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Cuando se acentúa la expectativa de una acentuación de la guerra comercial de Estados Unidos contra China, crece, incuestionablemente, la importancia de la crisis económica que atraviesa la llamada República Popular. Es un asunto que toman en cuenta, explícitamente, los planes de Trump de elevar en forma considerable los aranceles a las importaciones de China, así como a las de los países con que China triangula sus exportaciones a Estados Unidos. Se trata del desencadenamiento de una guerra comercial entre dos polos internacionales que se encuentran en crisis. Los déficits fiscales y el aumento abismal de la deuda pública norteamericanas constituyen una amenaza a la sustentabilidad del dólar y a la enorme burbuja especulativa que atraviesa la Bolsa de Wall Street.
De acuerdo a la información oficial, el PBI de China habría crecido un 5% en 2024, pero el dato es cuestionado casi por unanimidad por economistas de diversas corrientes, que lo reducen al 2 o 3%, una tasa incompatible con el propósito del gobierno de incrementar el empleo laboral. Se teme, en realidad, que China haya entrado en un proceso de “japonización”, como ocurrió a partir del derrumbe del mercado inmobiliario de Japón a fines de los años 80. La industria de la construcción de viviendas representa en China alrededor del 30% del producto nacional. La quiebra de la inmobiliaria Evengrande significó un default sobre 300 mil millones de dólares de deuda –nada menos que el 2% de todo el PBI. La cadena de quiebras no se ha interrumpido. En las últimas tres semanas pasaron por la justicia comercial de Honk Kong tres compañías grandes: Sunac, Country Garden y Shimao, para ser liquidadas. El impacto sobre la industria de la construcción, la siderurgia o el cemento ha sido brutal, al igual que sobre los bancos y gobiernos locales que han financiado la especulación inmobiliaria. El gobierno ha anunciado un paquete de rescate de 1,4 billones de dólares para “sostener la economía y refinanciar las deudas de los gobiernos locales”. El aparato financiero del Estado se ha tetanizado; se ha abierto un desarrollo deflacionario, como consecuencia del cual las tasas de interés de la deuda pública han caído al piso. Los precios de producción han bajado un 2,3% y la tasa de los bonos del Tesoro a un 1,6%, o sea una tasa de riesgo-país negativa de 300 puntos frente al titulo a diez años de Estados Unidos, que oscila en torno al 4 por ciento. Los capitales no encuentran otro lugar para aparcar el dinero, en momento de gran retroceso de la tasa de beneficio promedio de las empresas. El gobierno ha acentuado los controles en el mercado de cambios para evitar una fuga de dinero.
Se habla de “japonización” de China, porque la ‘limpieza’ de los balances de las empresas japonesas que habían entrado en default, también como consecuencia de la especulación inmobiliaria, aún no ha concluido, medio siglo después. La amenazante rival del capital norteamericano hace cuatro décadas, quedó contra las cuerdas sin horizonte de salida, como se manifiesta en el retroceso que ha sufrido en el ranking internacional. La operación de rescate de las quiebras por parte del Estado provocó una elevación de la deuda pública al 200% del PBI, financiada por el Banco de Japón a tasas de interés minúsculas. El yen japonés se ha desvalorizado considerablemente; en consecuencia, ha habido una elevada salida de capitales que aparcan en la Bolsa de Nueva York y en los títulos del Tesoro estadounidense, para ganar con la diferencia de tasas de interés y con la valorización ficticia del mercado de acciones norteamericano. Los intentos de Japón por normalizar su política monetaria han fracasado hasta ahora, cuando se vuelve a anunciar una suba de tasas de interés para repatriar capitales; un intento similar reciente (a mediados del año pasado) provocó el derrumbe de Wall Street y el recule de las autoridades bancarias de Japón.
Xi Jinping está decidido a evitar una “japonización”, a sabiendas de que produciría un escenario catastrófico. La economía de China no es solamente más de cuatro veces mayor a la japonesa, también ha financiado una red enorme de infraestructuras internacionales que se convertirían en las victimas de una crisis de financiamiento. Por eso ha reducido al mínimo el salvataje de las inmobiliarias en default, para evitar el aumento de la deuda pública y de la acumulación de deuda muerta en los bancos, y ha impulsado subsidios en gran escala a la oferta industrial. Sólo para ilustrar: al ritmo actual, la industria manufacturera de China alcanzaría del 45% de todo el PBI mundial hacia 2030. Las exportaciones industriales del país se han incrementado en forma exponencial para compensar la caída de la demanda interna. Entre los economistas se ha abierto una polémica acerca de si se ha iniciado una crisis de sobreproducción, a la que atribuyen la deflación y la caída de la tasa de beneficios del capital. Para muchos de ellos es necesario subsidiar la demanda de consumo en lugar de la oferta. Dos reputados economistas, Mathew Klein y Michael Pettis, ven positivamente, para China un aumento de los aranceles a las importaciones por parte de Estados Unidos, como ha anunciado Trump, porque obligaría al gobierno a re-direccionarlas al mercado interno como alternativa a las barreras comerciales internacionales.
Una expansión del consumo personal, que en China representa un bajísimo 40% del PBI, significaría, sin embargo, un aumento de costos laborales internacionales. Debilitaría al capital chino frente a rivales exportadores del sudeste de Asia o incluso México; produciría una reducción de la tasa de explotación de la fuerza de trabajo; y podría provocar el abandono de posiciones conquistadas en el mercado mundial. China no sólo ha desarrollado la famosa Ruta de la Seda sino que ha creado su propio centro de transferencias monetarias internacionales. El Cips, aunque integrado al Swift, el centro de legitimación de trasferencia usado por Estados Unidos, ha abierto un campo mayor de operaciones internacionales para la moneda de China, el renminbi. El banco HSBC, uno de los grandes del planeta y con posición dominante en Asia se ha dividido en una sección europea y otra asiática para unirse al Cips, y promover la internacionalización de la banca y la moneda de China. Del mismo modo, capitales internacionales importantes se han convertido en ‘traders’ de materias primas en China, lo que supone una competencia con los mercados de Chicago y de Londres. China es el adquirente dominante de la mayor parte de las materias primas, sean alimentarias o metalíferas. Un repliegue de China a su mercado interno, aunque mucho más desarrollado y potente que en el pasado, es inviable, salvo en un escenario de guerra mundial.
Las categorías de la “macroeconomía”, con su referencia a los “equilibrios fiscales, monetarios y comerciales”, oscurecen lo que constituye la fuerza motriz del capitalismo, o sea, la búsqueda de la mayor tasa de beneficio y de acumulación de capital. El capital no sacrificará las posiciones que ha conquistado en el mercado mundial, para tomar en consideración cualquier otra noción, en este caso el equilibrio del comercio o las finanzas públicas, que están determinadas por las leyes del movimiento del capital, y no al revés. Con la “macroeconomía” ocurre lo mismo que con la “geopolítica”, donde, en esta última, las rivalidades capitalistas y la lucha de clases son sublimadas como conflictos entre Estados por consideraciones de dominación territorial, cuando ellas son, en realidad, la expresión de los conflictos de clase en su conjunto que toman la forma de apropiación de territorios o de imposición de regímenes políticos dependientes. Para numerosos economistas, el intento del gobierno de China de contrarrestar con subsidios a la oferta industrial, la tendencia a la deflación creada por el derrumbe inmobiliario, implicaría una asignación equivocada de recursos que no logrará aumentar la productividad del trabajo ni los beneficios de las corporaciones. En estos términos, el paquete de subsidios está condenado al fracaso.
La masiva internacionalización de la economía y los capitales de China han puesto fin a todas las reglamentaciones y acuerdos internacionales que tuvieron su origen en la posguerra última y sus diversas modificaciones, en especial con la creación del euro y la Unión Europea. En esta disrupción se asienta la guerra comercial, que tiene su centro entre Estados Unidos y China, pero que se ha generalizado, incluso en la periferia.
De las declaraciones de sus diversos voceros, se desprende que Trump pretende imponer un acuerdo de dos a China, sobre la base de un dólar de valor menor y un renminbi revaluado; el resto de las principales monedas girarían en torno a este eje. Otras medidas fundamentales deberían sustentar esta nueva relación de cambio, como el cese de subsidios monetarios y paramonetarios por parte de China, y un reparto de los mercados mundiales. Pero como bien explicaba Lenin, la definición de las relaciones capitalistas rivales nunca puede alcanzarse sino por medio de la fuerza. Esto explica el impulso de Trump a la formación de una nueva oligarquía capitalista en Estados Unidos, que ha crecido con los contratos abusivos con el Estado y que acaba de recibir el anuncio, de parte de Trump, de un subsidio de 500 mil millones de dólares para el desarrollo de la Inteligencia Artificial. El desarrollo de esta oligarquía capitalista ha creado una división en la burguesía norteamericana, en especial en cuanto a una guerra comercial que pudiera poner fin a la Unión Europea. Explica también, por supuesto, la tendencia a un cambio de régimen político en Estados Unidos, como se ve en los recientes decretos ejecutivos de Trump. EE.UU. ha perdido la preponderancia internacional que dio sustento a la democracia norteamericana durante un largo período, y que ha tomado otro período, relativamente largo, para agotarse.
Trump: un programa de guerra interno e internacional Inaugura mandato con doscientos decretos ejecutivos. Por Jorge Altamira, 21/01/2025.