Hay que salvar a Julian Assange de la muerte

Escribe Olga Cristóbal

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En una prisión de máxima seguridad británica, Belmarsh, más exactamente en su hospital, muere lentamente Julian Assange (Australia, 1971), uno de los creadores del portal WikiLeaks, desde donde se difundieron los secretos más tenebrosos de las democracias imperialistas, sus gobiernos, sus ejércitos, sus servicios secretos y su diplomacia. Manuales yankis de instrucción de escuadrones de la muerte, útiles desde El Salvador hasta Afganistán o Irak, asesinatos selectivos, espionaje, armado de causas, presión sobre la Justicia, redes de corrupción internacionales que involucran a Rusia y decenas de gobiernos, compañías off shore, intrigas para apuntalar gobiernos afines y obtener privilegios para multinacionales.

WikiLeaks publicó miles de documentos confidenciales reservando la identidad de quienes los proveyeron. En 2010, difundió un video sobre la guerra de Irak, que prueba la autoría norteamericana de un ataque aéreo sobre Bagdad en 2007 que mató 18 civiles, incluidos dos reporteros de Reuters. El escándalo obligó a pronunciarse al presidente Obama.

Assange desenmascaró a los regímenes democráticos y mostró que son incompatibles con la más mínima libertad de expresión. Apenas se corre el velo del secreto de Estado, el demócrata Obama o el fascistizante Trump, el moderno Macron o el salvaje Putin, espían hasta el último mail de sus ciudadanos, operan en beneficio de sus monopolios, derriban gobiernos y fraguan guerras y asesinatos.

Assange se convirtió en un objetivo militar para los Estados Unidos que, bajo el gobierno de Obama (2009-2017) lo comenzó a investigar -a él y a WikiLeaks- bajo la Ley de Espionaje. El derecho de pueblo a estar informado, el derecho a informar y a la libertad de expresión fueron silenciados por las empresas periodísticas ante el caso Assange. Por el contrario, muchas se sumaron a una campaña de desprestigio, plagada de mentiras, que son parte de la demolición psíquica y física del hacker. Nils Melzer, relator de las Naciones Unidas sobre la Tortura, denunció “una campaña implacable y sin restricciones de acoso público (…) una corriente interminable de declaraciones humillantes, degradantes y amenazantes en la prensa”. Este “escarnio colectivo” equivale a tortura y podría conducir a la muerte de Assange, concluye.

Como parte de las estratagemas judiciales, en 2010 dos suecas acusaron al australiano de delitos sexuales (otra vez la violencia de género traficada como arma del poder). Aunque una se retractó y la fiscal trató de cerrar el caso, las presiones del Servicio de Fiscalía de la Corona fueron feroces (y documentadas por WikiLeaks). “El caso sueco fue un fraude desde el momento en que la policía contactó secreta e ilegalmente con un periódico sensacionalista de Estocolmo y desató la histeria que iba a devorar a Assange”, afirma el periodista John Pilger.

Para evitar la prisión, el australiano se refugió en la embajada de Ecuador en Londres donde permaneció entre 2012 y 2019. El año pasado, sin embargo, el gobierno de Lenin Moreno lo entregó -por fuera de toda legalidad- al gobierno británico, que convino la extradición a Estados Unidos. Mientras se sustancia el proceso, que debe definirse en febrero, Gran Bretaña encerró a su presa en condiciones de estricto aislamiento.

La justicia sueca a fines de 2019 archivó la investigación por violación, una medida que deja expedita la extradición a Estados Unidos. “Nunca hubo acusación. Nunca hubo cargos. Nunca hubo un intento serio de imputar ‘acusaciones’ a Assange ni de interrogarlo, comportamiento que el Tribunal de Apelaciones sueco dictaminó como negligente y que el Secretario General del Colegio de Abogados de Suecia ha venido condenando desde entonces”, apunta Pilger.

El juicio en Gran Bretaña está lleno de anomalías. El juez aclaró que no admitirá testigos de identidad reservada, como los trabajadores de la empresa española Global que espiaron a Assange y sus abogados defensores a cuenta de agencias yankis mientras estaba en la embajada ecuatoriana. Los abogados defensores solo han sido autorizados a reunirse con Assange dos horas entre el 19 de diciembre y el 13 de enero (WSWS, 24-1-20). La breve aparición de Assange en el juicio, a través de un video, fue filmada a tal distancia que impidió ver su rostro o apreciar su estado general. Dos psiquiatras que actúan como veedores independientes confirmaron que está en riesgo de muerte y exigieron inútilmente que fuera trasladado para “recibir evaluación y atención médica experta”.

Estados Unidos reclama a Assange por cargos que podrían suponer una condena de hasta 175 años. La base son los miles de documentos secretos que difundió y delitos de "conspiración" para infiltrarse en sistemas informáticos gubernamentales. Por si a alguien se le ocurriera apelar a la Primera Enmienda, que protege la libertad de expresión, el Departamento de Justicia del gobierno de Donald Trump ya aclaró que Assange, por su carácter de extranjero, no le corresponden esos beneficios. Un flamante doble estándar que inquieta a empresas como el New York Times y The Guardian, que guardaron prolijo silencio cuando directamente no participaron de la campaña contra el australiano, acusándolo de agente de Putin porque WikiLeaks publicó cables que documentaban la política belicista que impulsaría su candidata favorita, Hillary Clinton.

Tempranamente, el editor del New York Times, Bill Keller, escribió su elogio de la autocensura: “Cuando nos encontramos en posesión de secretos del gobierno, pensamos mucho sobre si divulgarlos ... La libertad de prensa incluye la libertad de no publicar, y esa es una libertad que ejercemos con cierta regularidad”. Hubo que esperar a julio de 2019 para que un tribunal estadounidense desestimara las acusaciones de que WikiLeaks había trabajado con agencias rusas como "completamente divorciadas de los hechos".

No es solo Assange

El arresto del fundador de WikiLeaks, “abrió las compuertas para una guerra global contra el periodismo independiente y crítico y la imposición de una censura radical”, señala World Socialist Web Site, que denuncia la complicidad de liberals y sindicatos con la embestida. Pero el ataque va más allá de Assange. La ex analista de Inteligencia estadounidense Chelsea Manning, después de pasar siete años en una prisión militar por entregar documentos a WikiLeaks -hasta que Obama le conmutó el resto de su sentencia de 35 años en 2017- fue detenida nuevamente por negarse a complicar a Assange en la filtración de documentación secreta.

Otro golpe a la libertad de expresión es la acusación de "conspiración criminal" formulada por el gobierno brasileño contra el editor de Intercept Brasil, el periodista de investigación Glenn Greenwald. Las acusaciones del gobierno de Bolsonaro contra Greenwald son idénticas a las del Departamento de Justicia yanki contra Assange: "ayudar" a los denunciantes a acceder a información que, una vez publicada, expuso los crímenes y la corrupción del aparato estatal.

Las agencias de inteligencia de Estados Unidos “habrían colocado a Greenwald en su lista de objetivos prioritarios desde que jugó un papel clave en 2013 al publicar las filtraciones realizadas por el contratista de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) Edward Snowden”. Las filtraciones de Snowden expusieron cómo la NSA y la CIA espían las comunicaciones de prácticamente todos los ciudadanos estadounidenses y gran parte de la población mundial, asociados con decenas de otros servicios de espionaje.

El ataque a la libertad de expresión no es patrimonio de Trump o Bolsonaro. En una extensa lista de agravios publicada por el WSWS, figuran, entre otros, el gobierno de Maurice Macron que intenta procesar a ocho periodistas por difundir la complicidad de Francia en los crímenes de Arabia Saudita contra Yemen. También redadas contra domicilios y redacciones en junio de 2019, en Australia, culminaron en la acusación a tres periodistas por publicar documentos que exponen crímenes de guerra cometidos por tropas australianas en Afganistán y planean legalizar la vigilancia masiva.

En la defensa de Assange se juega también la defensa de derecho de la población a estar informada y el derecho a informar de los periodistas sin que terminen bajo las garras del Estado.

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