Escribe Jorge Altamira
¿Un evento de mercado?
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A principios de mes, un desplome bursátil que afectó a la mayor parte del planeta, pero en especial a los mercados de Nueva York y Tokio, produjo una pérdida de valor accionario del orden de los 3 billones de dólares. Se desarrolló en secuencias sucesivas desde el mes de junio y explotó el 3 y 5 de agosto. Los debates se iniciaron de inmediato acerca de si lo ocurrido inauguraba un ciclo nuevo de recesión y de deflación. Un fondo internacional, en una carta a sus clientes, caracterizó lo siguiente: “Vemos un evento de mercado, no uno de carácter económico” (Financial Times, 7.8), atribuyendo la ‘turbulencia’ a una onda especulativa previa, basada en la infundada confianza creada por un período de estabilidad. No ha tenido lugar una crisis del proceso de producción sino de su superestructura financiera.
En los días siguientes las Bolsas recuperaron los valores de inicio. La Unión de Bancos Suizos ha estimado que la mitad de las deudas acumuladas, fundamentalmente en Estados Unidos, por préstamos originados en Japón, unos 742 mil millones de dólares desde 2021, había sido cancelada. La bajísima tasa de interés de Japón, el 0.1 %, había inducido a la toma de créditos para ser invertidos en deuda pública a diez años o en el mercado monetario de Estados Unidos, que ofrecía una tasa del 4.5 al 5.5 %, o para comprar acciones de empresas tecnológicas con la expectativa de que se valoricen por el desarrollo de la Inteligencia Artificial. Quienes ven lo mismo, aunque desde otro ángulo, sostienen que la potencial valorización que ofrecían las tecnológicas incentivó la toma de préstamos de Japón, a una tasa de interés ‘gratuita’. La suba de la tasa de interés decidida por el Banco de Japón, del 0.1 al 0.25 %, pinchó esta burbuja. El mismo efecto tuvo la publicación de los balances de las tecnológicas, con beneficios muchos menores a los esperados. El desplome del proceso especulativo ocurrió también en Japón –donde la suba de la tasa de interés provocó la caída de las acciones bursátiles-. La recuperación de las pérdidas en los días subsiguientes no es un dato suficiente para dar concluida la crisis. Como ocurre en los vuelos aéreos cuando se supera una turbulencia, varios financieros aconsejan seguir con los cinturones de seguridad abrochados.
Más allá de las transacciones dólar/yen por aproximadamente 1 billón de dólares, los inversores japoneses son, en términos netos, los mayores prestamistas de la economía mundial. Han invertido 10,6 billones de dólares en títulos extranjeros y son grandes compradores de títulos estadounidenses y australianos. El historiador económico Adam Tooze advierte que “todavía hay muchas posiciones cortas en yenes y muchas largas en las tecnológicas estadounidenses”. Lo que quiere decir es que hay mucho dinero que apuesta a la baja de la moneda japonesa (que está aumentando) y otro tanto invertido en función de una suba de las acciones de las empresas norteamericanas (que han estado cayendo). De acuerdo a esto, la crisis financiera no ha concluido. Un billón de dólares del endeudamiento originado desde Japón se encuentra sin liquidar. El Banco de Japón ha anunciado que no subiría de nuevo, a corto plazo, la tasa de interés, ofreciendo sosiego a quienes se endeudaron en yenes, en tanto que la Reserva Federal se aprestaría a reducir la tasa norteamericana y a hacerlo en tandas rápidas, para achicar el diferencial con la de Japón.
Estos movimientos soslayan una cuestión fundamental. Ocurre que Japón necesita absolutamente aumentar sus tasas y elevar la cotización del yen por razones estructurales. El estancamiento de la economía japonesa supera largamente en el tiempo a la de Argentina —unas tres décadas— y su política financiera ha fracasado en reanimarla. Ha acumulado una deuda pública del 330 % del PBI para financiar al capital privado, sin efecto alguno en la reactivación de la economía. La cartera del Banco de Japón incluye obligaciones negociables y acciones, que en este caso es del 7 por ciento, según el Financial Times. La devaluación extraordinaria del yen, como consecuencia de una tasa de interés real negativa, ha convertido a Japón en exportador neto de capitales y en el primer acreedor internacional de Estados Unidos. La valuación relativa del PBI de Japón ha pasado del 60 al 16 % del PBI norteamericano en términos de dólar. Por otro lado, los costos de producción nipones han aumentado por la crisis de suministros en la cadena de producción provocada por la pandemia y por las guerras comerciales, y por el encarecimiento de las importaciones de materias primas y bienes de consumo: Japón atraviesa un período de relación de intercambio negativa. La intención de revaluar el yen mediante el aumento de la tasa de interés es abaratar la importación, aumentar el consumo interno y repatriar capital dinero. Claro que la contrapartida sería un fuerte aumento del costo de una elevada deuda pública y del servicio de la deuda privada.
Los giros financieros que provocaron el derrumbe de las Bolsas no han terminado. Los inversores, señala el FT (13.8), “están retornado a la deuda pública, en Estados Unidos, debido a que la recesión ha reemplazado a la inflación como el temor principal. Los flujos hacia títulos de deuda han sido, en julio pasado de 57,4 miles de millones de dólares”. Los especuladores se adelantan, de este modo, a una reducción de la tasa de interés, por parte de la Reserva Federal, cuyo efecto es, precisamente, aumentar la cotización de los bonos del Estado –y más todavía si es acompañada de una deflación o caída de precios-. Lo mismo ha ocurrido con la deuda corporativa, cuyo valor aumenta cuando se reduce la tasa de interés. Aunque la compra de deuda de las empresas ‘basura’ (cuyos ingresos son inferiores al servicio de la deuda) también ha crecido, el nivel inferior de este grupo, con deudas por 1.3 miles de millones de dólares, ha sido dejado a la deriva y enfrenta un escenario de bancarrotas. Los balances de los bancos y fondos de distinta clase acumulan un monto creciente de títulos públicos y privados, cuando la deuda pública norteamericana es estimada en 35 billones de dólares –un 120 % del PBI-. El valor de los activos financieros globales se calculan en 120 billones de dólares, un 20 % por encima del PBI internacional. En su conjunto, las acciones cotizantes a nivel mundial tenían una capitalización de 112 billones a julio en comparación con los 103 billones del año pasado —Estados Unidos 46 billones, China 11.5 billones (en este caso inferior al PBI) (FT).
El giro hacia los títulos de deuda desatado en la crisis reciente refleja, en principio, la expectativa de una recesión y de una desvalorización de los capitales accionarios. El efecto de una reducción de tasas sería la devaluación del dólar y, en consecuencia, la acentuación de la guerra comercial internacional y la salida de capitales extranjeros de la deuda norteamericana. Un sector de la Reserva Federal, así como el FMI, reniegan de reducir la tasa de interés porque temen que un desplome del dólar provoque un ‘crash’ de mercado y una depresión de la economía. Aunque es prematuro discernir el impacto que tendrán estos giros financieros, la perspectiva de nuevas crisis bursátiles y financieras ha ganado fuerza, incluido una crisis del proceso de producción.
Un tema adicional de la deuda pública norteamericana es su condición de corto plazo en crecimiento y la brecha con la tasa de interés a largo plazo. El Financial Times la califica de “preocupante”. El fenómeno es recurrente en el capitalismo, cuando se produce una caída de la deuda para inversión y una suba de aquella destinada al refinanciamiento de deudas. Como los títulos de corto plazo se utilizan como colateral en el mercado monetario de cortísimo plazo (por ejemplo, préstamos por un día), su vulnerabilidad intrínseca puede paralizar las transacciones diarias entre bancos –un evento reiterado que, en julio de 2007, marcó el “martes negro” que llevaría al estallido general en noviembre de 2008 con la quiebra de Lehman Brothers y la aseguradora AIG-. Por otro lado, la emisión de deuda de corto plazo por la Tesorería norteamericana tiene un efecto disruptivo sobre la política monetaria del Banco Central y sobre los movimientos de la tasa de interés. El impacto de esta competencia entre la Tesorería y la Reserva Federal puede convertirse en el chispazo de algo más fuerte que una crisis bursátil, como es una crisis monetaria. El Banco Central ve disminuida su capacidad para contrarrestar una tendencia a la recesión.
Aunque las previsiones del FMI y de organismos tanto públicos como privados excluyen una recesión en el próximo año y medio, las tendencias en Alemania y otros países europeos apuntan a ella, lo mismo que en China y Estados Unidos, desde antes del estallido bursátil. En el caso de Alemania, por el enorme impacto de la crisis energética que ha provocado la ruptura de los acuerdos para la provisión de gas natural por parte de Rusia, y también por el efecto de la competencia de China, en cuanto a automóviles de última generación. China, por su parte, sigue inmersa en la crisis inmobiliaria, que afecta en forma directa al 30 % de su PBI. La corrida de inversores locales hacia la deuda pública de China, incluso de corto plazo, es un síntoma de recesión, incluso si la capacidad del sistema bancario para frenarla es importante. “El mercado de la deuda pública es deflacionario”, señaló un observador. Si bien la deuda del estado central no provoca inquietudes, ocurre lo contrario con los gobiernos locales, que se encuentran literalmente en situación de insolvencia como consecuencia del financiamiento del mercado inmobiliario. En Estados Unidos, el estallido bursátil fue precedido por datos de aumento del desempleo relativo, o sea contrataciones inferiores al incremento de la masa laboral. Aunque el mayor impacto de la crisis bursátil recayó sobre el sector tecnológico, se supone que éste no disminuirá sus gastos de investigación y desarrollo, espoleados por una fuerte competencia nacional e internacional. Tesla, sin embargo, ha sufrido los golpes derivados de su retroceso relativo, en China, frente a los competidores nacionales.
Queda en este escenario la cuestión geopolítica, como se denomina perversamente a la guerra. Alan Greenspan, un histórico presidente de la Reserva Federal, ofreció una versión instructiva acerca de las razones por las que el enorme derrumbe bursátil de 1987 –un 25 % del promedio general-, lejos de provocar una depresión desató un crecimiento de los valores de Bolsa por dos décadas: fue la disolución de la Unión Soviética, pero sin añadir el impacto de la restauración capitalista en China en la demanda mundial de inversiones. El abatimiento del primer estado obrero de la historia operó como una póliza de seguro político que no podía reemplazar ninguno de carácter económico. La geopolítica actual va por otros carriles. La evolución de la guerra podría desatar un “crash”, como un avance consistente de Rusia en Ucrania y una escalada bélica a partir de la incursión ucraniana a territorio ruso, con militares y artillería de la OTAN. La agencia Fitch bajó la calificación de la deuda pública de Israel, que no puede solventar sus gastos sin una maciza ayuda de Estados Unidos. La escalada de la guerra en Medio Oriente, como busca Israel con sus dos ataques a territorio iraní, provocaría un desastre en el comercio mundial, como lo advierten las compañías de navegación y los astilleros.
El capitalismo se ha convertido de nuevo pero en una escala inusitada en un volcán en irrupción. La crisis financiera ha entrado en el terreno político de una guerra mundial en desarrollo.