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Donald Trump no es un tipo que se caracterice por la transparencia de sus cuentas personales. Cuando desde el comienzo de su gestión insistió en que no haría pública su declaración de impuestos, muchos comentaristas aseguraron que el magnate ha sido un evasor serial durante toda su vida de negociante inmobiliario. Para muchos, la relación estrecha que se le imputa con Putin, derivaría de sus intentos por copar el tumultuoso mercado inmobiliario de Moscú. En la misma línea de ‘opacidad’ financiera, logró cerrar la boca de prostitutas con las que había mantenido relaciones, por medio de documentos de confidencialidad o reserva, que contemplaban el pago de importantes sumas de dinero.
Las revelaciones de este prontuario se manifestaron enseguida después de que asumiera la presidencia de EEUU, lo que llevó a la rapidísima dimisión de su secretario de Seguridad Nacional e incluso la condena penal de varios de sus asesores de campaña. En todos los casos, las denuncias vinculaban a los sancionados con negociados o dádivas de Rusia o de Ucrania, cuando este país se encontraba aún bajo gobiernos pro-moscovitas. De entrada, Trump se tuvo que topar con la injerencia del FBI, que le atribuía una colaboración de Putin en la lid electoral con Hillary Clinton. Trump logró la expulsión del jefe de la agencia, John Connie, y en un desorden sucesivo de su secretario de Estado, un ‘chairman’ de Exxon, su jefe de campaña, Steve Bannon, y por lejos lo más importante, la separación de John Mattis, el jefe del Pentágono y ex jefe de la OTAN.
La piedra de litigio fue siempre la relación promiscua que se le atribuía con Moscú, con total independencia de que Trump apoyara las sanciones a Rusia por la ocupación de Crimea; que ahora mismo intente frenar el segundo gasoducto que unirá, por el Báltico, a la rusa Gazprom con las distribuidoras de gas en Alemania; o que haya pactado con Turquía la ocupación del norte de Siria, en detrimento de la soberanía del gobierno sirio, que cuenta con el apoyo militar de Putin. Es cierto, sin embargo, que Trump quiere relajar ahora esas sanciones; que estaría dispuesto a aceptar el gasoducto del Báltico a cambio de un tratado de largo plazo para que el gas ruso continúe transitando hacia Europa por territorio ucraniano y que Putin entregue a la regional oriental de Ucrania que se encuentra separada de Kiev.
Aunque el maridaje de Trump con Moscú resulta muy confuso, los servicios de inteligencia norteamericanos no se conformaron con la expulsión del jefe del FBI. Se formó entonces una nueva comisión investigadora, presidida por Robert Mueller, que emitió conclusiones contundentes acerca de las ‘irregularidades’ de Trump, pero evitando demandar un juicio político al presidente. El reclamo de este juicio aparece cuando un “soplón” de la CIA, cuya identidad la agencia mantiene en secreto, delató una conversación de Trump con el presidente de Ucrania, al cual extorsionaba con la exigencia de que investigue los negocios del hijo del principal candidato del partido demócrata, John Biden, el ex vice de Obama, con empresas ucranianas. El objetivo, claro, era destruir a quien podría ser su principal rival electoral. No existe la menor duda de que el vástago de Biden se ha enriquecido en Ucrania, invocando, al menos, a su padre.
Es fácil de ver que EEUU atraviesa una crisis política que, mucho más que en Comodoro Py, se caracteriza por conspiraciones cruzadas, con el concurso y la iniciativa de los servicios secretos. La imputación reiterada de que Putin habría interferido en las elecciones norteamericanas a favor de Trump, por medio de la infiltración digital, y de que volvería a hacerlo, suena en principio ridícula, cuando tiene que ver con Estados Unidos. Trump se ha resignado a que el Pentágono y la Otan hayan declarado a Rusia un adversario estratégico, cuando su camarilla quiere reservar esa categoría para China y guardar las manos libres con Rusia. Es, para el nacionalista de “América, primero”, una forma de valerse de Rusia en la guerra económica contra la Unión Europea. Los extremos a los que Trump quiere llevar esta guerra divide a la burguesía norteamericana y no cuenta con el apoyo del Pentágono y la CIA.
La determinación del partido Demócrata de avanzar en el juicio político contra Trump debió atravesar un sinnúmero de vacilaciones, y tampoco es claro que hayan sido superadas. En el bloque demócrata de diputados ocupan escaños tres mujeres que han saltado sin mediaciones de la cúpula de la CIA al Congreso. El bloque demócrata se ha negado a que Biden comparezca en las sesiones que debatieron la pertinencia del ‘impeachment’, como pidió Trump para embarrar el escenario político y parlamentario. Los funcionarios de Trump convocados al parlamento rehusaron hacerlo. Trump, por su lado, enfrentado a una declinación en las encuestas, ha iniciado una campaña de movilización de características fascistas. No le resulta suficiente la protección que tiene de la mayoría republicana del Senado, que es la cámara que tiene el poder de sentencia. Es que, cualquier sea el resultado final, la pelea adquirirá ribetes más brutales e incluso violentos cuando comience la campaña electoral.
Votada por Diputados la pertinencia del juicio político, la jefa de los demócratas se rehúsa a habilitar la intervención inevitable del Senado, con el argumento de que la mayoría republicana no tiene la intención de abrir una ronda de testigos y debates, sino pasar al rechazo sin dilaciones, para evitar la publicidad de los delitos atribuidos a Trump y el perjuicio que puede ocasionarles en la campaña electoral. El demócrata Biden, por su lado, ya ha dicho que no prestará su concurso – es claro que si lo hiciera, saltarían los negociados de su hijo que apadrinó en Ucrania. El bloqueo al proceso del juicio político obliga a cada bando a aumentar las provocaciones.
Cuando se observa esta crisis política a la luz de la guerra económica internacional es claro que está reflejando el impasse del capital norteamericano en el marco de la crisis capitalista mundial. Las guerras, incluso las económicas, reclaman ‘gobiernos fuertes’ y hasta ‘estados de excepción’, porque necesitan toda la concentración de poder de que puedan disponer. O sea que se desarrolla en Estados Unidos una crisis de régimen político, que se manifiesta en golpes y auto-golpes, con la intervención apenas solapada de los militares y los servicios. Las rebeliones populares y las revoluciones en marcha en numerosos países atizan aún más esta crisis, porque en casi todos los casos expresan el fracaso de las guerras montadas por el imperialismo yanqui desde la ocupación de Afganistán e Irak hace casi dos décadas. Este fracaso tiene repercusiones estratégicas en el aparato de seguridad de los Estados Unidos. La burguesía norteamericana está haciendo una evaluación de los recursos de que dispone para enfrentar esta crisis, con una u otra metodología política.
La crisis desde arriba involucrará sin mucha demora a los de abajo, que por su lado enfrentan olas de despidos con luchas y desencadenan huelgas crecientes, como en la docencia, y movilizaciones anti-fascistas, al margen del partido demócrata y de la burocracia de los sindicatos.