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Resumen
El propio León Trotsky consideraba que la tarea más importante en su extensa vida polí‐ tica había consistido en poner en pie la IV Internacional. Fue en una época marcada por la contrarrevolución, cuya marca distintiva eran el nazismo y el stalinismo, y cuando la burocracia soviética había emprendido entonces la liquidación física de lo que restaba del viejo partido bolchevique. El presente artículo repasa el papel jugado por Trotsky en esa decisiva década de 1930, cuando asumió con plena conciencia el lugar que ocupaba como sobreviviente de una generación de revolucionarios única en la historia.
“La tarea en la que estoy empeñado ahora [la oposición a Stalin y la fundación de la IV Internacional], pese a su extrema insuficiencia y su naturaleza fragmentaria, es la tarea más importante de mi vida, más importante que el período de la guerra civil o cualquier otro […] no puedo hablar de “indispensabilidad” de mi tarea, ni siquiera en el período de 1917 a 1921. Pero ahora mi tarea es “indispensable” en el cabal sentido del término. En esta aseveración no hay arrogancia alguna. El colapso de las dos Internacionales ha planteado un problema que ninguno de los jefes de esas Internacionales es capaz de resolver. Las vicisitudes de mi destino personal me han enfrentado a este problema y me han armado con experiencias importantes para alcanzar su solución. Actualmente no queda nadie, excepto yo, para cumplir la misión de armar a una nueva generación con el método revolucionario […] Necesito cuando menos unos cinco años más de trabajo ininterrumpido para asegurar la sucesión.”
León Trotsky, Diario en el exilio, 1935.
Algún tiempo antes de ser asesinado, hace ya setenta y dos años, Trotsky consideró que la tarea más importante en su extensa vida política consistía en poner en pie la IV Internacional. Es decir, más importante que su papel protagónico en la Revolución de Octubre y del que tuvo al poner en pie al Ejército Rojo. Más importante también que el rol que desempeñó cuando encabezó esa novedad histórica que fue el Soviet de Petrogrado en 1905, en el curso de la llamada primera revolución rusa, manifestación decisiva del ingreso de la clase obrera en la revolución moderna y de la cual Trotsky concluyó, antes que ningún otro dirigente de la época, que se trataba del signo de un nuevo momento histórico. La era de la democracia burguesa había cumplido su función. Para aquellos países que no la habían conocido, como era el caso de Rusia, los beneficios de la revolución que liquidara al viejo régimen aristocrático‐feudal ya no se repetirían, siguiendo la saga que encontró su forma más acabada en la Francia de 1789. La lucha por la democracia, en cambio, debía conducir en el atrasado imperio de los zares al proletariado al poder, apoyado en la rebelión campesina y como primer acto de la revolución mundial de la nueva época. El pronóstico temprano de Trotsky, expuesto en su trabajo titulado Resultados y Perspectivas (escrito poco después de 1905, que según Isaac Deutscher sólo puede ser comparado por su hechura y audacia con el Manifiesto Comunista), se transformó en historia material y concreta con la participación en primer plano de su propio autor, lo que constituye de por sí un caso excepcional.
Fue treinta años después del ya entonces lejano 1905, con el bagaje de una experiencia política sin igual, que Trotsky formuló el juicio sobre “la tarea más importante de su vida”. Probablemente la más incomprendida, inclusive entre sus propios compañeros -entre ellos el propio Deutscher-, formulada en una época marcada por la contrarrevolución, cuya marca distintiva eran el nazismo y el stalinismo. La burocracia soviética había emprendido entonces la liquidación física de lo que restaba del viejo partido bolchevique y Trotsky asumía con plena conciencia el lugar que ocupaba como sobreviviente de una generación de revolucionarios única en la historia. “Cinco años más de trabajo ininterrumpido” se planteó Trotsky para desenvolver lo que consideró el mayor desafío a su labor como militante durante cuatro décadas: dejar en pie la IV Internacional. “Asegurar así la sucesión…” dijo, como última profecía para el plazo exacto que se extendió por un lustro hasta que el crimen organizado por Stalin acabara con su vida en 1940; un 20 de agosto, hace ahora 72 años. El registro de aspectos funda‐ mentales de esa lucha tiene un enorme valor metodológico para adentrarse en los problemas que debe abordar la táctica y la estrategia que corresponde a una época que, históricamente hablando, sigue siendo la nuestra.
Fue en noviembre de 1931 cuando, en un artículo titulado “La clave de la situación inter‐ nacional está en Alemania”, León Trotsky planteó la posibilidad concreta de una bancarrota de la III Internacional, comparable al derrumbe de la II que se había hundido de un modo irreversible en el debut de la Primera Guerra Mundial en el momento en que sus principales partidos pasaron a apoyar a sus respectivas burguesías en la lucha por el reparto del mundo y a costa de una carnicería humana sin precedentes. El “socialpatriotismo” había, entonces, enterrado al internacionalismo proletario.
En 1931, la orientación de la III Internacional, es decir de la burocracia de Stalin que había usurpado el poder en la antigua Unión Soviética, amenazaba con provocar una situación de consecuencias igualmente devastadoras a la causa del proletariado mundial, desafiada por el ascenso del nazismo. El centro de la situación internacional era Alemania porque estaba en juego el destino del mayor partido comunista fuera de la URSS y la suerte como un todo de un proletariado que, por su peso social, sus poderosas organizaciones y su larga tradición y experiencia política, ocupaba un lugar decisivo en el proceso de la revolución europea y mundial.
En Alemania se reunían, entonces, las características propias de una situación prerrevolucionaria, con una crisis vertebral del régimen político y en el cuadro de una descomposición de la economía capitalista de alcance mundial. La emergencia del nazismo y su cometido de arrasar hasta la raíz con la existencia del movimiento obrero planteaba una confrontación decisiva entre la revolución y la contrarrevolución, lo que planteaba al proletariado alemán la tarea prioritaria de quebrar el ascenso de Hitler mediante la acción directa de sus organizaciones y partidos en un frente común. El Partido Comunista alemán (KPD), sin embargo, orientado por los capitostes del Kremlin y la III Internacional consideraba que la llegada del nazismo al poder debía ser caracterizada como el “mal menor”, porque el enemigo principal a vencer debía ser la socialdemocracia. El acceso de Hitler al gobierno era considerado como un resultado secundario del combate fundamental y hasta una trampa para los propios nazis que no podrían sostenerse sin la complicidad de los socialistas. “Después de Hitler vendremos nosotros”; tal era la línea del KPD. Algo que llegó a justificar la formación de piquetes comunes con la tropa de choque del nazismo para romper los actos de la socialdemocracia germana. Si esta política criminal no se modifica —advertía Trotsky— implicará,
“…una traición de la Internacional Comunista de un alcance histórico al menos igual a la de la social‐ democracia alemana el 4 de agosto de 1914 [cuando votó a favor de los créditos de guerra para el gobierno imperialista]. Sólo que las consecuencias serían hoy mucho más espantosas.”
Con los nazis en el poder,
“…estaría planteada la exterminación de la elite del proletariado alemán, la destrucción de sus organizaciones, la pérdida de confianza en sus propias fuerzas y en su propio futuro […] sus consecuencias se extenderían en el tiempo por diez o veinte años, [estableciendo] una ruptura con la herencia revolucionaria, el naufragio de la Internacional Comunista, el triunfo del imperialismo en su forma más odiosa y sanguinaria […] una guerra contra la URSS […] un aislamiento terrible y un lucha a muerte en las condiciones más lamentables y peligrosas. (Trotsky, 1931)”
Trotsky se encontraba en ese momento en el exilio, en la isla turca de Prinkipo. El líder, junto a Lenin, de la Revolución de Octubre, había constituido en 1923 la Oposición de Izquierda en la URSS para enfrentar la degeneración creciente del partido bolchevique, ya entonces bajo la dirección de Stalin. La Oposición tomó una forma definida en la Carta al Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) de ese año, que denunciaba el sofocamiento del derecho a criticar al partido por parte de sus miembros. Según Jean Van Heijenoort, secretario de Trotsky desde 1929 a 1940, era “el primer documento de nuestro movimiento” (se refiere a la IV Internacional) y podía ser comparado a lo que fue para los bolcheviques la famosa votación de los estatutos del partido en 1902, que dio origen a la división entre bolcheviques y mencheviques (Van Heijenoort, 1988).
Si en 1923 el debate comenzó con la cuestión del régimen interno del partido, la lucha creció progresivamente hasta incluir todos los problemas de táctica y estrategia revolucionaria en la URSS: el carácter de la transformación socialista, el papel del proletariado y el campesinado, la política económica en curso, etcétera. El PCUS se planteaba entonces un viraje general en la política soviética, con el pretexto de construir el “socialismo en un solo país”, una fórmula que encubría una orientación de colaboración con la burguesía mundial en función de preservar los privilegios de la casta burocrática que se afirmaba en el poder. Por eso mismo las posiciones divergentes se extendieron al plano de la política internacional cuando el stalinismo apoyó a la burocracia sindical inglesa que abortó la huelga general de 1926 y cuando desde Moscú se obligó los comunistas chinos a disolverse en el movimiento nacionalista, cuyo líder Chiang Kai Shek acabó por masacrarlos en ocasión del levantamiento revolucionario de 1927. En ese mismo año Trotsky fue expulsado el PCUS y confinado en Alma Ata, en una lejana región de Asia Central, en el dilatado territorio de la ex URSS.
La Oposición se transformó en una organización internacional a partir de 1930, poco después de la expulsión de Trotsky de la URSS. Quedó formalmente constituida como fracción “bolchevique leninista” cuando se reunió en Paris una Conferencia con representantes de las oposiciones de Francia, Estados Unidos, Alemania, Bélgica, España, Italia, Checoslovaquia y Hungría, que sumaron la adhesión de agrupamientos opositores al stalinismo de Rusia, China, Austria, México, Argentina y Grecia. La Oposición de Izquierda Internacional se definía como fracción bolchevique leninista para reconstruir la III Internacional sobre la base de una política internacionalista y revolucionaria. Repudiaba la estrechez nacionalista de la orientación que pretendía sacrificar la revolución mundial a la inviable construcción del “socialismo en un solo país” y se trazaba un programa para combatir la política de la dirección de la III Internacional, sometida a los dictados de Moscú. Una política que reforzaba el aislamiento de la URSS y al aparato que como árbitro y gendarme en el poder había llevado a la burocratización y degeneración del Estado obrero.
Tal era la política que, en el inicio de los años 30 del siglo pasado, llevaba al movimiento obrero internacional a la catástrofe, en función de las consecuencias que tendría el ascenso del nazismo al poder. En las dificilísimas condiciones de su destierro, con medios muy precarios, con un acoso creciente del stalinismo, con sus partidarios perseguidos en todo el mundo por la GPU (la poderosa policía secreta de la burocracia) Trotsky libraba una batalla excepcional. Todos sus esfuerzos se dirigieron a alertar a la vanguardia obrera sobre el desastre que se avecinaba si el rumbo de la política oficial de los comunistas no se alteraba.
“Obreros comunistas [de Alemania] —proclamaba entonces un Boletín de la Oposición— son ustedes centenas de miles, millones, que no tendrán adonde ir […] Si el fascismo llega al poder, pasara por vuestras cabezas y quebrará vuestros espinazos como un tanque horroroso. La salida no es encuentra sino en un combate sin piedad. Solamente la aproximación en la lucha con los obreros socialdemócratas puede ayudar a la victoria. Hay que apurarse, obreros comunistas porque no queda mucho tiempo.” (Trotsky, 1933a) Trotsky llamaba a los comunistas alemanes a distinguir dos cuestiones clave; por un lado, la responsabilidad y complicidad política de la socialdemocracia en lo que se refiere al crecimiento del nazismo; por el otro, la incompatibilidad absoluta que existe entre el fascismo y las organizaciones obreras en las que se apoya la socialdemocracia. Explicaba que la socialdemocracia no podía desenvolver su influencia sin una organización obrera de masas y que, al mismo tiempo, el fascismo no podía instaurar su poder sino por medio de la destrucción de las organizaciones obreras. Si para la burguesía los regímenes parlamentario y fascista respectivamente constituyen diferentes instrumentos de dominación a los que puede apelar según las condiciones históricas, debía comprenderse que para la socialdemocracia y para el fascismo, la alternativa entre una y otra cosa tenía un significado independiente; más aún, es para ambos una cuestión de vida o muerte política.
“No queda mucho tiempo”, advertía Trotsky; y el tiempo que escaseaba fue dilapidado por la política del KPD. El 30 de enero de 1933 Hitler fue nombrado como jefe del gobierno alemán. La clase obrera, traicionada por sus jefes, no había presentado batalla. La socialdemocracia se mostró corroída hasta los huesos, enfeudada al salvataje del capitalismo; la cúpula del KPD, a su vez, empeñada en un curso político que llevaba a su propia autodestrucción. En el curso de dos meses la represión y la caza de brujas se descargaron con toda la furia sobre las organizaciones obreras. Las bandas de Hitler asaltaron sus locales, el KPD fue proscripto, miles de sus dirigentes fueron detenidos. El jefe del KPD fue entregado a los nazis por sus propios guardaespaldas. La bota del nazismo aplastaba a una organización desmoralizada y en quiebra. El 12 de marzo Trotsky formuló un balance totalmente lapidario en una carta dirigida al Secretariado Internacional de la Oposición:
“El stalinismo alemán está a punto de hundirse, más como consecuencia de su propia descomposición que por los golpes del fascismo […] nuestro deber era tratar de regenerarlo en cuanto subsistiera la menor esperanza… pero sería criminal quedar pegados a un cadáver y el PCA no es ya sino un cadáver”.
Era necesario un viraje y…
“…por supuesto el viraje no consiste en ‘proclamarnos’ a nosotros mismos el nuevo partido […] Planteamos que el partido alemán está oficialmente liquidado, no podrá resucitar; nosotros no que‐ remos heredar sus crímenes. La vanguardia de los obreros alemanes debe constituir un nuevo par‐ tido. Nosotros los bolcheviques leninistas les proponemos nuestra colaboración”.
La sección alemana de la Oposición no aprobó el cambio de orientación hasta julio. Pero dos días después, el 14 de marzo Trotsky, volvía a la carga en un artículo para la “discusión” entre sus propios compañeros: “el stalinismo en Alemania —sentenciaba— tuvo su 4 de agosto […] los obreros alemanes de van‐ guardia sólo podrán hablar del período de la dominación stalinista con un amargo sentimiento de vergüenza, con palabras de odio y maldición. El partido comunista alemán está condenado […] El proletariado alemán se levantará, el stalinismo jamás” (Trotsky, 1933a).
En el mismo artículo planteaba que solo el futuro mostraría “en qué medida la experiencia trágica de Alemania podrá impulsar el renacimiento de otras secciones de la Internacional comunista”. Esperaba observar si se detectaba alguna señal de vida, alguna reacción en el apoltronado cuerpo de la Internacional y de sus secciones.
No la habría. Por eso cuatro meses después -cuando faltaban dos días para que dejase Prinkipo y partiera a Francia, donde había obtenido un precario permiso de residencia‐, una nueva carta, firmada bajo el pseudónimo de G. Gourov el 15 de julio de 1933, planteaba que el viraje debía ser completado y se debía dar por definitivamente perdida a la III Internacional. Sus secciones habían seguido la orden de Moscú de evitar discutir las razones de la victoria de Hitler, que ponía en juego el porvenir de la civilización humana. Nadie había desafiado el ultimátum, nadie había reclamado un congreso para debatir la cuestión. “Una organización que no ha despertado del trueno del fascismo”, decía Trotsky entonces, “y que soporta humildemente tales ultrajes de la burocracia, demuestra por esto mismo que está muerta y que nada la resucitará” (Trotsky, 1933b). Había que dar vuelta una página de la historia: “Hay que construir nuevos partidos comunistas y una nueva Internacional […] La Oposición de Izquierda ya no se considera como tal y deja de actuar en ese sentido. Se transforma en una organización independiente que debe labrar su propio camino”. Como lo había planteado en marzo para el caso de Alemania, Trotsky reiteraba que “no se trata en todo caso de proclamar inmediatamente nuevos partidos y una Internacional independiente sino de prepararlos”. Los problemas y desafíos de la nueva tarea eran enormes, pero no existía alternativa: “tenemos que avanzar por una ruta llena de obstáculos y escombros del pasado; el que tema, que se haga a un lado” (ídem).
La propuesta de construir una nueva Internacional (que en algún momento Trotsky planteó llamar “bolchevique leninista” aunque se inclinó finalmente por la denominación de IV Internacional para subrayar, más directamente, su lugar histórico luego de la bancarrota de la III) no fue planteada solo como respuesta a los dramáticos acontecimientos de la época, concentrados en la situación alemana y sus consecuencias más allá de sus fronteras. Tomaba en cuenta además la forma en que las organizaciones obreras asimilaban tales acontecimientos. Por eso la espera de algunos meses entre el ascenso de Hitler y la proclamación de la lucha por la nueva Internacional. Es decir, era una política dirigida a intervenir en ese proceso, sus contradicciones, sus avances y retrocesos y las oportunidades novedosas de su propio desarrollo tanto en el plano “objetivo” como “subjetivo”. Trotsky tomó también en cuenta los resultados prácticamente nulos del trabajo por la regeneración de la III Internacional en el período previo. La monstruosa persecución stalinista, las expulsiones, las calumnias, la violencia sin fin que enfrentaban los militantes trotskistas en la URSS, convertida prácticamente en una campaña de exterminio, se había levantado como un muro infranqueable. Aunque la persecución feroz contra la Oposición revelaba que se había transformado en un factor real de la lucha por el porvenir de la URSS y la revolución mundial, su fracaso en la tentativa de quebrar la línea impuesta por Stalin había derivado en la más completa descomposición de la III Internacional.
Al mismo tiempo, procurando una vía práctica de desarrollo, Trotsky había comenzado a interesarse por las repercusiones políticas de la hecatombe en Alemania en algunas organizaciones socialistas de izquierda, desprendidas de la vieja socialdemocracia o que se habían mantenido al margen tanto de la II como de la III Internacional. Entre ellas se destacaba el Partido Obrero alemán (SAP), un partido de veinticinco a treinta mil miembros, originado en una ruptura del partido socialdemócrata en 1931 y reforzado en 1932 por el ingreso de casi un millar de viejos militantes comunistas que, además, habían entrado en contacto con militantes de la Oposición de Izquierda. Trotsky abordó entonces la posibilidad de un reagrupamiento internacional con las organizaciones que rompían con la II y la III, aun sabiendo que no existía homogeneidad entre ellas y que en sus propias filas enfrentaban tendencias diversas. Consideraba, sin embargo, que un acercamiento sobre una base principista significaría un nuevo capítulo para el desarrollo de la lucha por una nueva internacional, abriendo una posibilidad “en un cierto sentido imprevisto” de actividad y progreso para los “bolcheviques leninistas”. El SAP integraba, además, una llamada “comunidad de trabajo internacional” que sumaba al Partido Obrero noruego (DNA), excluido en 1923 de la Internacional Comunista, el Partido Socialista Independiente de Holanda (RSP) y el Partido Laborista Internacional de Inglaterra (ILP). Este último, fundado en 1898, militaba al interior del Partido Laborista, del cual se separó en 1932 en repudio a la política de “unión nacional” planteada por su dirección. En las filas del ILP se libraba una lucha entre los partidarios de acercarse a la Internacional stalinista y quienes se inclinaban por mantener un curso propio junto a los grupos socialistas de izquierda antes mencionados. En junio de 1933, la “comunidad de trabajo internacional” planteó formalmente la constitución de una “nueva internacional”, constatando la bancarrota de la II y la III, y llamando a la “recreación del movimiento obrero internacional”, para lo cual convocó a una conferencia internacional a todas las organizaciones que se encontraban al margen de ambas internacionales. Trotsky, que ya entonces se encontraba en Francia, temía que la heterogeneidad de las organizaciones que se reunían en París a fines de agosto acabara por bloquear el desplazamiento a la izquierda de los agrupamientos más progresivos. Convocó a sus partidarios a intervenir en el debate lanzado, se entrevistó con dirigentes de las organizaciones presentes y finalmente promovió la declaración que sería conocida como la “Declaración de los Cuatro” (el SAP, el RSP, la OSP y la propia Oposición de Izquierda). La declaración proclamaba la necesidad imperiosa de reagrupar a la van‐ guardia proletaria en una nueva internacional sobre la base de una política de principios, de lucha por la dictadura del proletariado y sin concesiones al reformismo y al stalinismo. Reafirmaba la necesidad de defender a la URSS —“estado obrero”— contra el imperialismo y la contrarrevolución interior. Finalmente planteaba la necesidad de la democracia en el partido, la libertad de crítica, la elección de los responsables en todos los niveles y una vida interna que reposara en el centralismo democrático.
Era apenas un punto de partida. En los meses siguientes, todo el segundo semestre del año 1933, los vínculos entre la Oposición y el resto de las organizaciones se vieron lastimados por numerosos debates sobre el trabajo en común y la naturaleza de la política a seguir, frecuentemente presentados bajo la forma de divergencias sobre el pasado: los problemas de la revolución alemana en la década del 20, las características de la oposición de derecha al stalinismo (y su tendencias restauracionistas), la proclamación de la construcción de la IV Internacional por parte de la Oposición, el carácter del liderazgo del propio Trotsky en los trabajos, etcétera.
En el seno de la propia Oposición de Izquierda también surgían obstáculos para una labor común en los diversos países, con organizaciones de orígenes muy distintos e inclusive con respecto al lanzamiento formal de la IV Internacional que algunos miembros consideraban prematuro porque se enfrentaba una situación de retroceso del proletariado mundial y porque la inexistencia de fuertes partidos nacionales la privaban de todo desarrollo posible. Se objetaba también el hecho de que la crisis de la III Internacional no podía ser comparada con la de la II y su pasaje al “social patriotismo”. En este caso los socialistas habían pasado a compartir el poder con la burguesía mientras que los comunistas como consecuencia de una orientación desastrosa habían terminado perseguidos, presos y asesinados. Pero para Trotsky la cuestión clave era que la cúpula socialdemócrata en 1914, como la stalinista en 1933, se habían movido no en función de los intereses de clase del proletariado sino del aparato que integraban y usufructuaban en provecho propio, liquidando las posiciones históricas de la clase obrera. En un caso habían sacrificado el internacionalismo en función del seguidismo a sus capitalistas “nacionales”, en el otro en función de la política de un aparato “nacional” de la burocracia que había reemplazado al gobierno obrero en el país de los soviets. La crisis de dirección del proletariado mundial llegaba a la raíz y planteaba un viraje imprescindible para salvar el hilo de continuidad de una lucha histórica que debía plasmarse en un programa y una organización, es decir un partido como herramienta indispensable de la vanguardia del movimiento obrero. Esa era la tarea que debía asumir la IV Internacional.
No era cierto, por otra parte, que la II y la III Internacional se hubieran fundado en condiciones de un ascenso revolucionario. Emergieron para enfrentar crisis de dirección del movimiento obrero, que librado a sus propias fuerzas elementales no puede elevarse a las condiciones de una política socialista, orientada por la comprensión de sus intereses históricos: la expropiación del capital y la dictadura del proletariado como transición a una nueva sociedad. El partido es insustituible en esta función y debe desenvolverse mediante su intervención en la lucha del movimiento obrero y sus vicisitudes concretas.
En 1934 el panorama emergente de la victoria de Hitler se modificó. Cuando en Francia, en febrero, los fascistas intentaron dar un golpe contra el Parlamento, la clase obrera reaccionó y se movilizó. Quebrando la modorra y pasividad en la cual medraban la socialdemocracia y el Partido Comunista (PCF), impusieron un curso de acción común: en la manifestación del 12 de febrero, en medio de un paro general, los manifestantes socialistas y comunistas, convocados por separado y en lugares diferentes, impusieron una concentración común hacia la cual convergen al grito de “unidad, unidad”.
Pero no es sólo en Francia que el proletariado se movilizaba. En Estados Unidos tres grandes huelgas de los camioneros, en cuyas filas un grupo de trotskistas desempeña un papel significativo, marcaban el inicio de un ascenso obrero más general. En agosto y septiembre una huelga general congregó a más de 400 mil trabajadores textiles que se afiliaron en masa al sindicato. La represión fue muy violenta, pero de ese movimiento surgiría al año siguiente una nueva central sindical, el Congress of Industrial Organizations (CIO), que quebró el monopolio de la burocracia reaccionaria de la American Federation of Labor (AFL). En octubre, también de 1934, en el noroeste de España, una insurrección minera estalló en Asturias, que sería aplastada a sangre y fuego, pero marcaría el comienzo de la revolución española. La situación ya no era la de Alemania. España y Francia se aproximaban a una crisis revolucionaria y frente al problema de su supervivencia, los partidos socialdemócratas se radicalizaban y millares de obreros y jóvenes se adherían a ellos. Era una novedad.
En junio de 1934 Trotsky planteó, en consecuencia, un nuevo viraje para los pequeños agrupamientos de los bolcheviques leninistas, llamándolos a ingresar como fracción en la socialdemocracia que se desplaza a la izquierda:
“…no renegamos de nada -afirmaba- sólo constatamos con honestidad que nuestra organización es demasiado débil para aspirar en la práctica a un papel independiente en los combates que se anuncian. Al ingresar a los partidos socialistas tendremos un constante contacto con decenas de miles de obreros, el derecho a participar en la lucha y la discusión y […] la posibilidad de verificar nuestras ideas y consignas en la acción de las masas.”
Trotsky percibía que la única manera de influir sobre la base obrera de los partidos comunistas era actuar en la base obrera socialdemócrata. Ante la resistencia de sus propios partidarios, criticó el sectarismo de quienes oponían principios generales a cualquier tentativa de insertarse en el movimiento obrero.
Denunciaba a los que sostenían que la nueva táctica suponía una disolución de los bolcheviques leninistas que se empeñaban en construir una nueva internacional porque era en la condición de tales que ingresaban a partidos que se abrían a nuevas camadas de obreros, sacudidos por la presión de las circunstancias. Insistió sobre su planteo particular de “entrismo” como opuesto precisamente a toda disolución política:
“… en una reunión de trabajadores monárquicos y católicos, yo hablaría con prudencia del trono y del altar. Pero en el programa de mi partido y en toda su política, es necesario que mi actitud ante la religión y la monarquía se plantee con rigurosa exactitud. En una reunión de un sindicato reformista, en mi carácter de agremiado, estaría sin duda obligado a no decirlo todo, pero el partido como tal, en su conjunto, en su prensa, sus reuniones públicas, sus folletos y llamamientos, está forzado a decirlo todo.”
En agosto de 1934, luego de muchos debates y manifestaciones de resistencia, la organización de los bolcheviques leninistas en Francia (Liga Comunista) ingresó como tendencia al Partido Socialista, manteniendo su propia prensa —La Verité—. En España los compañeros de Trotsky, nucleados en Izquierda Comunista, rechazaron la propuesta y se negaron a ingresar en el PSOE. Lo mismo se planteó en Bélgica, donde la sección respectiva se pronunció contra la entrada en el Partido Obrero belga, aunque más tarde revisarían la decisión. Trotsky también propuso a los trotskistas estadounidenses que ingresasen al Partido Socialista, al cual afluía una juventud radicalizada al compás de las grandes huelgas que se sucedían entonces en el país.
Menos de un año después del “viraje” planteado por Trotsky, sin embargo, la situación se volvió a modificar. En Francia se constituyó la Concentración Popular, que muy pronto pasó a llamarse Frente Popular y reunía casi un centenar de organizaciones y partidos, incluyendo a los comunistas y a los socialistas. También formaba parte del Frente el Partido Radical, algunos de cuyos dirigentes integraban el gabinete del gobierno imperialista francés. El programa de la “unidad” era un programa de defensa del orden existente y con fraseología democratizante, no cuestionaba la propiedad privada y defendía el imperio colonial de Francia. Trotsky entendía que luego de producido este reagrupamiento comenzaría la cacería de trotskistas en las filas de la socialdemocracia; algo que efectivamente se produjo cuando varios miembros de la juventud socialista fueron expulsados, acusados de pronunciarse a favor de la IV Internacional.
Las condiciones que favorecieron el “entrismo” se habían agotado. Trotsky insistió en que el grupo trotskista, que había triplicado sus filas desde su ingreso al Partido Socialista, se orientase a la creación de un partido independiente y se preparase para intervenir ante la crisis prerrevolucionaria que recorría el país. Nuevamente el planteo fue resistido por los militantes, que rechazaban ahora la salida de la organización social‐ demócrata. Las disputas sobre la táctica política, la falta de disciplina, la escasa madurez y experiencia resentían el trabajo de la oposición y el avance de la lucha por la IV Internacional. Trotsky se irritó por las tendencias sectarias y la falta de iniciativa. Este es el momento en que escribía en su “diario” la nota sobre su rol insustituible en el trabajo por la IV.
El secretariado de la Oposición se reunía esporádicamente. Trotsky procuró relanzar el trabajo en la Conferencia Internacional, llamada de Ginebra para sortear la eventual represión pero que se reunió en realidad en Paris en julio de 1936, y decidió lanzar formalmente el “movimiento por la IV Internacional”, una concesión a quienes al interior de la Oposición consideraban que no era el momento oportuno para proclamar ya la existencia de una nueva Internacional. Ahora, sólo se habían hecho presentes partidos y agrupamientos de la fracción de los bolcheviques leninistas para debatir las condiciones de una nueva ola de luchas que asumiría características revolucionarias en Francia, con la huelga general, y en España, contra el golpe fascista de Franco, que desencadenó un levantamiento obrero y popular en todo el país. Pero las dificultades no cesaban: la Conferencia eligió una suerte de dirección ampliada que nunca pudo reunirse y varios de cuyos miembros pronto abandonaron la Internacional. Sólo tuvo funcionamiento el Secretariado Internacional de cuatro miembros: Pierre Naville, Jean Rous, Erwin Wolf y Rudolf Klement, pero poco después la GPU stalinista asesinó a estos dos últimos. Desde la primavera de 1935, por otra parte, los servicios stalinistas habían colocado a uno de sus agentes, Marc Zborowsky, alias Etienne, junto al hijo y colaborador clave de Trotsky, León Sedov. Moscú, por lo tanto, conocía todo lo que hacen y planteaban los cuartainternacionalistas, mientras presiona‐ ba al gobierno de Francia, adonde Trotsky había llegado desde Prinkipo, y luego al de Noruega, hacia donde partió cuando la situación en Francia se hizo insostenible. También fue expulsado de Noruega, de donde partió a México. La IV Internacional y su máximo dirigente eran sometidos a la condición de parias, cercados por la policía secre‐ ta del stalinismo, mientras al interior de la URSS los trotskistas eran masacrados sin piedad en una represión que no conocía límites.
Después de la constitución del Frente Popular en Francia en 1934 y del VII congreso de la Internacional Comunista stalinista, la política ultraizquierdista, que había conducido al arribo sin resistencia de Hitler al poder, fue formalmente enterrada. Sin la más mínima consideración crítica, ahora la línea del Frente Popular tomó un carácter universal, planteando la unidad con la socialdemocracia y la burguesía “democrática”. El nuevo “mal mayor” era ahora la revolución socialista, que poco antes se proclamaba de palabra para enfrentar a los llamados peores enemigos, el “socialfascismo”. Ahora se planteaba en nombre de la defensa de la “democracia” contra el fascismo, en un giro formalmente copernicano. La insurgencia obrera, la lucha por su propio gobierno, la acción independiente del proletariado pasaba a ser considerados como una provocación. El elemento común era la hostilidad a una política revolucionaria que aproximase al proletariado como clase a la lucha por su propio poder.
Es con la nueva orientación frentepopulista que el stalinismo llamó a levantar la huelga general francesa en julio de 1936 y con la cual procedió, un año después, al aplastamiento literal de la vanguardia de los trabajadores españoles que había impuesto un gobierno propio para enfrentar el golpe del general fascista Francisco Franco. En Cataluña el ejército dirigido por el Partido Comunista español (PCE) abandonó el frente de guerra contra Franco y volvió a Barcelona para terminar con la revolución, restaurar la propiedad privada y asegurar “el orden”. Los militantes anarquistas y los simpatizantes del trotskismo fueron ferozmente reprimidos y sus líderes asesinados por los servicios del stalinismo. Trotsky denunció que, luego de haber quebrado el frente único obrero para enfrentar al nazismo, se tendía ahora la soga “democrática” en torno al cuello del movimiento obrero para ahogar la revolución proletaria en marcha: “La revolución española muestra otra vez que es imposible defender la democracia contra las masas revolucionarias con métodos que no sean los de la reacción fascista. Y, al revés, es imposible desarrollar una verdadera lucha contra el fascismo si no es con los métodos de la revolución proletaria (Trotsky, 1937).
Los verdugos de Moscú llevaban a un extremo al interior de la propia URSS la política de exterminio de cualquier tipo de oposición y disidencia. Los muertos se contabilizaban por millones cuando las “purgas” alcanzaron su apogeo en los años 1936 y 1938. Hay que incluir, entre ellos, el asesinato de dos de los hijos de Trotsky, que también responsabilizó a Stalin por el suicidio de su hija mayor. La historia de la persecución sin límites contra Trotsky no ahorra el testimonio de su tragedia personal, previa a su pro‐ pio asesinato.
Es en estas circunstancias que Trotsky alumbró uno de sus trabajos más excepcionales —La Revolución Traicionada— para la comprensión del proceso histórico del llamado Termidor soviético, en alusión al mismo mes del calendario impuesto por la Revolución Francesa en el cual se produce la liquidación de Robespierre y la dirección jacobina. Era la contrarrevolución que no alteraba las bases sociales del nuevo régimen, pero abría un período de reacción política, que en el caso francés condujo de una república revolucionaria a la dictadura napoleónica y en la ex Rusia al imperio de la criminal burocracia liderada por “Caín” Stalin. Pero a diferencia de Francia, en donde quedó establecida una nueva clase propietaria, la fuerza y la debilidad de la burocracia soviética reposaban en la propiedad estatal de los medios de producción, resultante de la revolución proletaria de 1917. Por un lado, disponía del manejo del aparato del Estado para asegurar sus privilegios sin el límite ni el control de una clase propietaria, lo que dio a su manejo de los recursos del poder un carácter brutal y despiadado. Por el otro lado la inexistencia de la propiedad privada y de derechos hereditarios impedía que su dominación tuviera un carácter más firme y perdurable.
Trotsky pronosticó que el dominio burocrático avanzaba a la restauración del capitalismo, a la cual debía oponérsele la lucha por una revolución política que desplazara del poder a la casta que lo había usurpado, para restituirlo a la clase obrera organizada, su deliberación y gestión colectiva de los medios de producción. No estaba planteado modificar la base social de la URSS —la expropiación del capital—. Al revés, la expropiación de la burguesía era la condición para darle al proletariado, su organización y su intervención consciente, los medios para liderar la transformación de la sociedad, el resorte decisivo de todo el proceso revolucionario. Por eso mismo Trotsky se planteó siempre la defensa de la URSS frente a cualquier ataque externo del imperialismo capitalista cuyo objetivo sería, en cambio, y cualquiera fuera la excusa, restituir la propiedad privada de los medios de producción.
La Revolución Traicionada describe con rigor y minuciosidad única el proceso histórico que condujo a la burocratización del Estado, a la degeneración del partido bolchevique y de la política revolucionaria como consecuencia del aislamiento de la revolución, la pobreza de recursos del país, la disipación de las energías revolucionarias luego de la lucha implacable que, en condiciones tremendamente hostiles, debió librar en su momento la joven república de los soviets.
Con este trabajo sobre la URSS, a veinte años de la revolución que lo había encontrado como protagonista decisivo, Trotsky culminaba un trabajo verdaderamente excepcional de caracterización de los principales fenómenos políticos de la historia de la primera parte del siglo XX. Un trabajo que comenzó en su exilio con la monumental Historia de la Revolución Rusa y que continuó con el análisis del fascismo y la degeneración del primer estado obrero como expresiones de una época de descomposición de la sociedad capitalista y, al mismo tiempo, de impotencia de la clase cuyo interés histórico la impulsaba a abrir el curso de la transición a una nueva sociedad. El atraso de la revolución proletaria y la supervivencia de un capitalismo decadente incubarán las tendencias a una nueva hecatombe de alcance planetario, de una nueva guerra mundial, como expresión de una época de barbarie que se extendía en el tiempo.
Trotsky se había formado teórica y políticamente, como toda la vanguardia bolchevique, en la comprensión de la naturaleza de esa época, del lugar histórico de la guerra mundial, del papel insustituible de una política revolucionaria para enfrentar las contradicciones del momento y su materialización en el programa y la organización de la vanguardia proletaria como partido. Por eso mismo había comenzado su “oposición” cuando muy temprana‐ mente, en los primeros años de la década del 20, Stalin comenzó a vaciar al partido bolchevique de todo tipo de vida propia, es decir, del debate interno como terreno de elaboración de la experiencia práctica de la parte más consciente y desarrollada del proletariado.
No se salteó ninguna etapa de la evolución del movimiento obrero y cuando la III se trans‐ formó en una loza contrarrevolucionaria lanzó el planteo de la IV Internacional, como partido mundial de la revolución. No pudo convencer a sus primeros aliados y tuvo que luchar contra sus propios seguidores. En 1938 la Conferencia de fundación de la IV Internacional votó un programa que resumirá la experiencia del movimiento histórico que el propio Trotsky había desarrollado en su vastísimo trabajo previo y que se concentrará en el Programa de Transición.
Era necesario recomenzar y Trotsky tomó nota inclusive de su profundo aislamiento:
“Ninguna idea progresista ha surgido de ‘una base de masa’, si no, no sería progresista. Sólo a la larga va la idea al encuentro de las masas, siempre y cuando, desde luego, responda a las exigencias del des‐ arrollo social. Todos los grandes movimientos han comenzado como ‘escombros’ de movimientos anteriores. Al principio, el cristianismo fue un ‘escombro’ del judaísmo. El protestantismo un ‘escombro’ del catolicismo, es decir, de la cristiandad degenerada. El grupo Marx‐Engels surgió como un ‘escombro’ de la izquierda hegeliana. La Internacional Comunista fue preparada en plena guerra por los ‘escombros’ de la socialdemocracia internacional. Si esos iniciadores fueron capaces de crearse una base de masa, fue sólo porque no temieron al aislamiento. Sabían de antemano que la calidad de sus ideas se transformaría en cantidad. Esos ‘escombros’ no sufrían de anemia; al contrario, contenían en ellos la quintaesencia de los grandes movimientos históricos del mañana.” (Trotsky, 1938)
Sin la proclamación de la IV Internacional la asimilación política de la historia del movimiento obrero hubiera sido liquidada por el asesinato de Trotsky y las vicisitudes de la Segunda Guerra Mundial. Sin su fundación, la causa del socialismo hubiera sufrido un retroceso histórico. La IV Internacional, la batalla final e imprescindible de Trotsky, ten‐ drá para siempre el enorme mérito histórico de haber pronosticado la vigencia de la revo‐ lución cuando se aceptaba su definitiva liquidación en una de las situaciones más dramá‐ ticas y trágicas del siglo XX. Vale la pena recordarlo cuando el capitalismo en este umbral del siglo XIX manifiesta su inevitable tendencia al derrumbe en la crisis de mayor alcan‐ ce de su historia.
Trotsky, León (1931). La clave de la situación está en Alemania, 26 de noviembre. Buenos Aires: CEIP, 2008.
Trotsky, León [G. Gourov] (1933a). “¿Partido Comunista Alemán o partido nuevo?”, 12 de marzo. Publicado en el Boletín Internacional de la Oposición de Izquierda Internacional, Nº 2/3, abril.
Trotsky, León (1933b). “Es necesario construir un nuevo partido comunista y una Internacional”, 15 de julio. Buenos Aires: CEIP, 2008.
Trotsky, León (1937). “La lección de España, la última advertencia”, 17 de diciembre. Buenos Aires: CEIP, 2008.
Trotsky, León (1938) “Arte y política en nuestra época”, junio.
Van Heijenoort, Jean (1988). “Cómo fue concebida la IVª Internacional”, en Prensa Obrera, Nº 238, 24 de agosto. Buenos Aires: Rumbos.
Además de los textos citados, para este trabajo hemos hecho uso —y abuso— de una vasta bibliografía entre los que se destacan:
Broué, Pierre (1988). Trotsky. Paris: Fayard. Coggiola, Osvaldo (1990). Trotsky Ontem e Hoje, Belo Horizonte: Nosso Tempo. Deutscher, Isaac (1969). Trotsky, el profeta desterrado. México: Ediciones Era. Frank, Pierre (1973). Historia de la IVª Internacional. Buenos Aires: Cuadernos Rojos. Mandel, Ernest (1995). Trotsky como alternativa. Sao Paulo: Xama Editora. Marie, Jean‐Jacques (2009). Trotsky: revolucionario sin fronteras. México: FCE. 9
Publicado en Hic Rodus N°3, diciembre 2012