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La huelga de periodistas de la RAI es una señal, para bien o para mal, de la capacidad del Gobierno para limitar las vías de disidencia pública y fortalecer la propaganda gubernamental. En el lado negativo, el "lodo Fazzolari" permite que el Gobierno pueda utilizar la televisión pública y las cadenas de la familia Berlusconi como su propia caja de resonancia (seis de las siete grandes cadenas). El Lodo Fazzolari permite a los miembros del Ejecutivo hablar en la RAI sin límites de tiempo y sin contradictorio y, al mismo tiempo, limita el espacio de los partidos de la oposición en televisión y los obliga a la presencia de un representante del Gobierno. El actual control mediático se produce en vista de las elecciones europeas, en las que Meloni aspira a la confirmación electoral de su partido. En el lado positivo, el hecho de que los periodistas de la RAI se declararon en huelga y limitaron la agenda informativa de la empresa representa un inédito en las últimas décadas: los trabajadores afirman tener que "negociar cada palabra de sus servicios" y condiciones salariales cada vez peores. Un éxito sin precedentes dada la cancelación de TG3 y la limitada ejecución de los restantes TG de la RAI (en el Tg2 fueron emitidos 26 minutos de programa sobre 135, sólo 28 de 186 en el Tg1).
Un gobierno que ciertamente no inventa el control gubernamental de la RAI, producto de una ley del gobierno Renzi que había liberado al consejo de administración del Parlamento para ponerlo directamente bajo el control del Ejecutivo. La novedad consiste en la mayor intensidad con la que Meloni intenta alinear cada programa de televisión con su propia propaganda, careciendo, pero con capacidad política para evitar una fuerte reacción de los periodistas y de la opinión pública.
En este marco se sitúa la candidatura del general Vannacci, con sus discursos homofóbicos y la propuesta de crear clases separadas para personas discapacitadas en las escuelas; la infiltración de militantes nazifascistas en el aparato administrativo, a través de las intendencias de centroderecha; el intento de Angelucci, un capitalista de la Liga, de comprar La Stampa (1); o la censura de Scurati y su monólogo sobre la resistencia partisana, mientras un exponente meloniano (director de TG1 del 94 al 96), un tal Magliaro, expresaba orgullosa y agresivamente en un programa de entrevistas: "Soy fascista, ¿entonces?". La respuesta de ese lumpen es interesante porque se sitúa en un contexto internacional en el que Martin Wolf, editorialista del Financial Times, se interroga sobre la naturaleza de los gobiernos de derecha de los últimos años (Trump, Orban, etc.).
El artículo de Wolf destaca cómo existe una afinidad entre el fascismo tradicional y los gobiernos reaccionarios que proliferan en estos años de crisis capitalista. La creación de una "élite popular" es un clásico de los regímenes fascistas, sobre todo si se basa en la sangre y en una presunta superioridad biológica donde se excluye a los homosexuales, a los discapacitados, a las mujeres o a las minorías étnicas o religiosas, ya sea a los judíos de finales del siglo XIX y principios del XX o a los árabes en los países europeos contemporáneos. La mistificación de la realidad, donde se atribuye la responsabilidad de la crisis a estos parias, permite a los movimientos fascistas crear una base de masas y desviar el descontento popular hacia chivos expiatorios que no sean la clase dominante.
El corolario de esta operación política es la promoción de filosofías irracionalistas y misticismo religioso: actualmente hemos visto esta dinámica en los movimientos contra las políticas de aislamiento social por la pandemia (en los que, entre otras cosas, partidos fascistas han tomado el control de la plaza para atacar la sede nacional de la CGIL).
Las similitudes podrían continuar, pero la corriente del soberanismo europeo tiene una diferencia fundamental con los movimientos fascistas que la convierten en una “especie” peculiar en el "género" de los movimientos reaccionarios. El fascismo tiene como objetivo principal la destrucción física del movimiento obrero mediante la movilización armada de la pequeña burguesía; en otras experiencias históricas, esta función contrarrevolucionaria fue llevada a cabo por el ejército y el aparato represivo del Estado (esto en la tradición marxista llevó a distinguir gobiernos reaccionarios como el de Francisco Franco de regímenes "propiamente" fascistas). Esta función abiertamente antiobrera y represiva hacia las organizaciones del movimiento obrero parece ser una de las principales características de Bolsonaro, Milei y Trump; este no es el caso de Meloni o Le Pen. Evidentemente, aunque el soberanismo europeo tiene posiciones derechistas con respecto a los derechos sindicales y democráticos, la esencia de este movimiento consiste en canalizar el descontento "popular", a través de la demagogia electoral hacia la Unión Europea y hacia la inmigración. No es la reacción burguesa a las luchas y radicalización del movimiento obrero, sino la consecuencia indirecta del reflujo obrero: la burguesía no financia a Meloni para reprimir a los trabajadores, al contrario, un sector de la masa trabajadora y de los desocupados votan a Meloni debido a la crisis capitalista, arruinando los planes de Confindustria que esperaba en un nuevo gobierno Draghi, es decir, un Ejecutivo de unidad nacional.
Esta peculiaridad del soberanismo europeo explica su profunda inestabilidad que lo aleja sistemáticamente de gobernar sus países de origen. Este fue el caso del líder del Brexit, Farage, quien se retiró de la política una vez que la victoria del referéndum podia llevarlo al gobierno; así fue para Salvini con la crisis de Papeete y su dolorosa participación en el gobierno de Draghi; este es el caso de Le Pen, que cuanto más se acerca al Elíseo, más modera su programa económico eliminando, por ejemplo, la salida de la moneda única. Este puede ser el caso de Meloni que, tarde o temprano, ya sea en las elecciones europeas o en una próxima vuelta electoral, tendrá que justificar ante su electorado el voto a favor del nuevo pacto de estabilidad europeo, que condena a Italia a años de feroz austeridad sobre las finanzas públicas. Esto explica la atención de Fratelli d’Italia por controlar la televisión nacional.
(1) Uno de los principales periódicos burgueses, hasta ahora crítico del gobierno
Meloni: duplica la apuesta o abandona Por Michele Amura, 13/04/2024.