Israel: el nuevo gobierno declara la guerra a la Corte

Escribe Leib Erlej

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Acaba de asumir un nuevo gobierno israeli encabezado de nuevo por Binyamin ´Bibi´ Netanyahu, luego de un corto interregno de una coalición capitaneada por un partido formado de ex generales de las FDI (fuerzas armadas israelíes), que llevaba los restos de la izquierda sionista como furgón de cola. La nueva coalición gobernante repite muchos actores y socios anteriores, pero representa un salto de calidad: los partidos de la ultraderecha han logrado una preponderancia sin precedentes, como se refleja en el reparto de los ministerios. Estos sectores de ultraderecha llevan ventaja sobre los otros miembros de coalición a pesar de constituir una minoría parlamentaria. La oposición denuncia que el nuevo gobierno pretende de conjunto un “cambio de régimen” (Haaretz, 4/1), una acusación justa pero parcial.

El fascismo israelí, como todo fascismo, es peculiar. En comparación con el fascismo italiano clásico, el israelí es profundamente religioso, esencialmente mesiánico. Ata la profecía de la llegada del mesías a la perspectiva de limpiar la tierra de Israel (cuyo territorio excede las fronteras del actual Estado) de ´okupas´, para que el pueblo judío pueda heredarla. Del mismo modo, tiene en la mira la construcción de un nuevo templo encima de las ruinas de la mezquita de Al-Aqsa, en Jerusalén. Se diferencia de la ortodoxia no sionista principalmente porque ambos hitos (la “herencia” de la tierra y la construcción del nuevo templo) no se delegan exclusivamente al accionar divino; no se trata de esperar pasivamente la llegada del Mesías, sino de poner manos a la obra para realizar las tareas previas. Traducido, brinda una legitimación religiosa para la eventual ´limpieza étnica´ en los territorios ocupados.

Comparado con el caso alemán, el fascismo israelí no gira en torno a la idea de raza. En cambio, la identidad judía es definida estrictamente dentro de los límites de la halajá, la ley religiosa. En ese punto, no tiene diferencias con la ortodoxia, pero a diferencia de ésta, se propone copar el Estado israelí para reformar sus instituciones y contenido legal para remodelarlo de acuerdo a la halajá. Su estrategia con respecto a los palestinos consiste en desintegrarlos económica, social y políticamente, lo cual incluye masacrar sistemáticamente a su activismo y organizaciones. El Estado sionista ha establecido acuerdos con la burocracia palestina -tanto con Al Fatah como con Hamas-, que colabora en la represión en los territorios que ella administra. La desintegración política tuvo muchas etapas y una lenta evolución. Su resultado actual es un pueblo palestino dividido en su participación y vida política, primero, entre los palestinos que han sido desplazados afuera de la Palestina histórica; segundo, con los que han quedado dentro de las fronteras formales de Israel; tercero, con quienes permanecen dentro de los territorios ocupados desde 1967; y ahora, entre quienes viven en Gaza y Cisjordania (de manera muy reciente Netanyahu ha actuado militarmente para evitar una reconciliación entre Fatah y Hamas). Es un proceso de atomización progresiva que ha sido impulsado a través del tiempo por la totalidad del arco político israelí, pero son los fascistas quienes se pronuncian deseosos de llevarlo a fondo. El patrón de asentamiento de colonias en Cisjordania, colocadas en puntos geográficos clave, que cortan la comunicación entre pueblos palestinos o su acceso al agua, etc., apuntan a ahogar la vida social y económica en Cisjordania. Sin hablar por supuesto del robo de tierras para instalar colonias o bases militares, el acoso constante a los agricultores palestinos, las redadas nocturnas y el ´gatillo fácil´ que sucede prácticamente a diario. En este sentido, la anexión formal de Cisjordania (objetivo gritado a viva voz por la ultraderecha israelí), sin la concesión de ciudadanía a los palestinos, constituye un paso más. Los mismos fines persigue el bloqueo económico a Gaza, que ya lleva casi década y media. Los palestinos de estos territorios han sido prácticamente reemplazados en su papel histórico de mano de obra barata en Israel por la importación de trabajadores semi esclavos del sudeste asiático. Una vez hecha imposible la vida dentro de los bantustanes de Gaza y Cisjordania, se apuesta a la limpieza étnica por desplazamiento, como si fuera la “voluntad propia” de su población. En esto se diferencia con el régimen de Apartheid en Sudáfrica. Cuando éste pretendía prolongar de manera indefinida la segregación racial, el fascismo sionista apunta a empeorar progresivamente las condiciones de vida de los palestinos para eventualmente no dejar otra opción que el desplazamiento o verse sometidos a la condición de extranjeros en su propia tierra. Es una suerte de genocidio en cámara lenta.

La ultraderecha ha logrado avances significativos en el control del aparato estatal, lo que la deja en posición de avanzar en el programa hasta aquí descrito y hacer pasar una legislación que altere radicalmente la vida dentro de Israel y las condiciones de los palestinos. Israel, presentado por sus propagandistas como un ´enclave europeo´ en Medio Oriente, carece de una Constitución y ningún sector político israelí tiene interés alguno en avanzar en proceso constituyente alguno por el momento. En su lugar, la legislación en Israel se basa en una serie de “leyes básicas”, para cuya aprobación, derogación o alteración, sólo se necesita de mayoría simple en el Parlamento. Las “leyes básicas” no son un conjunto de leyes aprobadas junto con la fundación del estado, sino que se fueron ´acumulando´ a través de décadas. En otras palabras, cada gobierno, que cuenta de entrada con una mayoría parlamentaria, tiene manos prácticamente libres para hacerlas y deshacerlas. El único mecanismo de contrabalance a esta situación es el veto de la Corte Suprema, si esta considera que una ley contradice una ley básica anterior. Pero, en ausencia de un texto constituyente, el criterio de la Corte con respecto a leyes que cambian sustancialmente la vida política y social siempre ha sido discrecional. Por ejemplo, no hizo objeción alguna a la última ley básica, impulsada por Netanyahu y aprobada en 2018, la nefasta “Ley de Estado-Nación”, la cual establece que el Estado israelí no es un estado para los ciudadanos israelíes sino para el pueblo judío. Estamos ante un caso anómalo en el cual el contenido nacional (en el sentido legal) de un Estado no se condice con su ciudadanía efectiva: un tercio de la población israelí no es judía (mayoritariamente son palestinos) y la gran mayoría de los judíos no son israelíes ni tienen planes de serlo. Esta ley le da ´marco jurídico´ no sólo a la actual discriminación contra los palestinos con ciudadanía israelí (por ejemplo, en materia de servicios públicos), sino también para futuras diferenciaciones formales en materia de derechos en su contra.

No obstante, toda la coalición derechista -cada partido esgrimiendo sus razones y causas legales particulares- confluye en el proyecto de una reforma legal que recorte significativamente el poder de la Corte Suprema. Con la desaparición de este contrapeso, cualquier iniciativa por parte del ejecutivo, no importa cuán abiertamente contradiga las reglas o principios de un régimen democrático, solamente quedaría como obstáculo el humor y los pareceres de quien habite la Casa Blanca, principal soporte del régimen israelí.

Los sectores que esperan largamente para imponer la ley religiosa como ley estatal necesitan de esta alteración del equilibrio de los poderes, ya que no tienen perspectiva alguna, por el momento, de poder hacer pie dentro del poder judicial y menos aún de constituir una mayoría. En otras palabras, la reforma judicial que viene fogoneando la nueva coalición le abrirá las puertas a la imposición del oscurantismo religioso a toda la sociedad. Esto retrata una regresión brutal del sionismo, que pasó de ser un proyecto de integración de los judíos a la modernidad a una admiración por lo bajo del régimen de los ayatolas en Irán. Irremediablemente, la marcha del Estado de Israel hacia una teocracia ahondará las grietas con la vida judía diaspórica, que tiene sensibilidades y aspiraciones muy diferentes. No es casual que, por primera vez, un partido religioso se haya hecho con el control del ministerio que regula la relación con las comunidades diaspóricas y que haya expresado su deseo de alterar la Ley de Retorno, apuntando a limitar la inmigración de judíos de extracción menos observante (Infobae, 2/1).

La ultraderecha también se hizo con la cartera del Ministerio de Seguridad, por primera vez, colocando allí al colono fascista y kahanista confeso, Itamar Ben Gvir. Como no podía ser de otra manera, inauguró su cargo con una enorme provocación, paseándose rodeado de un ejército de policías por la explanada de la mezquita de Al-Aqsa, lo mismo que 20 años atrás desató la Segunda Intifada. El nivel de provocación es tal que ha desencadenado una ola de cr{iticas a nivel mundial, incluso de parte de EEUU (Haaretz, 3/1). Esto no es todo lo que la ultraderecha ha conseguido por primera vez. En concreto, como solución de compromiso con el Likud, éste se quedó con el Ministerio de Defensa, pero se le retiró el control de organismos encargados de la administración civil en los territorios ocupados de Cisjordania, lo cual incluye la gestión y definición de terrenos, que pasa a ser controlado por Bezalel Smotrich, un colono militante del robo de tierras (Israel Hayom, 12/5).

Este salto en la larga evolución del Estado israelí hacia un régimen de tipo fascista se explica por la propia dinámica de largo plazo. Se trata de una estructura emplazada para ejercer una guerra eterna y permanente contra una población originaria hasta su neutralización como sujeto político. La contradicción de esta función fundamental con cualquier pretensión democrática o progresiva determina que estas últimas, tarde o temprano, deben ser desechadas por el Estado, del mismo modo que a un diamante en bruto le son retiradas las impurezas para alcanzar su forma final. Para avanzar en la tarea histórica de desintegración del pueblo palestino, el Estado israelí necesariamente debe también alterar el régimen de vida interno para con los judíos, reforzando la opresión y las características oscurantistas y chauvinistas. La fascistización del estado siempre va de la mano con la fascistización de la sociedad, la búsqueda por formar un ´nuevo tipo´ de judío (proceso que comenzó hace muchas décadas), capaz de llevar adelante las nefastas tareas que le encarga el Estado fascistizante, que a su vez lo buscará imponer por sobre los judíos realmente existentes dentro y fuera de Israel. Esto tenderá a producir un quiebre con las comunidades diaspóricas o en su defecto una mayor desarticulación de estas.

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