Escribe Joaquín Antúnez
En las calles se respira olor a muerte.
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Un sismo de 7,7 grados en la escala Richter sacudió por completo a Myanmar (ex Birmania) el pasado viernes 28 de marzo. Según las agencias especializadas, este terremoto ha sido uno de los más violentos registrados en 100 años en el continente asiático, lo cual es mucho decir debido a las actividades sísmicas recurrentes tanto en tierra como bajo el océano. El epicentro del terremoto fue ubicado en el centro norte del país, en la región central de Sagaing, cerca de Mandalay, la antigua capital real, con una población de alrededor de 1,5 millones de personas. Los efectos del sismo pudieron sentirse hasta en Bangkok, a más de 1000 km, donde se registraron 18 muertes como consecuencia del derrumbe de un edificio en construcción y otras estructuras menores. En Myanmar, el gobierno de facto que dirige el país desde 2021 ha reconocido 2065 muertes y 300 desaparecidos al 1 de abril, pero la Cruz Roja estipula que la cantidad real de muertes asciende a 10 mil, cuando se logre llegar a las zonas más anegadas.
Según el Servicio Geológico de Estados Unidos (USGS, por sus siglas en inglés) el sismo, que tuvo su origen a solo 10 km de la superficie, generó un efecto devastador de alto alcance, que se combina con el deterioro generalizado de las condiciones de infraestructura crítica (rutas, puentes, autopistas) y las improvisadas construcciones de la población, sumida en la pobreza extrema. La geóloga Jess Phoenix, consultada por la CNN (31/03) asegura que la energía descargada en un minuto de movimientos tuvo el equivalente a 334 bombas atómicas.
Durante el fin de semana, los habitantes atravesaron una situación de completa desesperación, sin acceso en múltiples ocasiones a ayuda externa o con la maquinaria necesaria. La ciudad de Mandalay se movilizó para rescatar con sus propias manos a las miles de personas bajo los escombros. Los relatos de familias enteras devastadas por la caída abrupta de edificios y casas son moneda corriente en los periódicos internacionales. Se calcula que más de 600 mezquitas/monasterios se derrumbaron mientras diversos fieles se encontraban dentro rezando. Las organizaciones eclesiásticas han notificado la muerte de más de 270 monjes que se encontraban rindiendo un examen al momento del desastre. En la capital Naypyidaw, ubicada a 270 km, un hospital se vino abajo por completo junto a cientos de viviendas y otros monasterios, aunque el impacto en víctimas ha sido ampliamente menor.
Los propios operativos de rescate se encuentran atravesados por la guerra civil, las zonas bajo influencia de los militares fueron las más devastadas. El gobierno de la Unidad Nacional -conformado por los partidos prodemocráticos y diversos grupos de guerrilla- han convocado a un cese al fuego ofensivo de dos semanas, aunque advirtieron que se defenderán en caso de incursiones a sus territorios. Las diversas rutas controladas por uno u otro bando, dificultan la acción centralizada y la ayuda humanitaria. Los informes de la Cruz Roja y la Media Luna Roja (FICR) sugieren una inversión inmediata de 100 millones de dólares para atender las necesidades urgentes de los damnificados. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha anunciado una ayuda inmediata por 5 millones de dólares, mientras que países cercanos como China, India, Pakistán han enviado ayuda humanitaria calculada en 30 millones de dólares. Reino Unido, Irlanda y Australia han ofrecido otros 20 millones, al igual que Donald Trump desde la Casa Blanca. El problema fundamental es que toda esta ayuda llegará muy posteriormente a las 72 horas de “ventana” que se estipula ante cualquier catástrofe para hallar a una persona atrapada bajo escombros con vida. El olor a muerte se respira en las calles. Miles de cuerpos se encuentran bajo escombros que llevará semanas remover; los cuerpos rescatados no pudieron ser enterrados lo que agrava la situación sanitaria en todo el territorio afectado.
Todas las organizaciones de ayuda humanitaria reflejan las dificultades de trabajar en zonas con escasez de alimentos y los materiales necesarios para desarrollar sus tareas. Los informes se centran en la gravedad del sismo para ocultar las responsabilidades políticas de un gobierno de facto que ha entablado la persecución y matanza de opositores políticos. El daño en las estructuras más elementales y los reportes sobre viviendas realizadas con barro y madera exponen una crisis humanitaria muy profunda.
Se calcula que desde el año 2021, más de 3 millones de personas fueron desplazadas de sus hogares. Ahora se calcula que cerca del 60% de las viviendas en Mandalay quedaron derrumbadas, lo que anticipa una crisis superior. En las calles de la vieja capital se han arropado los sobrevivientes que han perdido sus hogares o temen despertarse bajo los escombros si retornan. El desastre de Myanmar ofrece una nueva imagen de la barbarie a la que empuja a la humanidad toda el capital y sus gobiernos.