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Las crisis ambientales y sanitarias desnudan inevitablemente la naturaleza de los regímenes sociales en las que se desenvuelven y sus límites históricos insalvables. La expansión del coronavirus a la categoría de una pandemia es precisamente este caso.
Es claro que la irrupción del Covid-19 encontró a los países más afectados sin preparación. Con el antecedente de la cadena de epidemias de los últimos decenios, es notorio que los gobiernos se encuentran reaccionando frente a los hechos consumados, e incluso ocultando la tendencia de la enfermedad que, sin embargo, puede discernirse por medio de modelos informáticos. El virus ha alcanzado a cien mil personas, con una tasa de mortalidad en ascenso, de un 2% inicial al 3.4%, informa la Organización Mundial de la Salud. Se trata, por supuesto, de datos presumibles, debido a las semanas que puede llevar el periodo de incubación. El Congreso de Estados Unidos acaba de asignar una partida de poco más de ocho mil millones de dólares para enfrentar la epidemia, que son apenas centavos cuando se lo compara con el presupuesto militar, ni qué decir de la deuda pública que se negocia diariamente en los mercados. La tasa de beneficio que devenga una investigación de vacunas para presumibles, aunque reales, posibilidades de epidemia, es incomparablemente inferior, a la que ofrece el estallido de esa epidemia y la demanda que resulta de ella. La ley del beneficio impone su primacía a la salud, y se negocia en el mercado de la vida y de la muerte.
Incluso los estados capitalistas más desarrollados carecen, en la actualidad, de un stock mínimo de equipo de pruebas para diagnosticar la enfermedad, que es sustituida por recomendaciones públicas para que cada uno tome en cuenta los síntomas. El sistema de salud pública se encuentra en ruinas, con excepción de algunos países, lo cual entraña una catástrofe anunciada si la epidemia se expande. En Argentina, los primeros afectados han sido turistas afiliados a una institución de salud privada – otra cosa se perfila si el virus se expande al gran Buenos Aires o las periferias de las ciudades. Bajo la presión del FMI y los bonistas para reducir el déficit fiscal, los Fernández no demorarán en justificar el deplorable presupuesto de salud, ni qué decir de la negativa a intervenir el sector privado, con el pretexto del respeto a la propiedad privada. Los países del cono sur siguen lidiando con una epidemia de dengue que crece, sin que se conozca nada para lograr su erradicación, ahora agravada por un brote de sarampión, que ha estallado también en Estados Unidos. Argentina se ha visto relativamente protegida por un verano particularmente caliente, aunque el contagio autónomo del coronavirus en Brasil muestra el límite del blindaje climático. Como sea, nos acercamos al otoño, cuando se inicia el período de gripe en Sudamérica. Los prodigios que la investigación científica ha desarrollado bajo el sistema capitalista chocan con los límites del propio capitalismo, que condiciona la investigación al lucro y que ha convertido al servicio de salud en una mercancía de demanda ‘inelástica’, o sea que no puede ser postergada. Con jubilaciones que no llegan al tercio de una canasta de pobreza, la expansión del Covid-19 puede ser devastador para la tercera edad, la víctima preferida del virus. El jubileo de la deuda pública de todos los países periféricos sería fundamental para lograr un presupuesto público que, bajo control de los trabajadores, se aplique a la contención de la enfermedad. Lo que tenemos, en cambio, es el default del Líbano, vaciado por una enorme fuga de capitales – el primero en esta nueva etapa de defaults en cadena.
Las patronales, en todo el mundo, se niegan a otorgar licencias de enfermedad pagas a quienes experimentan algunos síntomas de infección viral. En algunos casos, especialmente en China, donde la epidemia es masiva, tienen lugar cierres temporales de empresas y del pago de salarios. “Los trabajadores chinos sufren despidos, cortes de salarios y cierres de lugares de trabajo” (The Wall Street Journal, 4/3). Entre los capitalistas se ha abierto una riña acerca de la cláusula de interrupción de contratos ante la emergencia de hechos excepcionales. Una suerte de ‘no pago de la deuda’, debido a interrupciones en la producción. En las compañías-dormitorio de China (y en todo el sureste asiático), donde los trabajadores solamente gozan de un día libre por semana, por ejemplo, Foxcom, con una plantilla de cien mil obreros, esta organización fabulosa de la superexplotación puede convertirse en un cantero de catástrofes. La cuestión de la gestión obrera se convierte aquí en el único seguro de una lucha eficaz contra la propagación de la epidemia. Por donde se lo mire, las limitaciones del capitalismo para prevenir la epidemia y combatirla, no digamos una pandemia, son extraordinarias. El afán de los gobiernos de ocultar el alcance de lo que ocurre, con la intención clarísima de tener que evitar la adopción de medidas extraordinarias contra el capital privado, no solamente violenta la capacidad de defensa de la población, sino que también bloquea una cooperación internacional en un caso de alcance mundial. Los sindicatos y las comisiones internas, así como el conjunto de las organizaciones populares, deben tomar la lucha contra la pandemia en sus manos, o sea exigir al Estado el acceso a los test necesarios para cada persona, el control de precios de medicamentos y provisiones (apertura de libros, control de stocks), licencia paga por enfermedad, ningún despido ni suspensiones – los derechos de propiedad privada deben ser suspendidos en beneficio de la protección colectiva.
Por último y decisivo, los campamentos de refugiados de las guerras imperialistas – millones de seres humanos, vulnerables a todos, e incluso vehículos inocentes de enfermedades infecciosas. En medio de la pandemia, la Unión Europea y Gran Bretaña han reforzado el control de fronteras, dejando a los refugiados a la buena de dios, reprimidos por los gobiernos de Grecia y Turquía, y asolados por los bombardeos de Putin, Erdogan y Bashar al Assad, y de todos ellos juntos más Trump y Macron contra Libia. Un programa social y político de los trabajadores para enfrentar la eclosión de la epidemia debe plantear una acción internacional contra la guerra, en defensa de la autodeterminación nacional, la unión política de las naciones oprimidas y la revolución socialista internacional.
El coronavirus le ha pegado al bajo vientre del capitalismo mundial. El derrumbe de las bolsas plantea una cadena de defaults y de quiebras, toda vez que el endeudamiento internacional con bancos y fondos de capitales es del 350% de la suma del PBI de todos los países: 280 BILLONES de dólares. Ha operado como un detonante, no una causa – se trata de tendencias que esperaban un accidente para ponerse de manifiesto. En América Latina ha desatado una cascada de devaluaciones, en primer lugar, del real y de una crisis entre los ministros militares de Bolsonaro y el Congreso, pero también del peso chileno, cuando vuelve a crecer la rebelión popular. La unidad política de todo este desplome es la gran crisis mundial de un capitalismo que se encuentra en la etapa histórica de una decadencia irreversible.
Es necesaria una discusión política en la clase obrera, porque todas las conquistas y derechos están en juego.