Escribe Marcelo Ramal
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La protesta de las patronales de la salud privada tiene un alcance más amplio que el de un mero regateo de números. Detrás del reclamo para que la Justicia autorice un arancelazo, asoma la quiebra del régimen de privatización de la salud que alumbró el menemismo y que los sucesores reforzaron, principalmente los actuales “nacionales y populares”.
Las prepagas reclaman un aumento del 35%, frente al 10% que el gobierno les autorizó para el mes de mayo. Alegan un aumento exponencial de los insumos farmacológicos, de un lado, y la próxima paritaria del gremio de la sanidad, del otro. En un raid televisivo que realizó por América TV, de la cual es uno de sus principales accionistas, Claudio Belocopitt, también titular de Swiss Medical, dijo que el aumento reclamado “sólo afectaría al 15% de la población que se atiende con nosotros, y que es la de mayores ingresos”. Esas mismas prepagas, sin embargo, también atienden a una parte importante de las obras sociales, que es otro 55% de la demanda de salud en la Argentina.
En efecto: desde la desregulación del sistema operada en los 90 -cuando los K eran gobernadores menemistas y Alberto un funcionario cavallista-, las prestaciones se han concentrado fuertemente en la red de prepagas y prestadores asociados. Las obras sociales, en contrapartida, tercerizaron total o parcialmente sus prestaciones a favor de las privadas. Importantes sindicatos nacionales sostienen contratos con Osde, Swiss Medical, Medicus y otras. Un dirigente sindical entrevistado por Página/12 explicó este vínculo: “los empleados en blanco sostienen a la medicina privada, porque cuando se incrementan sus sueldos también sube el aporte a las obras sociales, que como se sabe, muchas son controladas por las prepagas” (P/12, 15/6).
En suma, el tarifazo que reclama Belocopitt afecta a una masa popular que, definitivamente no tiene ‘altos ingresos’, y que ha sufrido una caída brutal de salarios y jubilaciones. Para pagar el 35% de aumento a las prepagas, los sindicatos deberían reabrir las paritarias ya cerradas o replantear las que están en discusión, para poder descontar el aporte sobre un salario que debería ser considerablemente más alto. O, en su defecto, aumentar la proporción de los aportes obreros y patronales al sistema de salud. Al retacear el arancelazo a las prepagas, los Fernández están defendiendo la continuidad de los salarios bajos que paga la patronal de la industria y el comercio.
El gobierno se ha “sentado” sobre los aranceles de las prepagas del mismo modo que lo hizo sobre los frigoríficos: la “administración” de (ciertos) precios tiene como objetivo final la “administración” del salario desvalorizado para el mayor lucro de la burguesía en su conjunto. Todas las reformas del sistema de salud en el mundo, en especial en Estados Unidos, con Clinton y Obama, han apuntado a defender la tasa de beneficio de la clase capitalista, contra el agio de los sistemas de salud y de las aseguradoras de salud.
Belocopitt y sus amigos omiten este señalamiento para no ´avivar´ a sus propios trabajadores, cuyo salario básico orilla los 55.000 pesos, o sea que no cubre la canasta de pobreza. A sabiendas que un arancelazo provocaría una crisis salarial descomunal, incluido el financiamiento de las Obras Sociales, la negociación entre las patronales de la salud y el gobierno contempla alternativas: por caso, reducir los aportes previsionales en la Salud o eliminar el IVA en los insumos que componen el costo del servicio o, al contrario, que aumentan el precio de los aranceles. “Beloco” se ha quejado, justamente, de que su industria “no recibe subsidios”, como sí ocurre con los servicios públicos de transporte, gas y electricidad. Estas variantes -eliminación de impuestos y aportes- colocarían a las prepagas en esa misma categoría.
En medio del regateo de números, las prepagas acusan al kirchnerismo de pergeñar una “estatización del sistema de salud”, disfrazado en la propuesta de un “sistema integrado”, que hace CFK. Un documento del Instituto Patria sobre el tema plantea blanquear
los actuales vínculos entre el sistema privado y el hospital público, cuando el primero utiliza las prestaciones del segundo. En ese caso, y a cambio de que los hospitales puedan acceder al “cobro automático de lo facturado (a las prepagas u obras sociales”), el Estado les haría un descuento del 33% en las prestaciones, que debe entenderse “como un subsidio explícito del Estado a la seguridad social y a los trabajadores” (sic).
El kirchnerismo, en definitiva, ofrece tercerizar el hospital público para el sistema privado
, lo que convierte a la ‘amenaza’ de estatización en un planteo de privatización. Esta tercerización ya ocurre – sólo se trata de ‘emprolijarla’. Graciela Ocaña, que pasó del cristinismo al anti-cristinismo, hizo votar en la legislatura porteña un régimen especial de facturación de los hospitales públicos por la atención de afiliados a prepagas u obras sociales. Por las que quejas que emite Belocopitt, se desprende que las privadas desconfían de esta “integración”. La propuesta kirchnerista también rescata la vieja receta del “vademecum” de medicamentos, que es una canasta protegida
de remedios que, naturalmente, excluye a los de última generación. Es la “racionalización” del gasto en salud, como respuesta al aumento exponencial de sus costos. La burocracia sindical quiere extender este ‘método’ a todo el sistema, por eso, promueve un sistema de “auditorías médicas” dirigidas a vetar lo que llama los gastos `abusivos’ en salud. La “integración del sistema”, que la contra interpreta como una injerencia en la sanidad privada, constituye, por el contrario, una sujeción del hospital público al negocio privado. Por esta vía, se busca sacar a la Salud del presupuesto del Estado, como ha ocurrido con la educación u otros servicios. El hospital público pasaría a ser “gerenciado”, como ya está ocurriendo, o sea gastando de lo que cobra.
La crisis vertebral del sistema de salud, en medio de una pandemia, proyecta una cuestión de conjunto. En efecto: si el “sistema de salud” colapsa en medio de una emergencia sanitaria, quiere decir que la organización capitalista de la Salud es incompatible con esa salud. Pero esta organización sanitaria se encuentra ‘integrada’, no administrativamente sino socialmente, con el conjunto de la organización capitalista de la sociedad. Después de todo, debe asegurar que se reproduzca la fuerza de trabajo a un costo o precio determinado.
Las empresas prepagas son, esencialmente, grupos financieros, que capturan los recursos arrancados a los trabajadores –mediante sus aportes y pago de aranceles- para sostener un vasto conglomerado de clínicas, prestadores e importadores de aparatología e insumos farmacéuticos, entre otros. Sus costos de operación reales son un secreto celosamente guardado. Sus inversiones van por la ruta de las terapias más rentables. El régimen de “prestaciones obligatorias” se ha vuelto un fraude, porque es violado permanentemente a través del otorgamiento de turnos a un mes o cuarenta días. Naturalmente, este calvario ha sido trasladado a los usuarios de las obras sociales, las cuales, a su turno, se han convertido en meras recaudadoras de las prepagas.
La pandemia, que exigía una centralización real del sistema de salud en función de necesidades urgentes, puso de manifiesto el carácter anárquico y parasitario del régimen de “salud”. El gobierno ha tolerado el desquicio de las prestaciones, como compensación al retraso
en los aranceles. Ahora, marcha a un nuevo compromiso con los Belocopitt, que será necesariamente inestable. La vieja consigna del socialismo reformista sigue vigente: “la socialización de la medicina”, a condición de que se añada dos condiciones fundamentales: debe incluir la nacionalización de los monopolios farmacéuticos, bajo control de obreros de producción e investigación; y sólo es realizable por un gobierno de trabajadores.