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El presente artículo fue elaborado originalmente Por Pablo Rieznik como nota de polémica con el Congreso Pedagógico convocado por el gobierno de Raúl Alfonsín en 1986. Años más tarde fue incluido en el libro compilatorio Marxismo y Sociedad, publicado por Eudeba (2000).
En su despedida en el cementerio de la Chacarita, Jorge Altamira destacó la intensa militancia de Pablo desde la adolescencia y también su penetración en la teoría marxista. El amplio campo de intereses que recorrió a lo largo de su vida le valió el reconocimiento de militantes y académicos de todas las corrientes políticas.
En el presente texto, Rieznik resume el punto de vista socialista sobre la cuestión educativa. Volvemos a ponerlo a disposición de los lectores en el sexto aniversario de su fallecimiento, producido, por una de esas singularidades del calendario, un 17 de septiembre, día del profesor.
La educación, como actividad específica del hombre, como una tarea diferenciada a través de la cual se establece la transmisión de conocimiento de generación en generación, es un aspecto del desarrollo de las fuerzas productivas y de la división del trabajo social. En las fases muy primitivas, como tal formaba parte de la vida misma, tenía un carácter espontáneo, directamente asociado a la lucha cotidiana por la subsistencia y la auto preservación, una empresa colectiva y absorbente para el conjunto de la comunidad. Cuando los progresos en el dominio de la naturaleza permitieron el surgimiento de un excedente económico y la progresiva acumulación de riquezas que quedaban al margen del consumo inmediato de la sociedad, el trabajo directo ya no fue una necesidad para todos, el alejamiento de la producción inmediata fue posible para algunos, el tiempo libre la condición para el desarrollo intelectual de unos pocos. El fenómeno educativo fue adoptando lentamente características propias, el educador y el educando tomaron forma en el curso del desenvolvimiento histórico en torno a la labor distintiva del enseñar y aprender.
Así como desde un principio los productos crecientes del trabajo humano se concentraron en forma desigual, tornándose propiedad privada de los sectores sociales dominantes, así también, a partir de la aparición de los rudimentos de la instrucción formal, ésta fue concebida como privilegio natural de los hijos de las clases propietarias. El trabajo de la mayoría constituía no sólo la base para el no trabajo de una minoría gobernante, se consideraba en la antigüedad incompatible con las virtudes propias del hombre cultivado: «El aprendizaje es incompatible con la vida del obrero y del artesano» (Aristóteles). De este modo, la educación se estructuró naturalmente, desde sus orígenes, como un fenómeno clasista colocado al servicio de los dueños de la riqueza y del poder, recurso para afirmar la cultura y los valores de la clase explotadora gobernante y también para preparar a sus funcionarios y cortesanos. Un propósito que, por otra parte, fue explícito durante muchos siglos.
La revolución burguesa y sus ideólogos democráticos pretendieron, en cambio, imponer la educación igualitaria como parte integral de la transformación política que acabó con las relaciones de servidumbre propias del régimen medieval. El capital triunfante planteó una supuesta doble victoria al emancipar a la educación de su carácter clasista y liberarla, al mismo tiempo, de los grillos de la religión y teología, abriendo completamente las puertas al conocimiento científico y racional. La nueva ideología revolucionaria, que pregonaba los derechos del ciudadano frente a la nobleza y el clero y reclamaba la libertad de comercio y producción, exigía también la libertad de pensamiento, el conocer y aprender, como atributo propio de cualquier ser humano. Por el mismo motivo repudiaba la enseñanza basada en el prejuicio religioso. «Los pueblos que tienen por educadores a sus sacerdotes no pueden ser libres», señalaba Condorcet, hombre de la Revolución Francesa.
El capitalismo es el triunfo de la ciudad sobre el campo, de la gran producción sobre el artesanado, de la vida urbana, la industria y la universalización del consumo mercantil. La alfabetización formal se transformó en una necesidad social para el nuevo modo de producción, la escolarización primaria en un requisito económico, susceptible de aumentar la productividad del asalariado moderno y la ganancia del propio capital. Esta última se transformó en el centro de gravedad del sistema productivo y el progreso técnico en instrumento clave de la competencia, de los lucros crecientes de la empresa capitalista. La ciencia se abrió paso, entonces, como nunca antes, vinculada al incremento de la productividad del trabajo y su desarrollo alcanzó un ritmo inigualado en las etapas pretéritas de la humanidad. La superestructura educativa alcanzó una enorme envergadura y sus instituciones fueron un ámbito de instrucción de contingentes masivos de la población.
La educación, no obstante, no abandonó su carácter clasista: no pudo ni puede por sí misma superar la base económica desigual en la cual se funda la sociedad capitalista, la separación establecida entre los detentadores de la propiedad de los medios de producción y los trabajadores «libres» para vender su capacidad de trabajo a los industriales modernos. En este sentido, la escolarización moderna permitió a lo sumo acceder a los rudimentos de la lectura y escritura a los asalariados, mientras los escalones de la formación superior fueron -y son- coto exclusivo de las clases poseedoras y de las capas no proletarias de la sociedad moderna. Pero este corte horizontal en el sistema educativo es, además, acompañado por una escisión en cada fase del mismo, a partir de la misma escuela primaria: los mejores establecimientos, recursos y materiales, corresponden al ámbito en el cual aprende el hijo de los ricos, mientras que el instituto miserable y las peores condiciones físicas se concentran allí donde concurre la prole del pobre y el trabajador. El miserable es miserablemente educado; una realidad que se presenta, aun con diferencias relativas, en todos los países capitalistas. En un sentido general, las limitaciones clasistas para el desarrollo educativo y científico de la humanidad son en la actualidad fronteras infranqueables del propio capital.
La reducción del tiempo social del trabajo necesario para mantener y acrecentar las condiciones materiales que satisfacen la existencia humana resulta de una revolución científica sin precedentes. Por primera vez, el hombre se encuentra en condiciones de disfrutar la conquista de la automatización, que reemplaza la labor agotadora, imprescindible durante milenios, para «ganarse el pan de cada día». Esta emancipación del hombre de la producción directa es, a su turno, un requisito para su educación plena e integral, base para disponer del tiempo capaz de dotarlo de una comprensión acabada y completa del fruto del desarrollo histórico de su propia especie. Tiempo disponible para elevar no a unos pocos, sino al conjunto a la condición de administradores conscientes del proceso productivo y social.
Pero estas condiciones materiales creadas por la sociedad capitalista entran en contradicción creciente con las necesidades del propio capital, toda vez que mantener y asegurar su ganancia significa involucrar masas crecientes de trabajo en la tarea embrutecedora de la gran corporación moderna, alargar la jornada laboral, desvalorizar el salario a veces en forma absoluta, en definitiva, dotarse de todos los medios para profundizar la explotación del trabajador. Para este último, el progreso de la ciencia implica ritmos más intensos de labor, descalificación de su oficio, cuando no la miseria inmediata de la desocupación frente a la maquinaria más moderna y automatizada. La conquista de las cumbres del conocimiento y de la ciencia por el conjunto social no pasa por emancipar a la ciencia, la educación y la escuela del capital sino por emancipar a la humanidad del capitalismo.
La escuela capitalista no puede menos que reproducir y mistificar la cultura dominante al servicio de perpetuar el orden establecido. En su estructuración jerárquica, en las formas de organización del gobierno escolar, en el currículum y los programas oficiales, en la regimentación disciplinaria, se procura inocular en el niño y el adolescente los valores compatibles con el mundo burgués. Por esto mismo, la veneración del trabajo miserable y sacrificado, el respeto a la propiedad, la obediencia irreflexiva al superior, la aceptación de un sistema de premios y castigos que desestimulan la solidaridad colectiva y fomentan el individualismo egoísta, forman parte integral de la educación burguesa. El carácter memorístico de la instrucción impartida, la falta de incentivos al espíritu crítico, los métodos de evaluación, etc., son aspectos inseparables del ideal pedagógico cuya función es adaptar al educando a las condiciones propias de la sociedad explotadora.
Es importante comprender, sin embargo, que la propia escuela no deja de ser un terreno de la lucha de clases y no un mero aparato impermeable a la organización colectiva de docentes y alumnos. El propio desarrollo del sistema educativo supone la difícil asimilación por parte del Estado y los explotadores de elementos contradictorios y conquistas de las masas que en este terreno toman como propias. Ya en el siglo pasado un patrón inglés afirmaba ante una comisión investigadora del Parlamento británico que «la mayor suma de educación de que ha disfrutado una parte de la clase trabajadora en los últimos años es perjudicial y peligrosa, la hace demasiado independiente». La burguesía se ve obligada a intentar liquidar banderas y reivindicaciones que en su momento blandió contra sus enemigos del pasado -sectores feudales o pre capitalistas- y que más tarde la clase obrera puede tomar como propias dándole un alcance todavía más audaz (laicismo, gratuidad, escuela común y obligatoria, acceso irrestricto a todos los niveles educativos). Esto es particularmente pertinente en países que, como el nuestro, se han incorporado al mundo de la producción capitalista en las condiciones de hegemonía de las tendencias más reaccionarias del capital, es decir, países que bajo la colonización imperialista y de la burguesía financiera nunca alcanzaron un desarrollo cabal de la industrialización moderna, de un mercado nacional y de los atributos propios de una nación capitalista avanzada.
Fue Jorge Taiana, en pleno auge del camporismo, quien señaló que la dimensión del aparato educativo debía ajustarse a la necesidad de «relacionar la cantidad de cursantes con el ingreso de éstos y las reales necesidades del mercado». La virtud de este planteamiento es que postula claramente que el problema de la educación es un problema de «mercado».
Pero el «mercado» no son las necesidades racionales de un país atrasado y estancado sino los requerimientos de una calificación fragmentaria, parcial, súper especializada y de rápida obsolescencia que demanda la gran empresa moderna. Gran empresa que, en el caso de los países sometidos por el imperialismo, obtiene sus súper lucros precisamente en la recreación del atraso y la miseria nacional. Entonces, se parte de la incapacidad del capitalismo para absorber a los egresados de los diversos niveles educativos y se deduce en consecuencia toda la política de asfixia de la educación pública bajo el pretexto de adecuarla a la economía, al «mercado».
La «modernización» que pregona el oficialismo, como integración del país al mercado mundial, debe reproducir en una escala mayor los efectos de la misma en los grandes países desarrollados: creación de un enorme ejército de desocupados, subutilización de los recursos humanos, mutilación del sistema educativo «excedente», desarrollo unilateral de ramas bajo financiamiento y control privado, etc. El capital no puede resolver esta contradicción porque, en la misma medida en que estimula la productividad del trabajo, provoca desempleo; en cuanto crea las condiciones de un mayor tiempo libre para la población, reduce su existencia a la miseria; y mientras potencia los elementos del capital fijo (maquinaria, automatización), desvaloriza el «capital» humano, la fuerza de trabajo. El elemento estructural del capitalismo tiende a predominar en forma abrupta en épocas de crisis como la actual.
La educación como transmisión del saber acumulado por la humanidad tiene como punto de partida el trabajo social. Es en la tarea productiva que el hombre aprendió a conocer, a observar las regularidades del mundo externo y de su misma actividad, a formular entonces las leyes de los fenómenos materiales y vitales, a encarar en consecuencia, de un modo reflexivo y consciente, su propia labor. La experiencia es la madre del conocimiento, y la práctica el criterio de verdad que delimita su alcance y su capacidad de dar cuenta de la esencia de aquello que el hombre procura aprehender y dominar. La educación asegura la continuidad de este conocimiento y que pueda ser mantenido y acrecentado en el curso de la evolución. Su función específica se ve potenciada por la extensión del sistema de enseñanza, su capacidad para asegurar la incorporación creciente de la juventud en su conjunto a la asimilación del saber pasado y transformar al hombre en sujeto colectivo de su propio destino.
Las condiciones para una formación prolongada e inclusive permanente y de masas están planteadas por el estadio de desarrollo de las fuerzas productivas. El desarrollo de la ciencia y la técnica, la sustitución del trabajo humano por la máquina moderna, crearon las bases para la superación histórica del antagonismo entre la labor intelectual y manual. Una educación politécnica, apoyada en una sólida cultura general y un estrecho contacto con la producción social, es no sólo posible sino necesaria para un desenvolvimiento ulterior del progreso humano. Esta perspectiva es incompatible con el capitalismo: sólo es posible concretarla en la medida en que el hombre se apropie de las condiciones objetivas de la producción de riqueza y de su propia vida. El capitalismo ha difundido el mito de la sociedad libre y de las bondades de la libertad de comercio y de competencia en la misma medida en que desarrolló el monopolio privado de la propiedad de los medios de producción. Abolir este monopolio, eliminar la anarquía en el terreno productivo y proceder a la planificación racional de los recursos, es condición para una nueva sociedad y ésta para la nueva educación. Pretender, como sostienen los ideólogos oficiales, la «progresiva reducción del aporte muscular y la progresiva extensión del aporte inteligente» al proceso productivo sin alterar las raíces económicas de la explotación y descalificación del trabajo humano es, en el mejor de los casos, un simple despropósito. Educación y socialismo se reclaman mutuamente porque educación y capitalismo se han tornado definitivamente incompatibles.
La cuestión educacional no gira en el aire, no es una cuestión académica sino una cuestión social y política: refracta las tendencias y fuerzas en pugna que se hallan en la base de la sociedad y como tal su resolución está en la arena de la lucha de clases y en esa medida, inscripta en el movimiento de la clase obrera hacia su emancipación. Contra la demagogia hueca de la burguesía es necesario propugnar una escuela para la emancipación nacional y la politización de la educación para que sea un arma contra el imperialismo y para que sirva al predominio político de los explotados y de los trabajadores. El proyecto de educación depende del proyecto de país: una auténtica educación popular sólo puede ser obra de un gobierno de trabajadores. Las tareas democráticas pendientes en el campo educativo sólo pueden ser asumidas por los trabajadores, como un aspecto de la transformación revolucionaria de la sociedad que los contará como sus principales artífices y constructores.