Escribe Gregorio Goyo Flores
Publicado en Prensa Obrera Nº 220, 6 de abril de 1988
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El Día Internacional de la Mujer conmemora a las 129 obreras que murieron quemadas en New York, cuando el patrón prendió fuego a la fábrica, después de que las compañeras se declararon en huelga.
Con este motivo tuvieron lugar, a principios de marzo, actos y manifestaciones en homenaje a las víctimas de aquel infausto día y contra la opresión que afecta a la mujer.
Una de las consignas coreadas en una de esa movilizaciones fue: “se va acabar, se va acabar, esa costumbre de pegar”, ese gravísimo flagelo reactualizado por el caso Monzón ¿Cruzada anti-masculina, entonces? No creo, sin embargo, que el problema deba abordarse de esta manera. Tenemos que esforzarnos por interpretar la causa de la violencia contra la mujer (¡y contra el niño!) que se producen cotidianamente. La expresión más alta de la violencia es el crimen, el cual aparece en los albores mismos de la humanidad. Si hemos de dar crédito a los investigadores como Morgan, Engels y otros estudiosos de las comunidades primitivas, es posible encontrar muy tempranamente las primeras manifestaciones de violencia, debido al medio natural hostil en que se desenvolvió el hombre primitivo.
Pero la violencia institucionalizada, y junto con ella el sometimiento de la mujer, hace su aparición mucho más tarde, cuando la sociedad se divide en clases. Al decir de Engels: “El primer antagonismo de clase que apareció en la historia coincide con el antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresión de clases, con la del sexo femenino por el masculino. La monogamia (matrimonio único) surge de la acumulación de la riqueza en una mano, de la necesidad, [como dice Engels] de traspasar esas riquezas a los hijos de ese hombre y a ningún otro” (“Origen de la familia…”) Morgan dice: “Fue el desarrollo de la propiedad y el deseo de que fuese transmitida a sus hijos lo que hizo de fuerza motriz para introducir la monogamia” (“Origen de la civilización”). Quiere decir entonces que los antagonismos entre el hombre y la mujer tienen un origen económico y no es ningún modo innato a la diferencia de sexos. Para cambiar esta situación hay que modificar las condiciones sociales de la vida humana. Si en lugar de la propiedad privada que permite la acumulación de riquezas en pocas manos, con la desigualdad consiguiente, socializamos esas riquezas, habremos eliminado uno de los principales factores de la opresión. Esta es la primera cuestión.
En segundo lugar, los actos de violencia que nos sacuden a diario tienen sus raíces en un orden social y político que no podría sobrevivir ni un instante sin el auxilio de la violencia.
El Estado es antes que nada una organización concentrada de la violencia, que permite a una clase explotar a la otra. De sus filas e instituciones salen los culpables de los crímenes más atroces contra los oprimidos; ¡y también los jueces que los absuelven. Esto alcanza para explicar a los “monzones” que con fama y dinero tienen la impunidad prácticamente asegurada. Si el Querubín de la muerte, Alfredo Astiz, es ascendido y liberado después de estar imputado en los asesinatos de Azucena Villaflor, las monjas francesas y la Hagelin; lo de Monzón es una cuenta más en el largo rosario de crímenes efectuados al amparo del Estado burgués.
La liberación de la mujer no puede ser concebida a expensas del hombre, sino en la lucha en común por el derrocamiento de la burguesía y la destrucción del Estado burgués, como tránsito necesario a la abolición de los antagonismos de clase y de todos los derivados de él. La mujer revolucionaria se inspira en el legado histórico de una Juana Azurduy, una Flora Tristán, una Rosa Luxemburgo, nuestras Madres y las millones que tomaron por asalto los castillos de Versalles, los palacios de Invierno, y los cuarteles de un Batista o un Somoza.