El crimen de Úrsula y la “Ley Micaela”

Escribe Rita Marchesini

Tiempo de lectura: 2 minutos

El femicidio de Úrsula ha mostrado, del modo más directo y brutal, hasta qué punto el aparato estatal es una maquinaria de encubrimiento sistemático de la violencia a la mujer. Si es cierto que todo “infierno” es grande en “pueblo chico”, entonces también es claro que ningún estamento del Estado podía ignorar la existencia de un violento reincidente circulando con total impunidad. Pero Martínez no era cualquier violento: integraba el aparato represivo del Estado, el cuerpo de policía local. Su situación no era ignorada por ninguno de sus jefes. Lo mismo vale para el aparato de justicia y la fiscalía, que había recibido las denuncias de Úrsula y de las parejas agredidas anteriormente por Martínez. El punto más grave de esta cadena de complicidades lo han puesto de manifiesto varios periodistas en las últimas horas: la decisión del femicida Martínez habría sido precipitada cuando tomó conocimiento de las últimas denuncias de Úrsula ante los estamentos policiales y judiciales, lo que se habría filtrado a través de confidencias que partieron de sus “allegados” en el poder. El Estado, en el caso de Úrsula, es más que un encubridor: integra la propia secuencia del crimen.

Pero por todo lo anterior, el femicidio de Úrsula nos revela otra cuestión de fondo: la impostura de la llamada “política de género” del Estado, que se ha convertido en una maquinaria de engaño y encubrimiento respecto de la violencia a la mujer. El caso más flagrante de este fraude es la llamada “Ley Micaela”, que el Congreso votó en 2018 sin grietas, con el voto entusiasta del FIT. La ley planteaba un programa de “capacitación” de los funcionarios del Estado en cuestiones de género. En otras palabras: pretendía hacer frente a la discriminación y violencia a la mujer, por medio de un “cambio cultural” de la burocracia formada en la arbitrariedad, incluida la violencia, y en la represión. Para mayor perfidia comenzó la formación en la perspectiva de género con la policía, cuyo entrenamiento les impone la defensa de la mal llamada autoridad, la “familia”, con toda su violencia interna, y la religión, que se confunde con las órdenes del clero. Ahí tenemos, en Rojas, a los funcionarios que han pasado por el tamiz de la “ley Micaela”, que ignoraron las denuncias de Úrsula en función de la defensa de aquellos ‘preceptos’ y la misoginia que los acompaña. Es que la violencia a la mujer está arraigada hasta la raíz de ese Estado opresor. En estas condiciones oprobiosas la defensa de la mujer pasa por su organización independiente, el desarrollo de sus propios métodos de lucha y el combate al estado capitalista, en nombre de la emancipación de toda forma de explotación y opresión.

El caso Úrsula –y su abanico de complicidades estatales perfectamente establecidas- es una bofetada a la política de cooptación de la lucha de la mujer por parte de sus opresores, avalada por la izquierda democratizante con su voto en el parlamento. En oposición a la complicidad estatal, envuelta en los oropeles de la política “de género”, desarrollemos un movimiento de la mujer unido, en lucha y en programa, a la clase obrera y a los explotados.

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