra los regímenes dictatoriales y por mejores condiciones de trabajo, concluyendo que se trata de “un movimiento revolucionario de tipo democrático-burgués en un país semicolonial, donde la lucha contra el imperialismo asume una gran importancia y donde ya no domina la lucha de una burguesía nacional por su desarrollo autónomo, sobre la base del capitalismo, sino más bien la lucha de los campesinos por la revolución agraria contra el régimen de los grandes terratenientes”. (25)
Desde su perspectiva, el desarrollo de la revolución latinoamericana se dará por “oleadas” sucesivas: la primera, dirigida por la pequeña burguesía; la segunda, por el proletariado y el partido comunista “la perspectiva del desarrollo de la revolución democrático-burguesa no es la progresiva transformación en revolución socialista; la perspectiva es que la hegemonía de la pequeña burguesía en el movimiento revolucionario (…) irá siendo eliminada cada vez más, y que el papel del partido comunista, el papel del proletariado, se convertirá en un papel de primer plano, el de guía de las masas en la segunda oleada del movimiento revolucionario”. (26)
En 1928, Latinoamérica se dispondría a atravesar el “estadio de la revolución democrático-burguesa”, por lo que Humbert-Droz convocaba a consolidar un bloque revolucionario entre la clase obrera, el campesinado sin tierra (sic) y la pequeña burguesía revolucionaria (sic), lanzando la consigna de lucha antiimperialista por una “Unión federativa de las repúblicas obreras y campesinas de América latina”. (27)
Las tesis de Bujarin, Kuusinen y Humbert-Droz fueron duramente atacadas en las sesiones dedicadas a su tratamiento, no sólo por los delegados latinoamericanos, sino también por los propios soviéticos. El corazón de las críticas se concentró en la caracterización social de América Latina y en el tipo de revolución que de ella se desprendía. Luego del discurso inaugural de Bujarin, Paulo de Lacerda, delegado de Brasil, cargó duramente contra él, discutiendo el lugar subordinado que el congreso pretendía otorgarle a la región:
“Se lee en las tesis del camarada Bujarin, que el movimiento comunista ha llegado por primera vez a los países de América Latina. Camaradas, esto no es muy exacto. No es el movimiento comunista el que ha llegado por primera vez a América Latina, es la Internacional Comunista la que por primera vez se ha interesado en el movimiento comunista de América Latina. En México, en Brasil, en Argentina, en Uruguay, en Chile, hasta incluso en Guatemala, existen partidos comunistas desde aproximadamente el año 1920, es decir casi desde la fundación de la Internacional Comunista. Pero ésta sólo ahora comienza a ocuparse de los asuntos de América Latina”. (28)
A continuación, se desató un nutrido debate en torno a América Latina y el carácter de su revolución, que tuvo su eje en diferenciar las especificidades de cada desarrollo nacional. El delegado Sala (Uruguay) aseguró que Brasil, Venezuela y Colombia “están en víspera de una revolución democrático-burguesa”, mientras que México de una “revolución campesina”. Asimismo, afirmó que el gobierno de la mayoría de los países latinoamericanos se encontraba en manos del gran capital agrario (salvo en Argentina, donde ya gobernaba el capital industrial, y en México, gobernado por la pequeña burguesía), por lo que “será posible transformar esta revolución democrático-burguesa en una revolución obrera y campesina”. (29) Por su parte, Ramírez (México) planteó diferencias entre los gobiernos latinoamericanos, a los que caracterizó como semi-feudales, democrático-burgueses y “pequeñoburgueses avanzados” (como en México y Costa Rica), constituyendo, cada uno de ellos, la expresión política de la situación económica de su país. (30)
Este interés por caracterizar las particularidades latinoamericanas expresó una coincidencia en considerar a la Argentina como uno de los casos de mayor desarrollo capitalista de la región, destacando su vínculo con el imperialismo británico, y no con el norteamericano, tal como planteaban los documentos oficiales (31) En este sentido, Ricardo Paredes (Ecuador), al referirse a industrialización de la producción agraria, señaló a la Argentina como expresión más desarrollada de un proceso general de extensión de las relaciones capitalistas al agro que no se circunscribía al Río de la Plata. (32) No obstante, frente a estas consideraciones, los delegados del PCA insistieron en la necesidad de impulsar “una revolución democrático-burguesa”, enfrentando las posiciones de sus compañeros latinoamericanos. (33)
Pero quien presentó la oposición más fuerte a las tesis oficiales fue el delegado de Ecuador, Ricardo Paredes, quien criticó al programa propuesto por Bujarin por no dar “una fisonomía propia al desarrollo del capitalismo en los países coloniales y en aquellos llamados semicoloniales”. (34) En este sentido, señaló la existencia de industria “en vías de desarrollo”, que incluía productos de consumo local y de exportación, y la industrialización del campo, sobre todo en los países denominados semicoloniales (del cual Argentina sería su expresión más acabada). De allí se desprendería la existencia de un extenso proletariado agrícola (sobre todo en México, Brasil y Argentina). (35) Asimismo, criticó la ausencia en el programa la cuestión de la opresión racial, concluyendo que “es preciso definir de manera clara la forma de dominación imperialista en los países coloniales y semi-coloniales, el modo como se desenvuelve el capitalismo nacional, sus relaciones con el imperialismo”. (36) En este sentido, planteó la necesidad de incorporar una nueva categoría de “países”, a los que denominó dependientes, criticando el corazón del programa bujarinista al vincular su deficiente caracterización de la estructura económica y su estrategia de revolución democrático-burguesa para América Latina:
“Es muy importante establecer esta división porque la concepción que se ha tenido hasta aquí de nuestros países los considera como ‘la campaña del mundo’, y altera así los problemas de la lucha en estos países al subestimar las fuerzas proletarias y al sobrestimar la cuestión campesina. Es por ello que las consignas de la revolución agraria democrático-burguesa están consideradas en el programa como las tareas por realizar en estos países”. (37)
Los países dependientes, como la Argentina, Brasil y Ecuador, se caracterizarían por encontrarse “penetrados económicamente por el imperialismo” aunque conservando “una independencia política bastante grande”, es decir, “donde la fuerza del imperialismo no es preponderante”, por lo que “la consigna de la revolución agraria democrático burguesa no es justa”, y sobre todo porque “nosotros ya hemos indicado que en casi ningún país de América Latina los terratenientes constituyen una capa diferente de la burguesía”. (38)
En este sentido, la interrelación orgánica entre burguesía nacional e imperialista volvería imposible cualquier distinción política entre dichos sujetos sociales y el antagonismo fundamental de América Latina se encontraría entre el conjunto de esta “plutocracia” clasista dominante y los trabajadores. Por lo que afirma que, de avanzarse en el tipo de consignas planteadas por el programa de la Internacional, la revolución no podría detenerse al momento de llegar al poder la burguesía nacional, sino que debería avanzar sobre ella. Según Paredes, “Es el momento del reagrupamiento de las fuerzas antagónicas: el proletariado y las capas más pobres contra el poder de la burguesía del mundo entero (…) La consigna de la revolución agraria democrático-burguesa ha producido ya demasiada confusión en aquellos partidos de la Internacional Comunista que, durante cierto momento, han manifestado tendencias oportunistas reformistas (…) Yo pregunto cómo podríamos nosotros expropiar solamente los capitales imperialistas y las tierras de los feudales sin expropiar al capital nacional, siendo que éste está enteramente ligado a los propietarios terratenientes y a los imperialistas. Por otra parte, expropiar solamente la tierra de sus explotadores, dejándoles las industrias, los bancos y el comercio, es decir, la fuerza económica más importante, sería el fracaso de la revolución democrático-burguesa dirigida por el proletariado (…) En el programa está indicado que en los países coloniales y semicoloniales la parte más importante de las industrias, de los bancos y del comercio está en manos de los capitalistas extranjeros. Si esto fuera cierto, entonces, en el momento de la expropiación de los imperialistas, el capital nacional sería tan mínimo que no representaría una fuerza política importante. Sería pues un error dejar a nuestros enemigos de clase las últimas fortalezas. Si la revolución agraria triunfa, si ella es capaz de expropiar a los propietarios latifundistas, a los capitales de los imperialistas y —ésta es la tarea más difícil— si el proletariado y los campesinos tienen éxito en constituirse en gobierno obrero y campesino, será también posible expropiar los capitales de la burguesía nacional sin indemnización”. (39)
Evidentemente, esta forma de argumentación presenta un vínculo con la teoría de la revolución permanente y el avance irremediable hacia la dictadura del proletariado, en el seno de una Internacional que buscaba sancionar definitivamente el etapismo y el socialismo en un solo país. Atento a este peligro, Bujarin trató particularmente “la esencia de la revolución burguesa y los tres tipos de países”, respondiendo en duros términos que “la dictadura democrática del proletariado y del campesinado es un grado previo de la dictadura proletaria, pero solamente un grado previo. Es una etapa en el desarrollo del proceso revolucionario. Esto no está de ninguna manera confundido en la tradición leninista, es más bien de la más pura interpretación trotskista eso de meter todo en la misma bolsa”. (40)
Asimismo, Bujarin se vio en la necesidad de justificar el frente “ocasional” con sectores de la “burguesía nacional revolucionaria” y rechazar la acusación de menchevismo, aunque, para ello, sólo pudo manipular una cita de Lenin, argumentando que enfrentar su propuesta implicaba enfrentar a Lenin. (41)
El siguiente debate se dio en las sesiones dedicadas al movimiento revolucionario en las colonias y semicolonias. Allí, uno de los delegados de México (Ramírez) acusó a las tesis de Kuusinen por no referirse a América Latina, advirtiendo, en torno a la clasificación de países, que “la diferenciación que se hace (…) teniendo en cuenta el grado de desarrollo político y económico y de su dependencia frente al imperialismo (…) es más bien incompleta. Sobre este tema haría falta realizar un estudio más detallado a fin de establecer una subdivisión lógica y correcta para cada uno de estos países. Y de este modo podría ser aplicada una táctica justa”. (42) Incluso Contreras (el italiano Vidali), el más fiel representante de la burocracia estalinista en México, criticó las tesis de Kuusinen por no ocuparse del problema indígena (25 millones) y por no incorporar la cuestión negra (12 millones), reclamando, también, tesis específicas para América Latina, “donde se plantean nuevos problemas desconocidos en otros países coloniales y semicoloniales”. (43)
En este sentido, también se diferenció de la clasificación conceptual que confundió a países “con un notable desarrollo económico, los países bolivarianos, que están en el comienzo de su desarrollo, y los países de América Central, donde con excepción de México y Cuba, no existe casi industria y predominan aún las relaciones de producción semifeudales”. (44) A ellos se sumó el soviético Lozovski, quien criticó la posición de Bujarin de caracterizar a las colonias como “campo del mundo”, por esconder su carácter industrial, la penetración del capitalismo en la economía rural, el crecimiento de la industria extractiva (petróleo, minerales) y fabril (textil, etc.), y el desarrollo de medios de transporte. Al igual que Paredes, argumentó que la tesis de la “aldea” o “campo” mundial elimina al proletariado industrial como clase dirigente y, por lo tanto, obturan la consigna de la dictadura proletaria. Asimismo, criticó la heterogeneidad de criterios a la hora de clasificar las colonias y cómo, de tipos y desarrollos diferentes, se desprendían políticas idénticas.
Asimismo, el soviético Travin (URSS) criticó “la imprecisión” de la terminología de las tesis de Kuusinen, particularmente respecto de los tipos de revoluciones: “burguesa”, “democrático-burguesa”, “soviética”, “de clase”, “obrera y campesina”, “campesina”, advirtiendo que la revolución burguesa debía ser analizada en términos de clase, más allá del grado de democratismo que ésta implantase. (45) No obstante, su crítica principal se dirigió al hecho de que Kuusinen no haya tratado la cuestión del salto al socialismo, es decir, del desarrollo no capitalista, previsto por Marx, Engels y Lenin, asegurando que dicha evolución era posible en América Latina, en donde no existiría, o sería muy débil, una burguesía nativa. (46) De allí su oposición a la consigna de revolución democrático burguesa, la que no sólo sería reformista, sino también imposible de llevar a la práctica, debido a la imposibilidad de un desarrollo capitalista nacional autónomo, cuya contracara sería la existencia de un bloque antiimperialista, de obreros urbanos y rurales, apoyados por los campesinos, que vería a los propietarios como enemigos nacionales y de clase al mismo tiempo. Éstas serían las condiciones que permitirían impulsar en América Latina a un desarrollo no capitalista, debido a que la lucha podría adquirir, al mismo tiempo, un carácter nacional y de clase, es decir, socialista.
Por su parte, Vassiliev rechazó el concepto de “latinoamericanismo”, esgrimida por Kuusinen, planteando en su lugar una “Federación de Repúblicas Obreras y Campesinas y criticó las tesis de Humbert-Droz, señalando que no se podía considerar a las burguesías latinoamericanas como potencialmente revolucionarias, considerando que “esta deducción es absolutamente incomprensible y contradice todos los hechos que conocemos sobre la situación en los países de América Latina”. (47)
Frente a los delegados que planteaban críticas importantes a los informes oficiales, se conformó un bloque que defendió el carácter semicolonial, etapista y democrático-burgués de América Latina, integrado por un conjunto de delegados de Argentina, Brasil, Uruguay, México y la Unión Soviética. Ravetto (Argentina), acordó con la caracterización del país como semicolonial, señalando que el imperialismo inglés era aliado de los terratenientes, mientras que el norteamericano del capital industrial y comercial. Asimismo, Lacerda (Brasil) se refirió al movimiento de lucha que, en 1925, se había desarrollado en San Pablo, caracterizándolo como un movimiento revolucionario desencadenado por una fracción del ejército, que expresó la fermentación de la pequeña burguesía urbana con el apoyo de la burguesía industrial contra “la reacción agrarista que reina en Brasil”. (48) La burguesía, apoyada por el proletariado, se habría enfrentado a dicha reacción, impulsando la “revolución burguesa del Brasil”. (49) De allí que la burguesía tendría un papel progresivo, debido a que Brasil, como el resto de los países latinoamericanos, sería semicolonial y la independencia, sólo formal, habría representado el pasaje del imperialismo portugués al inglés. Por su parte, Lozovski criticó a los latinoamericanos que insistían en una estrategia socialista, defendiendo el carácter democrático burgués de la revolución, aunque diferenciándose al enfatizar que el proletariado debía dirigir el proceso.
Tal como había ocurrido en la comisión del programa de la Internacional, estas posiciones fueron criticadas por el ecuatoriano Paredes, quien preguntó escuetamente: “¿El proletariado debe realizar la revolución democrático burguesa? ¿El proletariado debe hacer una revolución que beneficia a la burguesía? Yo creo que no”. (50) A continuación, insistió en la diversidad latinoamericana y planteó que el criterio fundamental para su conceptualización debía ser el grado de desarrollo económico y la fortaleza de su proletariado (industrial y agrícola), de los que se deduciría su capacidad para construir el socialismo, dividiendo a América Latina en tres tipos fundamentales: 1) los de “industria en crecimiento (…) fuentes importantes de materias primas (…) (que) tendrán la posibilidad de la construcción del socialismo en un futuro no lejano”, “subdivididos en dos categorías, en base a razones políticas: a) países dependientes (Argentina, Brasil, Uruguay, México, Ecuador); b) países coloniales y semicoloniales, en los que se plantea como problema fundamental la cuestión de la emancipación nacional”; 2) “De desarrollo económico muy restringido, con proletariado poco numeroso e incapaz de ser la fuerza motriz de la revolución, pese al apoyo del campesinado. Para estos países, la revolución democrático-burguesa representa una tarea actual”; 3) “Muy poco desarrollados económicamente, y en los que la gran industria es mínima o inexistente. Aquí, el proletariado constituye una capa extremadamente débil. Debido a que las diferenciaciones de clase son muy débiles, las relaciones de clase son todavía muy oscuras. En estos países, la tarea consiste en una revolución por la emancipación nacional”. (51)
Desde su perspectiva, las tesis de Humbert-Droz se caracterizaban por una doble “subestimación de la burguesía y del proletariado” y una “sobrestimación del campesinado” que concluía en que “todos los problemas de estos países son encarados solamente desde el punto de vista de la repartición de las tierras y de la lucha contra el imperialismo”. (52) Frente a ello, Paredes transformó su posición en una enmienda, en la que ratifica la vinculación de la lucha democrática y socialista en el proceso revolucionario y su crítica al etapismo, indicando que en “las tareas a realizar en los países latinoamericanos, indicar que en cuanto el proletariado adquiera la hegemonía en la lucha revolucionaria debe expropiar a la gran burguesía, su enemiga irreconciliable”. (53)
Frente a este conjunto de planteos, el silencio de Kuusinen, en su discurso de cierre del debate en la comisión, y la ausencia de respuesta alguna a los delegados latinoamericanos, representó un signo del rechazo, por parte de la dirección de la Internacional, de las críticas presentadas a lo largo de las sesiones. (54)
Luego de más de un mes de debates, la clausura del congreso dio lugar a la redacción de las correspondientes tesis y declaraciones programáticas, que resumían las posiciones finalmente adoptadas. Aunque la cuestión colonial recorrió al conjunto de las declaraciones, los delegados latinoamericanos sufrieron una derrota que se expresó en la ausencia de un documento exclusivo para la región, que continuó siendo considerada como parte del mundo colonial y semicolonial y, por lo tanto, fue incorporada en las “Tesis sobre el movimiento revolucionario en las colonias y semicolonias”, presentadas por Kuusinen el 1 de septiembre de 1928. (55)
Las tesis le otorgan un papel subordinado a América Latina, aunque asegurasen contradictoriamente, que allí se encontraba “uno de los nudos más importantes de las contradicciones del sistema colonial imperialista en su conjunto”, planteando que “La lucha nacional de liberación comenzada en América Latina contra el imperialismo de los Estados Unidos se lleva a cabo, en su mayor parte, bajo la dirección de la pequeña burguesía. La burguesía nacional, que forma una delgada capa de la población (exceptuando Argentina, Brasil y Chile) y está vinculada por un lado con la gran propiedad rural y por el otro con el capital de los Estados Unidos, se ubica en el campo de la contrarrevolución”. (56)
Es decir que Kuusinen no sólo menciona al imperialismo norteamericano, en detrimento del británico, sino que también plantea que la pequeña burguesía se encuentra efectivamente encabezando un supuesto proceso de lucha de liberación nacional. Asimismo, esta caracterización de la burguesía como contrarrevolucionaria se contradecirá algunas páginas más adelante, al afirmarse que “la posición de la burguesía de las colonias en la revolución democrático-burguesa tiene, en su mayor parte, un carácter discrepante, y sus vacilaciones conforme se desarrolla la revolución son aún más fuertes que entre la burguesía de un país independiente (…) La burguesía nacional de estos países coloniales no asume ninguna posición unitaria frente al imperialismo (…) una parte defiende (…) un punto de vista antinacional e imperialista (…) La parte restante de la burguesía local, especialmente aquella que representa los intereses de la industria local, se ubica en el terreno del movimiento nacional y representa una corriente especialmente vacilante (…) posición media de la burguesía nacional entre el campo revolucionario y el imperialismo (…) Aqui tenemos un antagonismo objetivo y fundamental de intereses entre la burguesía nacional del país colonial y el imperialismo”. (57)
Junto a esta concesión enorme a las burguesías nacionales, las tesis de Kuusinen intentan incorporar algunos de los aportes realizados durante las sesiones, concluyendo en un ecléctico programa que plantea la existencia de burguesías nacionales (incluso de cierto poder, en Argentina, Brasil y Chile) al mismo tiempo que la posibilidad de eludir el estadio de dominación capitalista. (58) El carácter oportunista de esta afirmación se expresa, por un lado, en la insistencia en el rol subordinado de “las masas laboriosas de las colonias” que “forman una poderosa tropa de refuerzo (subrayado propio, n. del a.) para la revolución socialista mundial”; y, por el otro, en que la posibilidad de este desarrollo no capitalista en las colonias se circunscribiría, justamente, a la intervención de los países centrales, lo que implicaba que dicha evolución no era viable en el presente. (59) Las tesis de Kuusinen reforzaron esta idea, al señalar que “saltear las inevitables dificultades y las tareas especiales del estadio actual del movimiento revolucionario (…) sólo puede traer perjuicios”. (60)
Al momento de describir los rasgos esenciales de la economía del universo colonial, las tesis de Kuusinen señalan la alianza entre el imperialismo y “las capas dominantes del orden social anterior -los feudales y la burguesía comercial y usurera- contra la mayoría del pueblo”, la que tiene por objetivo “perpetuar las formas precapitalistas de explotación (especialmente en el campo) que constituyen la base de la existencia de sus aliados reaccionarios”. (61) De allí, a considerar como parte del pueblo a la burguesía nacional, había un solo paso.
Hecho este análisis general, se realiza una clasificación de las diferentes regiones del mundo: por un lado, se distingue a las colonias que se crearon como “áreas de colonización para la población excedente”, y que se desarrollaron como una “prolongación de su sistema capitalista” (como Australia y Canadá, entre otras); por el otro, las que fueron “explotadas (…) como mercados de consumo, fuentes de materias primas y áreas de colocación de capitales”. Mientras que, en el primer caso, se trata de una extensión de la estructura de clases y la sociedad metropolitana (que subyuga y excluye a la población local); en el segundo, las formas coloniales de explotación capitalista “traban” el desarrollo de las fuerzas productivas de las respectivas colonias, permitiendo sólo un desarrollo limitado (ferrocarriles, puertos, etc.), que garantice el funcionamiento de la explotación colonial, muchas veces mediante el comercio. En este sentido, aunque la agricultura de las colonias produce para la exportación, “no se libera en modo alguno de las cadenas de las formas precapitalistas de la economía”. (62) En este sentido, se señala que, en los casos que el imperialismo promueve cierto desarrollo industrial (como el paso del cultivo de cereales al algodón, en Cuba, Sudán o Egipto) tiene por origen una necesidad del país imperialista, por lo que agudiza el carácter dependiente y monopólico de la colonia. En todo caso, la creación de nuevos cultivos se encuentra vinculada a la necesidad del imperialismo de ensanchar su campo de cosecha de materias primas, por lo que “las empresas capitalistas creadas por los imperialistas en las colonias (con excepción de algunas empresas que sirven a fines bélicos) conllevan de manera preponderante o exclusiva un carácter agrario-capitalista y tienen que ostentar una exigua composición orgánica de capital. La metrópoli no favorece sino, al contrario, posterga la real industrialización del país colonial, y en especial la creación de una industria de maquinaria viable que estuviese en condiciones de promover el desarrollo autónomo de las fuerzas productivas del país. Ahí reside en lo esencial su función de esclavización colonial (cursiva original, n. del a.): el país colonial es obligado a sacrificar los intereses de su desarrollo autónomo y a desempeñar el papel de un apéndice económico (materias primas agrícolas) del capitalismo foráneo, para que se fortalezca el poder económico y político de la burguesía del país imperialista a costa de las clases laboriosas del país colonial; para que se perpetúe el monopolio del país imperialista en la respectiva colonia y para que se intensifique su expansión sobre el resto del mundo”. (63)
La estrategia de cada imperialismo sería garantizarse su relativa autarquía, en su lucha inter-imperialista, al tiempo que subordina partes del mundo a este objetivo amputando el vínculo directo de las colonias con el mercado mundial, asumiendo el rol de intermediarias y reguladoras de estos contactos.
A partir de esta caracterización, las tesis proponen tareas políticas específicas para los países coloniales (como la China y la India), que se equiparan, permanentemente, a los países semicoloniales, quedando desdibujadas las especificidades planteadas por los delegados latinoamericanos. Respecto de las tareas correspondientes a América Latina, Kuusinen sostiene que “los comunistas deben tomar parte activa y general en el movimiento revolucionario de masas dirigido contra el régimen feudal y contra el imperialismo, incluso allí donde este movimiento todavía está bajo la dirección de la pequeña burguesía”. (64) Contradictoriamente con esta caracterización en torno al régimen “feudal”, convocó a organizar a los obreros industriales , en especial a los de las grandes fábricas, en sindicatos clasistas, enfrentando a las ideologías reformistas, anarcosindicalistas y sindicalistas en el seno del movimiento obrero. (65)
Por su parte, en las “Tesis sobre la situación y las tareas de la Internacional comunista”, se delegó en el Comité Ejecutivo la tarea de elaborar un programa de acción, en el que las cuestiones fundamentales pasen por la “agraria-campesina” y la “lucha contra el imperialismo de Estados Unidos”. (66) Evidentemente, los llamados a considerar el desarrollo capitalista de la región, la importancia de la clase obrera y la fuerte presencia del imperialismo británico, fueron completamente ignorados por la comisión que redactó el texto.
Finalmente, la Internacional dedicó un punto específico de su programa “período de transición del capitalismo al socialismo” y al papel de la dictadura del proletariado, señalando el desarrollo desigual del capitalismo, insistiendo en avanzar por medio de etapas a través de coyunturas que parecen correr en forma paralela o con un grado relativo de autonomía. (67) De allí que se proponga, para los países coloniales o con tareas nacionales pendientes, la “la lucha contra el imperialismo y la edificación de la economía capitalista”. (68) El núcleo del programa en el que se refleja el vínculo orgánico entre la caracterización social de una determinada región y la estrategia política se observa en el punto: “La lucha por la dictadura mundial del proletariado y los tipos fundamentales de revolución”. (69) Allí se diferencian “tipos de revoluciones” (proletarias, “democrático-burguesas” que se transforman en proletarias; guerras nacionales de liberación; revoluciones coloniales) que “sólo en su etapa (subrayado mío, n. del a.) final conduce a la dictadura del proletariado”; vinculadas a una serie de gradaciones en la madurez de los diferentes países y regiones que crean “la necesidad, en cierto número de países, de etapas intermedias para llegar a la dictadura del proletariado y, por fin, la diversidad de formas de edificación del socialismo según los países”; por lo que se diferencias tres tipos de tránsitos o sendas a la dictadura del proletariado: 1) Países de capitalismo de tipo superior (Estados Unidos, Alemania, Inglaterra, etc.); 2) Países de un nivel medio de desarrollo del capitalismo (España, Portugal, Polonia, Hungría, países balcánicos, etc.); 3) Países coloniales y semi-coloniales (China, India, etcétera) y Países dependientes (Argentina, Brasil, etcétera); 4) Países todavía más atrasados (como en algunas partes de África). El criterio de esta división se encuentra en su capacidad para “la edificación independiente” del socialismo, tal como se expresa abiertamente respecto de América Latina: “con gérmenes de industria y, a veces, con un desarrollo industrial considerable, insuficiente, sin embargo, para la edificación socialista independiente; con predominio de las relaciones feudal-medievales o relaciones de ‘modo de producción asiático’, lo mismo en la economía del país que en su superestructura política; finalmente, con la concentración, en las manos de los grupos imperialistas extranjeros de las empresas industriales, comercial y bancarias más importantes, de los medios de transporte fundamentales, latifundios y plantaciones, etcétera. En estos países adquiere una importancia central la lucha contra el feudalismo y las formas precapitalistas de explotación y el desarrollo consecuente de la revolución agraria, por un lado, y la lucha contra el imperialismo extranjero y por la independencia nacional, por otro. La transición a la dictadura del proletariado es aquí posible, como regla general, solamente a través de una serie de etapas preparatorias, como resultado de todo un período de transformación de la revolución democrático-burguesa en revolución socialista; edificar con éxito el socialismo es posible -en la mayoría de los casos- sólo con el apoyo directo de los países de dictadura proletaria”. (70)
Es decir que, pese a incorporar la propuesta de conceptualizar a América Latina bajo la categoría de semicolonial y dependiente, en lugar de señalarse el predominio de las relaciones capitalistas, tal como habían señalado los delegados que habían realizado esta enmienda, el programa concluye en lo contrario, es decir, en el “predominio de las relaciones feudal-medievales o relaciones de ‘modo de producción asiático’”, de la que se deriva una “lucha contra el feudalismo y las formas precapitalistas de explotación”.
Coherentemente con esta caracterización social, aunque en contra de los señalamientos de buena parte de los delegados latinoamericanos y soviéticos, el programa de la Internacional habilitó la realización de frentes con la burguesía en los países coloniales y semicoloniales, en su punto “Los objetivos fundamentales de la estrategia y de la táctica comunistas”:
“el objetivo esencial consiste, en dichos países, en la organización independiente de los obreros y campesinos (…) y de la emancipación de las mismas de la influencia de la burguesía nacional, con la cual son admisibles los pactos temporales sólo en el caso en que no oponga obstáculos a la organización revolucionaria de los obreros y campesinos y luche efectivamente contra el imperialismo”. (71)
Asimismo, pese a las numerosas críticas y señalamientos, el programa sostuvo la tesis bujariniana en torno a las colonias y semicolonias como “campo” de la “ciudad mundial”, representada por los países capitalistas más desarrollados. (72)
A partir de estas coordenadas, el programa específico para los partidos comunistas de América Latina estaría encabezado el “derrumbamiento del poder del imperialismo extranjero, de los feudales y de la burocracia al servicio de los grandes terratenientes”, el “establecimiento de la dictadura democrática del proletariado y de los campesinos”, y la “Independencia nacional completa y unificación en un Estado”. (73) Tareas que, en el largo plazo, implicarían una transición a la revolución socialista, realizada a medida que la burguesía sabotee este programa y mediante la vinculación sucesiva entre “las colonias emancipadas del imperialismo” y “los focos industriales del socialismo mundial”. (74) Dicha perspectiva, que destaca la importancia estratégica de la URSS en la transición, establece una serie de “deberes del proletariado mundial con respecto a la URSS” (y viceversa). Respecto de los primeros, se plantea que todas las seccionales de la Internacional deben ayudar a la Unión Soviética en su edificación del socialismo y defenderla contra los ataques de los países capitalistas. En esta conclusión se resume la transformación de la Internacional, de órgano para el impulso de la revolución mundial, a ministerio de relaciones exteriores del Estado burocrático soviético.
Luego del VI congreso de la Internacional Comunista, sus tesis, declaraciones y programas fueron traducidos y distribuidos por todo el mundo. Su difusión mostró a todas las seccionales del partido comunista que, más allá del mentado viraje anunciado, el rumbo de la Internacional no había cambiado. Asimismo, el hecho de haber presentado buena parte de las tesis oponiéndose a las intervenciones de los delegados, o incorporándolas de forma ecléctica, provocó diversos tipos de reacciones frente a los documentos finales.
Dado que el VI Congreso no concluyó en un texto específico para América Latina, una “comisión latinoamericana” elaboró un “Proyecto de tesis sobre el movimiento revolucionario de la América Latina” que fue “aceptado como base por el Presidium del Ejecutivo de la Internacional Comunista” para ser discutido por las secciones nacionales de los partidos comunistas latinoamericanos y fue publicado por el Secretariado para la América Latina del Comité Ejecutivo de la Internacional en La Correspondencia Internacional, en abril de 1929.
Aunque se trata de un texto que elimina una serie de barbaridades de las tesis de Kuusinen, e intenta caracterizar la especificidad y diversidad latinoamericana, apela a un método que, sistemáticamente, borra con el codo lo que escribió con la mano. Es decir que, bajo el manto de una aparente radicalidad y cambio de rumbo, sostiene las viejas concepciones planteadas desde el proceso de bolchevización / estalinización de 1925.
En primer lugar, oculta o suprime una serie de debates y aportes realizados por los delegados latinoamericanos durante el VI congreso. Por ejemplo, no sólo elimina completamente la categoría de países dependientes (que, como vimos, fue propuesta por el ecuatoriano Paredes en forma de enmienda al documento de Humbert-Droz), sino que equipara completamente las categorías de colonia y semi-colonia:
“América Latina es, en su conjunto, uno de los campos de batalla más importantes de los imperialismos de Gran Bretaña y EE.UU. Rápidamente este último adquiere la hegemonía y hace de América Latina un vasto dominio colonial. El carácter semi-colonial (cursivas mías) de los países de América Latina, a pesar de su independencia política formal, más o menos grande, es por consecuencia evidente”. (75) Asimismo, pese a señalar que la burguesía es incapaz de impulsar el proceso revolucionario (76), planteó que “la cuestión del frente único revolucionario nacional de las organizaciones proletarias, de los partidos comunistas con las otras clases o capas sociales revolucionarias, la masa campesina y la pequeña burguesía”. (77) Por lo que una conceptualización lo suficientemente amplia de la pequeña burguesía, que incluyó a partidos y sectores burgueses (en algunos casos, como el mexicano, que incluso estaban en el gobierno) (78), le permitió insistir en la posibilidad, tal como lo hacen las tesis de Kuusinen, en un frente con sectores burgueses y en una posible alianza con movimientos nacionalistas:
“Una colaboración momentánea entre el partido comunista y el movimiento nacional revolucionario es admisible, si esa colaboración la exige el interés de la lucha revolucionaria: aún en ciertas circunstancias puede llegarse a una alianza temporal, si el movimiento nacional-revolucionario lucha efectivamente contra el poder establecido, si es realmente revolucionario, y si sus representantes no impiden a los comunistas educar a los campesinos y a los trabajadores en el espíritu revolucionario”. (79)
Dicha “cuña” en el programa le otorgó a las diferentes secciones nacionales una amplia libertad de maniobra táctica para vincularse a partidos y movimientos de colaboración de clases, aún en el período que se ha denominado de “clase contra clase”. (80) En este sentido, tras una verborragia ultraizquierdista, que acepta la posibilidad de que el proceso revolucionario evolucione rápidamente a una hegemonía proletaria (81) e, incluso, de un salto de la etapa capitalista a la socialista (82), caracteriza al movimiento revolucionario latinoamericano “como del tipo democrático burgués en países semi-coloniales donde dominan el problema agrario y el problema antiimperialista”, concluyendo que “bajo la hegemonía del proletariado creará la DICTADURA DEMOCRÁTICA DE LOS OBREROS Y DE LOS CAMPESINOS”, por lo que “la consigna política central debe, pues, ser la de GOBIERNO OBRERO Y CAMPESINO (mayúscula en el original, n. del a.)”. (83) En el plano regional, la consigna que reemplazó el “latinoamericanismo”, criticada en el VI congreso, no modificó el carácter democrático burgués de la etapa, aunque sí el sujeto histórico que debía llevarla adelante, planteando la necesidad de impulsar una “Unión Federativa de las Repúblicas Obreras y Campesinas de América Latina”. (84) No obstante, el marcado etapismo de esta concepción, su equiparación con las tareas de refuerzo y defensa del Estado soviético, otorgadas por Moscú para Asia, África y el conjunto del mundo colonial, es patente al clarificarse que “El movimiento revolucionario de América latina en su fase democrático-burguesa (…), en la época histórica actual de desenvolvimiento de la revolución proletaria mundial es, como todos los movimientos revolucionarios de las colonias y semi-colonias, un apoyo, una importante ayuda a la revolución proletaria mundial. No se transformará en una parte integrante de ella más que cuando, bajo la hegemonía del proletariado, la revolución democrático burguesa se transforme en una revolución socialista. Sería, pues, falso considerar que el carácter de la revolución mexicana y el movimiento latinoamericano en general es de tipo proletario o socialista a causa de su importancia histórica internacional” (85)
Finalmente, todas estas consideraciones en torno al estadio democrático burgués de la revolución latinoamericana se mezclaban con posiciones ultraizquierdistas, como la creación de soviets, en oposición al establecimiento de asambleas constituyentes, las que ya comenzaban a plantearse concretamente, como en el caso ecuatoriano. (86)
Estas tesis fueron traducidas al ruso, alemán, francés e inglés y, a medida que circularon, recibieron enmiendas por parte de las diversas seccionales, las que fueron remitidas al secretariado latinoamericano. (87) No obstante, el debate más importante en torno a ellas se procesó durante la I Conferencia Comunista Latinoamericana, realizada en Buenos Aires, en 1929. (88) Allí, las “tesis” recibieron profundas críticas, como la esbozada por José Carlos Mariátegui. Al igual que en los debates que se desarrollaron al interior del VI congreso de la Internacional, partiendo de la realidad peruana, Mariátegui insistía en la necesidad de avanzar en una caracterización específica del carácter semicolonial de las repúblicas latinoamericanas. En este sentido, no sólo enfrentó a quienes habilitaban la creación de un Kuomintang criollo, sino que advirtió sobre el carácter contrarrevolucionario del nacionalismo, se opuso al carácter democrático-burgués de la revolución y a toda alianza con la burguesía y la pequeña burguesía, planteando la necesidad de una lucha socialista y criticando la organización de ligas antiimperialistas, sobre todo para el Perú. (89) No obstante, la burocratización del partido determinó que toda oposición a la línea oficial comenzó a ser procesada como parte de una campaña contrarrevolucionaria, de la cual su principal animador era León Trotsky, tal como advertía un informe del brasileño Astrojildo Pereira, en mayo de 1929, en el que arengaba para “contraatacar la propaganda trotskista en América Latina”, proponiendo “publicar inmediatamente un volumen contra el trotskismo”. (90) Pese a ello, en tiempos en que cualquier vínculo o atisbo de defensa de Trotsky implicaban la expulsión y el repudio del movimiento comunista, Mariátegui realizó una polémica defensa del líder revolucionario, que buscaba mostrar sus principales virtudes, así como explicar su derrota parcial frente a Stalin. (91) Su prematuro fallecimiento, en 1930, implicó una pérdida enorme para quienes, desde América Latina, buscaban enfrentar la política de la burocracia soviética. (92)
Junto a Mariátegui, otro de los principales opositores a la línea establecida por el VI congreso fue Julio Antonio Mella quien, en 1928, atacó abiertamente todo tipo de alianza con la burguesía nacional e impulsó el frente único como táctica para desarrollar la revolución obrera. (93) No sólo sus diferencias con la política estalinista, sino también su vinculación con la oposición de izquierda, iniciada en ocasión de su viaje a Moscú, en 1927, pusieron a Mella, y al PC mexicano, en el ojo de la tormenta. En junio de 1928, poco antes del VI congreso, la dirección del PCM tuvo que defenderse de los ataques recibidos por parte de Codovilla quien, según comentarios de Siqueiros, había acusado de trotskista a Mella, hecho que repercutió en exigencias para que éste fuera inhabilitado para ocupar cualquier cargo de dirección. En nombre del comité central del PCM, Julio Ramírez (94) no sólo rechazó las acusaciones, sino que informó que Mella se encontraba ocupando el puesto de Secretario General, en reemplazo de los delegados que habían partido a Moscú, para participar del VI congreso. (95) No obstante, a su regreso, dos de los delegados, Vidali y Carrillo, exigieron su expulsión del Partido, en septiembre de 1928. Poco después, Mella fue asesinado, en un episodio que nunca fue esclarecido, y sobre el que existen sospechas de tratarse de un asesinato encubierto de la policía secreta soviética (GPU). (96)
La oposición más importante al programa del VI congreso de la Internacional no provino de América Latina, sino desde Alma-Ata, sitio en donde se encontraba desterrado León Trotsky, quien había sido expulsado del partido y de la Unión Soviética en 1927. Desde allí, pese a todos los ataques que había sufrido la Oposición de Izquierda, en general, y él, en particular, se dirigió al pleno del congreso mediante una carta y una crítica del programa, intentando torcer el rumbo centrista y oportunista que le imprimía la dirección burocrática del partido. Para Trotsky, las derrotas sucesivas del movimiento obrero, junto a la crisis interna que atravesaba la URSS, llevaron a la dirección soviética a impulsar una maniobra que, aunque tenía por objetivo sostener su posición, expresaba un “zig-zag” político que podía “transformarse en una línea política consecuente y proletaria”. No obstante, no sería “con una circular (…) como puede cambiarse esto”, planteando que “es necesario reeducar. Es necesario revisar. Es necesario llevar a cabo reagrupamientos. Es necesario trabajar intensamente con la hoz del marxismo” para que la Internacional retome su rumbo revolucionario. (97) En su carta al VI congreso, Trotsky planteó que el ultraizquierdismo del período 1924-25, habría sido brutalmente reemplazado por un “desviacionismo de derecha”, centrista y oportunista, que “bajo el sello de la teoría de ‘no saltar por encima de las etapas’, hizo aplicar una política de adaptación a la burguesía nacional, a la democracia pequeño-burguesa, a la burocracia sindical, a los kulaks (bautizados como ‘campesinos medios’) y a los funcionarios, bajo el pretexto de la disciplina y el orden”. (98) Esta orientación expresaba una incapacidad congénita para caracterizar correctamente los períodos de flujos y reflujos de la lucha de clases y, por lo tanto, para intervenir en las situaciones revolucionarias, lo que representaba la mayor debilidad de la III Internacional: frente a un capitalismo en crisis terminal, la falta de una dirección revolucionaria impedía la toma del poder por parte del proletariado, ocasionado sucesivas, y cada vez más graves, derrotas al movimiento revolucionario.
En términos programáticos, Trotsky denunció que el objetivo de la Internacional ya no obedecía al impulso de la revolución mundial, sino a la defensa de la Unión Soviética. En este sentido, planteó una utilización errónea de la teoría del desarrollo desigual, que sólo buscaba justificar la posibilidad de la construcción del socialismo en un solo país, juzgando de forma unilateral, deformada e incompleta “las tendencias esenciales de la evolución del mundo”. (99) Frente a las etapas, las transiciones diversas y el eclecticismo de Stalin y Bujarin, destacó la capacidad del capitalismo para desarrollarse penetrando y subsumiendo formas diversas de producción y constituir un mercado mundial unificado e interdependiente. (100) De esta manera, explicó que, sobre todo en la época del imperialismo, “sólo se puede examinar el destino de un país aislado tomando como punto de partida las tendencias del desarrollo mundial como un bloque en el cual este país, con sus particularidades nacionales, está incluido, y del cual depende”. (101) De allí que Trotsky critique la división de los diferentes países del mundo (recordemos: en países de capitalismo avanzado; de desarrollo medio; y coloniales y semicoloniales), acusándola de fuente de falsas deducciones, en tanto consideran como su elemento central el grado de desarrollo para “construir por sus propias fuerzas el socialismo (…) haciendo abstracción de las riquezas naturales del país, de las relaciones que existen en su interior entre la industria y la agricultura, del lugar que ocupa en el sistema mundial de la economía”. (102) Es decir que, para Trotsky, la construcción del socialismo no se vincula al grado de “madurez” industrial de un país, dado que ésta, también, es desigual en su interior, en tanto cada espacio nacional cuenta con ramas de la producción altamente desarrolladas en convivencia con otras mucho más atrasadas. (103) Siguiendo su lógica, no se trataría de evaluar si un determinado país se encuentra económicamente maduro para establecer su propio socialismo, sino si está políticamente maduro para la dictadura del proletariado. En este sentido, el primer (aunque no el único) elemento para responder a esta cuestión implica un análisis de la estructura social y las relaciones de producción, conduciéndolo a criticar el punto del programa referido al predominio de las relaciones feudales medievales en los países coloniales y semicoloniales, en general, y en China, en particular, señalando que “lo que domina no son las relaciones ‘feudales’ (o más exactamente la servidumbre y, en general, las relaciones precapitalistas), sino precisamente las relaciones capitalistas. Solamente el papel predominante de las relaciones capitalistas permite, por otra parte, pensar seriamente en la perspectiva de la hegemonía del proletariado en la revolución nacional”. (104)
Asimismo, el referirse a la cuestión de la naturaleza de la burguesía colonial, Trotsky advierte que ella no posee carácter revolucionario alguno, por lo que denuncia el llamamiento a “establecer coaliciones políticas duraderas” del programa estalinista, el que justificaría la orientación menchevique que recientemente había conducido a la derrota a la revolución china. (105) Luego del congreso, visto que su intervención a la distancia no había logrado torcer el rumbo del programa de la Internacional, Trotsky continuó su crítica a partir de las tesis sobre el movimiento revolucionario en las colonias y semicolonias, redactadas por Kuusinen. (106) El elemento principal de su crítica estuvo dirigido a mostrar que, tras un aparente viraje, se escondía una profunda continuidad en los destinos de la Internacional, asegurando que “como lo muestra el informe colonial que hizo en el VI Congreso, Kuusinen continúa siendo el mismo que cuando ayudó a la burguesía a estrangular al proletariado finlandés y a la burguesía china a aplastar al proletariado chino”. (107) En este sentido, Trotsky denunció el mantenimiento de una política menchevique para China, en particular, y para el mundo colonial, en general, planteando que “el VI Congreso ha consagrado los errores cometidos y los ha completado con un nuevo embrollo”, dado que “todo el desarrollo de los debates del Congreso, los informes de Bujarin y de Kuusinen, las intervenciones de los comunistas chinos, todo esto demuestra que la política seguida por la dirección en China era y es todavía errónea”. (108)
Los elementos fundamentales de esa continuidad política poseen una enorme similitud con el caso latinoamericano, en tanto implicarían: 1) el reemplazo de la lucha por la dictadura del proletariado por la “dictadura democrática de obreros y campesinos”; 2) la defensa de una política etapista, opuesta a la revolución permanente; 3) la incapacidad para reconocer los períodos de flujo y reflujo del proceso, con la consecuente imposibilidad de establecer consignas transicionales que le permitiesen a la clase obrera desplegar el proceso hasta alcanzar una nueva situación revolucionaria para la toma del poder. (109) Respecto a este último aspecto, Trotsky se diferenció del programa esgrimido por la Conferencia Sudamericana, la que había rechazado la consigna de Asamblea Constituyente por considerarla en oposición al proceso de conformación del doble poder, defendiendo su pertinencia y su vinculación orgánica con la constitución de soviets. En este sentido, vinculó la lucha por su establecimiento con todo un programa de reivindicaciones transicionales, tales como la jornada laboral de ocho horas, la confiscación de tierras y (en el caso chino) la independencia nacional, cuyo objetivo era mostrar la incapacidad del régimen para otorgar las medidas democráticas más elementales, ganarse la confianza de las masas, ampliar el marco de acción del proletariado y aproximar el momento de la creación de los soviets y la lucha directa por el poder. (110)
Desde esta perspectiva, la consigna de la Asamblea Constituyente retomaba el planteo de Lenin sobre “el deber de utilizar todas las formas de la democracia burguesa (…) mientras la lucha de la clase obrera por todo el poder entero no esté a la orden del día”, lo que implicaría, según Trotsky, el desarrollo de un proceso político mediante el cual el Partido educaría a las masas a través de sus consignas, las que tendrían el objetivo de oponerlas a sus enemigos de clase y, tarde o temprano, hacerlas “chocar de frente con la democracia formal personificada por la Asamblea Constituyente y empujarle por el camino de la democracia soviética (…) conservando siempre las consignas de la democracia formal hasta el momento de la conquista del poder e incluso después”. (111) De hecho, frente a los planteos de la improbabilidad del establecimiento de una asamblea de estas características, Trotsky clarificó que “el simple criterio de la posibilidad de su realización no es decisivo para nosotros”, explicando el carácter de las consignas transicionales, de las que carecería el programa del VI Congreso: “no son las conjeturas empíricas sobre la posibilidad o imposibilidad de realizar cualquier reivindicación transitoria las que pueden resolver el problema. Es su carácter social e histórico el que decide: ¿es progresiva para el desarrollo ulterior de la sociedad? ¿Corresponde a los intereses históricos del proletariado? ¿Consolida su conciencia revolucionaria? (…) El hecho de que esta reivindicación no sea satisfecha mientras domine la burguesía, debe empujar a los obreros al derrocamiento revolucionario de la burguesía. De esta forma, la imposibilidad política de realizar una consigna puede no ser menos fructífera que la posibilidad relativa de realizarla”. (112)
En este sentido, adelantándose a las críticas de quienes aseguraban que ningún régimen convocaría a una asamblea que socave su propio poder, Trotsky profundizó su descripción del carácter transicional de la consigna, y su pertinencia para desplegar el proceso y acompañar el ascenso de masas:
“Se puede contra argüir: pero sólo se podrá convocar una verdadera Asamblea Constituyente a través de los soviets, es decir, a través de la insurrección. ¿No sería más sencillo comenzar por los soviets y limitarse a ellos? No, no sería más sencillo. Sería justamente poner el carro delante de los bueyes. Es muy probable que sólo sea posible convocar la Asamblea Constituyente por medio de los soviets, y que así esta Asamblea se convierta en superflua antes de haber visto la luz del día. Esto puede suceder, de la misma forma que puede no suceder. Si los soviets, por medio de los cuales podrá reunirse una “verdadera” Asamblea Constituyente, están ya allí, veremos si es todavía necesario proceder a esta convocatoria. Pero en la actualidad no existen soviets. No se podrá comenzar a establecerlos hasta que empiece un nuevo ascenso de las masas (…) mientras tanto, las cuestiones constitucionales se dedican a salir por todas las grietas”. (113)
Naturalmente, Trotsky advirtió el peligro oportunista de sustituir la consigna de los soviets por la de Asamblea Constituyente, en tanto “la utilización de los métodos parlamentarios hace surgir inevitablemente todos los peligros ligados al parlamentarismo: ilusiones constitucionales, legalismo, tendencia a los compromisos (…)”. (114) Su respuesta frente a esta cuestión fue tajante: dado que “al entrar en la vía de la lucha por la Asamblea Constituyente, se puede reanimar y reforzar a las tendencias mencheviques dentro del Partido (…) de ello deriva la necesidad de no tachar de oportunismo las consignas democráticas, sino de prever garantías y elaborar métodos de lucha bolcheviques a los que sirvan estas consignas”. (115)
En síntesis, el sostenimiento de consignas democráticas funcionaba como un puente que buscaba unir los elementos, estructurales y subjetivos, que poseían un grado relativo de “atraso” con la toma del poder por el proletariado: la estructura social (en el caso chino, carente de unidad nacional y con “antiguallas feudales, militares y burocráticas”) y la conciencia de clase del proletariado. Como podemos ver, la crítica de Trotsky al programa del VI congreso, tuvo por objetivo reorientar la dirección del movimiento comunista al desarrollo de un programa de transición que permitiera reconstruir los lazos con la clase obrera y preparar su asalto al poder. (116)
El análisis de la cuestión latinoamericana durante el VI congreso de la Internacional, y su repercusión posterior en el movimiento comunista, arroja una serie de conclusiones.
En primer lugar, el análisis de los debates en torno al carácter de la estructura latinoamericana, y de la naturaleza social de su revolución, prueban que, en 1928, el movimiento comunista aún se caracterizaba por una heterogeneidad y diversidad de opiniones notables, que tomaron la forma de importantes debates. En este sentido, aunque no se verificaron agrupamientos consolidados, puede inferirse la existencia de dos fuerzas en pugna: una encabezada por la dirección del PCUS, en alianza a delegados provenientes de Argentina, Uruguay, Brasil y una parte de México; frente a delegados de Ecuador, Colombia, una parte de México y Brasil, así como de la propia Unión Soviética. Mientras que los primeros defendieron el carácter precapitalista (feudal, esclavista e, incluso, asiático) de las relaciones de producción latinoamericanas; colonial y semicolonial de su situación; y democrático-burgués y etapista de su revolución; los segundos destacaron el predominio del capitalismo, el carácter diverso de sus países (coloniales, semicoloniales y dependientes) y la posibilidad del establecimiento de una dictadura proletaria que se plantee la transición al socialismo, por un lado, o el salto directo al socialismo, evitando la etapa capitalista, por el otro.
En términos de hipótesis, consideramos que la dirección de la Internacional no esperaba una oposición semejante, elemento que se expresó en una evolución paulatina de sus respuestas ante lo que denominamos “cuestión latinoamericana”: del reconocimiento de las divergencias y la ausencia de una propuesta concreta (Bujarin); a evitar cualquier mención a América Latina en la presentación del debate sobre las colonias (Kuusinen); a, finalmente, la elaboración de un “co-informe” específico (Humbert-Droz), que buscó enfrentar los planteos fundamentales de los delegados de la región.
A pesar de estos debates, las tesis y resoluciones finales incorporaron las enmiendas de forma ecléctica y no consagraron un giro respecto de la política previa, en términos de Trotsky, zigzagueante de la dirección de la Internacional, concluyendo en un programa que sancionó, para América Latina, el predomino de las relaciones de producción “feudal-medievales”, la revolución democrático-burguesa, la “dictadura democrática de obreros y campesinos” y la alianza con sectores burgueses y movimientos nacionalistas.
Semejantes conclusiones generaron un ríspido enfrentamiento entre la dirección del movimiento comunista y lo que podríamos denominar su “ala izquierda”, que aún no se había consolidado en una oposición orgánica, tal como ocurría en la Unión Soviética. Los debates al interior de la Conferencia Sudamericana, por un lado, y el asesinato de Mella, por el otro, representaron los hechos más visibles de este proceso incipiente de crisis política.
En este sentido, la crítica de Trotsky expresó el programa de combate más acabado por una nueva dirección del partido de la revolución mundial, planteando la posibilidad (y la necesidad urgente) de “salvar a la Internacional del peligro de la descomposición fraccional”. (117) Para ello, retomando la tradición de los primeros cuatro congresos de la Internacional, luchó por el establecimiento de un programa de transición por el cual el Partido “no dejará pasar un nuevo cambio de la situación en el sentido de un nuevo reavivamiento revolucionario, entrará desde el comienzo en la vía de la creación de los soviets, movilizando a las masas alrededor de éstos, y los opondrá desde su creación al estado burgués, con todos sus camuflajes parlamentarios y democráticos”. (118) Incluso en abril de 1929, Trotsky aseguraba que no existían razones suficientes para fundar una IV Internacional, llamando a continuar desarrollando la línea revolucionaria de la III Internacional, sin dejar escapar “el hilo de la herencia ideológica ni un solo instante”. (119)
No obstante, la represión feroz al interior del movimiento comunista impidió la organización y desarrollo de una oposición a la dirección burocrática, y todo atisbo de crítica fue respondido, sucesivamente, con la calumnia, la expulsión, el destierro y, finalmente, la aniquilación física.
Tal como Trotsky había predicho, cinco años más de errores fueron fatales para el movimiento revolucionario mundial y, en 1933, con el ascenso del nazismo, la completa degeneración burocrática del PCUS y la dirección de la Comintern plantearon la necesidad urgente de construir una nueva Internacional, que recoja el hilo roto de la herencia y reconquiste la confianza de las masas en el más grande acontecimiento de la Historia: la revolución obrera y socialista.
Notas