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Juan Carlos de Pablo, cuya columna regular en La Nación presenta un formato singular, es un economista de cuño liberal. Semanalmente, De Pablo construye un reportaje imaginario a algún pensador económico, del cual se sirve para ilustrar cuestiones de actualidad. Esta vez, De Pablo no la fue con minucias: se interroga, nada menos, acerca de si “puede el sistema capitalista sobrevivir sin guerras (La Nación, 11/12)”. Es un interrogante demoledor. La “invitada” a su columna es Rosa Luxemburgo, la militante que acaudilló, junto a Lenin y otros revolucionarios, la lucha contra la guerra imperialista de 1914-18. Sumariamente, De Pablo señala que Luxemburgo fue asesinada “por los soldados que la custodiaban”, cuando en realidad se trataba de paramilitares –los freikorps que actuaron bajo las órdenes de Gustav Noske, el ministro de Defensa del gobierno socialdemócrata, con lazos estrechos con el alto mando militar de Alemania.
De Pablo inicia su comentario con la teoría que desarrolló Luxemburgo acerca de las crisis capitalistas y el imperialismo. Luxemburgo sostenía que la acumulación del capital sólo podía tener lugar a expensas de los sectores no capitalistas, “dentro de países capitalistas y hacia el mundo no desarrollado” (De Pablo). Para Rosa, una economía capitalista “pura” -que contrae relativamente la capacidad de consumo de las masas- no puede “realizar” -en el mercado- la creciente riqueza social. Apoyada en esa tesis, Luxemburgo criticó los esquemas de reproducción del capital que Marx había desarrollado en el tomo II de El capital.
Marx había demostrado que la acumulación de capital puede tener lugar en el marco de una economía puramente capitalista. Al lado el consumo de las masas se encuentra el consumo productivo del capital (la llamada inversión), bajo la forma de producción de medios de producción. En cualquier caso, la acumulación de capital, en sus equilibrios precarios, no hace más que reproducir en forma ampliada las contradicciones capitalistas preexistentes. La producción de medios de producción no puede desarrollarse en forma infinita, sin el sustento del consumo personal. El capitalismo no es una noria, capaz de dar vueltas en torno a sí mismo, sin referencia al trabajo humano y a la reproducción de ese trabajo. Las contradicciones ampliadas del capitalismo constituyen el movimiento histórico de su disolución.
Por el contrario, la mayoría de los teóricos de la socialdemocracia alemana, encabezados por Edward Bernstein, vieron en estos esquemas de Marx el proceso de la autorreforma del capital y la atenuación de sus contradicciones. El esquema de reproducción de Marx cumple con el requisito de establecer las condiciones de existencia del capital, para exponer enseguida las tendencias hacia su disolución sin la necesidad de violar las premisas, o la lógica, de su desarrollo.
También Lenin discrepó con la “teoría de la acumulación” de Luxemburgo y atribuyó la exportación de capitales, no a una deficiencia estructural de la “demanda” bajo el capitalismo, sino a otro fenómeno, como es el movimiento del capital hacia regiones más lucrativas. Entre la década del 70 y la década del 90 del siglo XIX, tuvo lugar una larga depresión en las naciones más desarrolladas, que generó una exportación de capitales a la periferia y una colonización económica y política.
De Pablo alude acertadamente a esa tendencia, al evocar la era del imperialismo en la Argentina. Así, atribuye el auge de las inversiones ferroviarias en 1880 a la declinación de los beneficios que el capital aplicado al ferrocarril había alcanzado en Inglaterra hacia mediados del siglo XIX. Esa inversión local fue financiada a través de un endeudamiento explosivo por parte de las compañías ferroviarias y los bancos. Esa burbuja, en la década de 1880, incluyó la “creación de dinero libre” a través del sistema de bancos garantidos. Ese régimen, que haría las delicias de nuestros actuales libertarios, culminó en la gran crisis financiera de 1890. Una vez más, tuvo lugar la “reproducción ampliada de contradicciones insalvables”.
Más allá de su discrepancia sobre la acumulación del capital y la crisis, Lenin coincidió con Luxemburgo en la caracterización del fenómeno del imperialismo. Ambos entendían a la etapa de los monopolios y del imperialismo como una transición histórica entre el capitalismo y el socialismo –como la maduración final de las condiciones históricas para el pasaje del uno al otro. En un mundo “repartido”, aunque en forma desigual, entre las principales potencias, caracterizaron a la guerra mundial en gestación como una lucha por un nuevo reparto de zonas de influencia. Las revoluciones que signaron a la primera guerra confirmaron en la práctica que el capitalismo había ingresado en un período de declinación y reacción histórica.
Acá entramos al núcleo del comentario de De Pablo. Sirviéndose de Luxemburgo, alude al planteo de “algunos economistas burgueses (sic) (que)argumentan que la industria bélica contribuye a evitar crisis económicas derivadas de insuficiencias de la demanda agregada”. De Pablo emparenta en este punto a Keynes con Luxemburgo, a costa de distorsionar a ésta última. En la primera posguerra, la demanda agregada potencial era enorme por las tareas de reconstrucción de la infraestructura dañada. Pero no podía efectivizarse por el dislocamiento del mercado mundial, la guerra económica ulterior, la dependencia financiera de Europa respecto de Estados Unidos y el temor a la expansión de la revolución bolchevique.
El comentario de De Pablo, de todos modos, echa un fuerte rayo de verdad sobre el keynesianismo, que ha sido asociado históricamente con el reformismo social y no con el rearme militar de Europa. En efecto: después de la crisis de 1930, el alcance pleno del keynesianismo recién se concretó con la guerra mundial. Pasado el curso vacilante del New Deal, la economía americana sólo alcanzó el “pleno empleo” en 1940, cuando sus recursos estaban abiertamente volcados a a la guerra. Desde la posguerra, el gasto militar se estabilizó en un 10/11% del PBI norteamericano. La canalización del “exceso de capital” hacia la inversión pública, encontraba su demanda agregada “perfecta” en el gasto militar. El círculo vicioso del armamentismo -que tiene en el Estado capitalista a su “oferta” y su “demanda”- necesitaba como contrapartida a la “economía de la deuda”, que tiene en la hipoteca norteamericana a su principal estandarte. De 1940 a hoy, la deuda de EEUU se ha multiplicado por 10, y representa hoy el 130% del PBI del país. Cuando se agotó el lucro enorme dejado por la guerra, el capitalismo entró en una crisis de rendimiento económico y dio un viraje hacia el neoliberalismo – desempleo, caída de salarios y deflación.
De Pablo, un crítico de la inflación relacionada con el estímulo a la demanda agregada, da, a partir de aquí, un gran salto. Las contradicciones capitalistas, dice, conducen al armamentismo y el armamentismo lleva a las guerras. Es la explicación “económica” de la guerra, que sería el producto de una crisis entre oferta y demanda. Hagamos cañones y misiles, dice De Pablo, pero “para tirarlos al mar” (sic); o sea, abracemos el parasitismo económico. Alternativamente, De Pablo propone una reconversión de la industria bélica. En suma: el armamentismo es una necesidad del capitalismo y por lo tanto también el “complejo industrial-militar”. La intuición de que la OTAN lleva a una nueva guerra mundial ha obligado a De Pablo a confrontar a Rosa Luxemburgo. La guerra, imperialista en su naturaleza, no es sin embargo el resultado de un complot de la industria militar sino un intento de salida a las contradicciones del capitalismo: conquistar mercados rivales, concentrar aun más el capital, destruir la capacidad de resistencia de la fuerza de trabajo.
La guerra mundial es una confesión de que las contradicciones del capital han llegado a un punto de estallido o explosión. No pueden resolverse por el metabolismo “natural” de la competencia mercantil, sino a través de la violencia y la muerte. El lucro privado es una vereda demasiado “estrecha” (Marx, Manifiesto Comunista) para la gigantesca estructura técnica y material creada por el trabajo humano. Los Estados nacionales, la forma histórica de esa acumulación, constituyen un corset para el desarrollo de las fuerzas productivas. La primera guerra mundial fue la consecuencia necesaria de esta última contradicción, cuando el proceso de exportación de capitales había agotado la geografía del planeta, y las potencias imperialistas ingresaron a la lucha por un nuevo “reparto del mundo”. El tratado de Versalles preparó las condiciones de una segunda guerra de rapiña, donde, detrás del enfrentamiento con el fascismo, el pretendido campo de la democracia velaba sus armas contra la primera revolución obrera victoriosa de la historia. La guerra a la que asistimos hoy es la confesión de que la restauración del capital en Rusia y en China, o sea, el estandarte de la globalización, ha redundado en nuevos y feroces antagonismos, otra vez, la “reproducción ampliada” de las contradicciones del capital. En el horizonte financiero mundial, se avizora un escenario de defaults en cadena, mayores crisis sanitarias y climáticas, y la extensión de la guerra presente.
De Pablo atribuye la guerra a los “errores” de militares impulsivos y concluye su artículo pidiendo el control civil del “complejo industrial militar”. Pero la guerra y la economía capitalista no son compartimentos estancos. Para extirpar la guerra, es necesario abatir al capital y a los gobiernos de la guerra – esa es la conclusión a la que se anticipó Rosa Luxemburgo hace más de cien años.
Que la figura y la lucha política de Rosa Luxemburgo ganen la preocupación de un economista tradicional como de De Pablo, es un reconocimiento a la actualidad de la guerra y de la revolución – de la catástrofe capitalista. Es la admisión, no tan velada, de que asistimos a una etapa de convulsiones históricas excepcionales – al decir de Lenin, de “guerras y revoluciones”. La impronta de un período revolucionario se filtra por el ´inconsciente´ de la clase dominante, con una intensidad que contrasta con la miopía que domina a la abrumadora mayoría de la izquierda mundial. Esta paradoja, sin embargo, no es novedosa: cuando los aires revolucionarios cruzan la atmósfera de los salones educados, es porque ya están penetrando en el medio que le es propio –el de los obreros y oprimidos.