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Por un lado, debe lidiar con una situación de default internacional de mayor peso absoluto y relativo al de 2001. Por el otro, enfrenta un proceso inflacionario que, en principio, sólo puede acentuarse, como consecuencia de la falta de financiamiento internacional y del estado de quiebra del Banco Central. La crisis de crédito bloquea una salida a la enorme crisis industrial. La renegociación obligada de la deuda externa plantea un choque con el FMI, que se atiene a la línea del superávit fiscal, algo imposible de obtener sin un ataque aún más intenso a las muy deterioradas condiciones sociales de los trabajadores.
Los observadores mejor posicionados coinciden en que se ha abierto un conflicto entre los fondos especulativos, de un lado, y el FMI, del otro, porque éste quiere imponer una quita a los primeros, para salir con mayor rapidez del default. El planteo ‘reperfilador’ de AF, que promete pagar la deuda a su valor nominal, linda con el negociado, cuando ella se está cotizando al 40% de aquél.
El planteo de reprogramar los pagos de la deuda, sin quitas de capital ni intereses, acompañado de un ‘pacto social’ que reglamente precios y salarios y otros gastos presupuestarios, como el previsional, supone una capacidad política muy fuerte de arbitraje que hoy el Estado carece. Más allá de las presiones del capital, por un lado, y de los trabajadores, por el otro, existe un cuadro institucional convulsivo. De una parte, cualesquiera sean las acciones del nuevo Ejecutivo para condicionar al poder judicial, existen numerosos ‘lobbys’ interesados en proseguir los juicios contra el personal kirchnerista y CFK. Aquí hay que destacar el lobby internacional de los Trump y Bolsonaro, que se valen del flanco judicial para operaciones golpistas, como viene ocurriendo en América Latina.
En el plano de las fuerzas políticas en presencia domina la fragmentación, tanto en el oficialismo como en la oposición. El kirchnerismo reconoce esta situación cuando se refiere al FdeT como una coalición, lo cual implica repartir posiciones de gobierno. Lo mismo ocurre con Cambiemos, donde reluce una división en el Pro, entre intransigentes y dialoguistas, y entre el macrismo y la UCR – esta también surcada por divisiones. La tesis de los grandes medios, que presentan a un macrismo resucitado como consecuencia de la recuperación de votos que consiguió después de las Paso, peca de un formalismo excesivo. El derrumbe económico ha sepultado al macrismo como actor político. Desde antes del 11 de agosto, el macrismo ha debido desandar su plan económico y tomar medidas que inauguran un período diferente bajo la batuta de la coalición peronista. La incompatibilidad de su planteo estratégico con la realidad económica y política es lo que explica, precisamente, su fragmentación. Los métodos ‘neoliberales’ están naufragando en todo el mundo – la ‘globalización’ da paso a la guerra económica.
La diferencia entre la estrategia revolucionaria, de una parte, y la democratizante, de la otra, nunca se ha manifestado tan abismal como ocurre en la situación presente.
El equilibrio político en América Latina ha sido despedazado también por la guerra económica, en especial entre EEUU y China. Para consolidar la restauración capitalista, la burocracia china necesita poner un pie en el mercado internacional – la solidez del sistema capitalista depende del anclaje que obtenga en la economía mundial. Las burguesías nativas a veces buscan el respaldo de China para morigerar la presión norteamericana. Esto ocurre desde el petróleo de Venezuela, la soja de Argentina y Brasil, o el litio boliviano, cuya explotación estaba negociando Evo Morales con China cuando se produjo el golpe. Bajo la presión de esta guerra económica, de la crisis mundial y de la rebelión popular, se desarrolla una quiebra del sistema interamericano, que no han podido superar ni la Unasur, ni el Alba, ni la Celac. Esta quiebra es un elemento fundamental en la formación de situaciones revolucionarias, y una reivindicación de la consigna de la IV° Internacional – la Federación Socialista de América Latina.
Las limitaciones extraordinarias del FdeT han quedado de manifiesto, en forma definitiva, en la transición política que arrancó con las Paso. Con un caudal de votos casi plebiscitario, el FdeT usó el poder obtenido para asegurar un pasaje ‘pacífico’ de la transición, sometiendo a las burocracias sindicales a un política de tregua e incluso pactando esa tregua con el gobierno macrista, expresada en el proyecto de “emergencia alimentaria” acordado con la CGT y la Iglesia. El pacto social sería la continuación de esa política de contención, que se convertiría en intento de arbitraje.
En estas condiciones, el gobierno F-F choca con las aspiraciones mínimas de las masas – salarios, jubilaciones, trabajo. Esta contradicción es el punto de partida de la nueva experiencia que deben atravesar los trabajadores, antes de arribar a conclusiones más amplias y decisivas. En la etapa política que se inicia, la denuncia de la entrega al capital titular de la deuda pública, debe ser combinada con un planteo de lucha por las reivindicaciones mínimas.
El próximo gobierno utilizará las contradicciones e incluso los choques con los acreedores y el FMI para llamar al pueblo a resignar sus aspiraciones, en nombre, naturalmente, de la unión nacional. La agitación política socialista debe subrayar, por el contrario, que todo espacio concedido para un acuerdo con el capital financiero será perjudicial para las reivindicaciones de la clase obrera. Un punto importante del pacto social será acordar una ‘desindexación’ de los ‘ingresos’, con la vista puesta, especialmente, en las jubilaciones – cuyo monto real se desvincularía de la inflación, a partir de un aumento a la jubilación mínima, que es la cuarta parte de una canasta familiar.
El pacto social de 1973 desembocó en el rodrigazo de 1975 y la huelga general subsiguiente, a pesar de que la crisis mundial no alcanzaba la envergadura actual, mientras la capacidad de arbitraje (Perón) se quebraba por la crisis política y la belicosidad de sectores importantes de las masas. La analogía con lo que pretende ahora el FdeT sirve para observar los caminos propios que seguirá la experiencia actual.
El agotamiento del FIT guarda relación con la caracterización que hace de la situación histórica corriente, de sus métodos de construcción política y de su programa. No ha sacado conclusiones revolucionarias que ha planteado la crisis mundial, y en especial el agotamiento político de la restauración capitalista, para acabar asumiendo la condición electoralista de Izquierda Unida. Como IU, nunca se ha convertido en un frente único, ni desarrollado un programa de acción (transicional). En el plano parlamentario ha votado proyecto de leyes de los partidos patronales – la ley Micaela y la emergencia alimentaria, entre otros. El oficialismo ha convertido al Partido Obrero en un aparato que repudia el derecho de tendencia, expulsa más de mil militantes en forma sumaria, al servicio de una camarilla electorera.
La lucha por convertir a la vanguardia obrera en revolucionaria, pasa por dos carriles. Una, es una campaña nacional e internacional por el reconocimiento del derecho de tendencia en el PO y en la CRCI, y la reintegración de los militantes expulsados en forma sumaria; dos, una campaña de reclutamiento marxista, socialista, revolucionario, en la clase obrera y en la juventud. El Partido Obrero representa históricamente el programa, no del electoralismo sino de la revolución proletaria, y la construcción de un partido revolucionario, basado en la unidad estratégica de acción y de la democracia obrero, no de un aparato electorero.
Las huelgas, bloqueos, ocupaciones de empresas, ocurridas recientemente, han mostrado en acción a una vanguardia combativa de luchadores. Lo mismo vale para la conquista, por parte del clasismo, de direcciones fabriles o incluso sindicatos. Esta caracterización determina la necesidad de desarrollar coordinadoras regionales o interfabriles, en condiciones de conflictos y de luchas, que quiebren los aislamientos y unifiquen a la masa. Los agrupamientos político-sindicales (como el sindicalismo de base del PTS o el Plenario Sindical Combativo de una parte del FIT-U) que se organizan o promueven para adelantar sus propios intereses sectarios (incluso electorales), en detrimento de acciones de conjunto, son inevitablemente un obstáculo para la clase obrera. La clase obrera que ha votado al FdeT debe ser ganada para una organización de clase independiente por medio de la unidad de acción, no para cosechar apoyo a una política electoral. La esencia del momento político actual es acompañar la experiencia de las masas con el nuevo gobierno, para arribar en común a conclusiones revolucionarias.
La validez histórica de la Constituyente Soberana como transición a un gobierno propio de las masas (gobierno de trabajadores) es un hecho. En base a esta reivindicación, las organizaciones obreras de Chile, cuyas direcciones se habían mantenido en la pasividad, han declarado la huelga general, con el propósito de provocar la “parálisis productiva”. La dinámica abierta por la consigna Constituyente Soberana es clarísima: lleva a una huelga política de masas. Sobre esta base se abre el camino a la construcción de organizaciones propias de un poder obrero. No es este el propósito de las burocracias sindicales de Chile, que probablemente hayan lanzado un operativo de contención para apoyar la posición del partido comunista de desmovilizar a las masas para llevarlas a un plebiscito divisionista.
El proceso revolucionario chileno representa un juicio terminante acerca de la lucha al interior del Partido Obrero, a favor de las posiciones levantadas por quienes luego formarían la Tendencia. Es posible que una derrota del golpe Trump-Bolsonaro-Macri en Bolivia, antes que un retorno de Evo Morales al gobierno, dé paso a una Constituyente Soberana, o que ocurra poco después. La verificación histórica y política de esta consigna, como una transición del estado capitalista al gobierno obrero, pone de manifiesto la maduración de la revolución socialista en América Latina.