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La partida de defunción se la firmó Sergio Massa que, siempre sensible a las presiones patronales, hace unos meses dictaminó rotundamente que “la ley de alquileres fracasó”. Prometió suspender su vigencia hasta que se modificara.
Que la Ley de alquileres que supuestamente iba a aliviar a los inquilinos “fracasó” es indudable. En primer lugar, los propietarios quedaron en libertad de fijar el monto inicial que se les cantara. Después, la ecuación a partir de la cual aumentan anualmente los alquileres superó limpiamente a los salarios. En 2021 dio 53%, es decir por arriba del IPC.
Nada es suficiente para las inmobiliarias, que quieren “pactar libremente” los plazos del contrato y los ajustes. Por ahora, las asociaciones de inquilinos denuncian un abanico de triquiñuelas para evadir los plazos y aumentos fuera de lo establecido.
Como las modificaciones prometidas por Massa se retrasaron las grandes inmobiliarias “secaron” el mercado: hasta para un simple dos ambientes hay lista de espera. Admiten muy campantes que han retirado un tercio de las propiedades en alquiler hasta que una nueva ley les deje las manos libres. En la Ciudad de Buenos Aires la oferta se redujo un 42%.
El peso del alquiler en el presupuesto de las familias trabajadoras es demoledor. Según las asociaciones de inquilinos, una persona sola destina un 60 o 70% de su salario al alquiler. En el caso de una pareja, es más de la mitad del ingreso de ambos. Los gobiernos tienen el descaro de ofrecer créditos no para vivienda social sino para que sea posible alquilar.
Desde principios de siglo la Ciudad de Buenos Aires vive un creciente proceso de inquilinización. En el censo 2001, el porcentaje de familias inquilinas era del 22% (227.545 hogares). En 2010 el 30% (343.443). En 2017, según la Encuesta Permanente de Hogares (INDEC) subió al 38%, unos 437 mil hogares.
Esto significa que la propiedad de la vivienda se concentra cada vez más en menos manos que usan esa enorme transferencia de ingresos de los inquilinos para hacerse de más recursos y especular.
En las villas el proceso de inquilinización también es vertiginoso. Según un Censo del Instituto de la Vivienda (IVC, 2018), una de cada cuatro familias alquila a merced de los punteros, propietarios de numerosas viviendas.
El primer socio de las constructoras e inmobiliarias es el gobierno. En la Ciudad de Buenos Aires no existe un programa de viviendas sociales y ni una sola de las miles de viviendas propiedad de la ciudad se encuentran en alquiler social.
Por el contrario, Rodríguez Larreta es un fanático vendedor de tierras y edificios públicos a precio de saldo. El 18 de febrero IRSA, la mayor constructora del país, se quedó con un edificio de Coronel Díaz y Beruti que pertenecía a la Ciudad. La empresa de Eduardo Elsztain pagó US$ 20,11 millones al cambio oficial por el inmueble de 8.500 metros cuadrados, cien mil dólares más que el precio de base de la subasta. Los fondos obtenidos irán al tesoro de la ciudad, sin un destino específico.
“Parece ser un buen negocio para IRSA: pagará aproximadamente 252 mil pesos por m2 cuando en la zona de Palermo se calcula que el m2 supera los 459 mil pesos”. Por otra parte, “el precio base del inmueble fue subastado al precio del dólar oficial y eso diluye el precio en casi un 50%” (AF, 19/2).