Escribe Jorge Altamira
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Con un superávit comercial de 45 mil millones de dólares en el bienio 21/22 y un crecimiento del producto bruto sucesivo de casi el 10%, nadie en su sano juicio puede caracterizar que Argentina atraviesa una crisis económica en términos capitalistas. La desvalorización de los salarios y las jubilaciones, el aumento de la ‘informalidad’ laboral y de la precarización de las condiciones de trabajo y una tasa elevadísima de la pobreza han sido seguramente incentivos poderosos para que las patronales aumentaran la contratación laboral y absorbieran la capacidad instalada de la industria. Otro factores poderosos han intervenido también para acicatear la actividad económica: de un lado, los subsidios al capital durante la cuarentena, que se acabaron transformando en 12 billones de deuda del Banco Central con el sistema bancario (Leliq); las excenciones impositivas a las patronales, que Massa situó en el 7% del PBI -unos 30 mil millones de dólares-, y el doble mercado cambiario, que permitió importaciones al tipo de cambio oficial y la venta del producto manufacturado, en el mercado interno, al tipo de cambio paralelo. La inflación ha elevado, como ocurre en todo el mundo, la masa de beneficios del capital en detrimento de los ingresos de la fuerza de trabajo. En Estados Unidos, los monopolios de los alimentos han avanzado en la concentración de la tierra y el capital en el agro. También por la vía de la inflación se ha producido un violento ajuste del gasto fiscal; el déficit de las finanzas públicas es fundamentalmente financiero. El pago de intereses de la deuda pública, en efecto, consume de 35 a 40 mil millones de dólares anuales.
Aun en la actualidad, luego de dos corridas cambiarias y amenazas de acortamiento del mandato de gobierno, las relaciones de intercambio internacional siguen siendo favorables a Argentina. La sequía no ha permitido aprovechar esta ventaja a pleno, pero el superávit comercial sigue en positivo. O sea que la media histórica de los precios de exportación continúan aventajando a la media de los de la importación. El precio de la soja de Brasil es, colocada en el puerto de Rosario, inferior a la de Argentina. Esto explica en buena parte la riña de las aceiteras con los sojeros por el precio de la llamada “soja 3”.
Este dato está diciendo que el tipo de cambio oficial se ajusta a una posición de equilibrio del comercio extranjero, y que no necesita ninguna modificación devaluatoria. La mega devaluación del oficial, sin embargo, se encuentra a la vuelta de la esquina. El reclamo del gobierno para que el FMI adelante 10 mil millones de dólares, por ejemplo, no será gratuito – la contrapartida será alguna forma de aceleración de la devaluación. Se ha calculado que una devaluación del 50%, o sea un dólar oficial de 350 pesos, se traduciría en una inflación mensual del 15 al 20 por ciento. Para muchos, entrañaría la caída del gobierno, la balcanización del peronismo y un nuevo barajeo político de las elecciones.
El griterío a favor de la devaluación cuando el tipo de cambio no se encuentra desviado de su paridad de equilibrio obedece a un conjunto de intereses muy específicos, típico de una estafa. Una economista de las más consultadas acaba de señalar que la devaluación del peso es necesaria para “licuar el gasto fiscal”. Se refiere, obviamente, a una mayor confiscación de los gastos sociales, pero también a una desvalorización forzada de la deuda del Banco Central (Leliq) con los ahorristas y depositantes de los bancos. Esta desvalorización del pasivo del Central estaría acompañada por la re-valorización del activo constituido por títulos de la deuda de Argentina en dólares. Es exactamente lo que propone Milei, aunque sin una dolarización. Lo importante de todo esto es que asistimos a un planteo de devaluación con objetivos financieros, no con objetivos comerciales, para asegurar el pago de la deuda pública, o sea una gigantesca transferencia de patrimonios y de ingresos a favor del capital financiero.
La devaluación en cuestión no afectaría a la deuda pública en pesos -equivalente a 60 mil millones de dólares- porque se encuentra enteramente indexada al dólar o a la inflación. Por la misma razón, no alteraría tarifas de servicios, de educación y salud privadas. Con toda seguridad elevaría la cotización de la deuda pública en dólares, que hoy se encuentra al 20% de su valor original. Si la devaluación viniera acompañada con la formación de un fideicomiso que reúna los activos del estado en YPF y los de Anses en empresas privadas, con la intención de respaldar a la deuda nominada en dólares, Argentina podría reingresar en un cierto tiempo en un nuevo ciclo de endeudamiento público.
La cuestión de la deuda pública ha alcanzado su pico máximo. La devaluación es una operación de rescate de los acreedores – 70% nacionales, 30% extranjeros. El monto de esta deuda -de la administración nacional, provincias y municipios, empresas estatales y Banco Central- ha alcanzado los 600 mil millones de dólares. El superávit comercial se ha despilfarrado en el pago de intereses de esta deuda usuraria. La pulverización de la moneda argentina no es sino la contrapartida de la bancarrota financiera del Estado. La deuda pública se ha convertido en una barrera fundamental contra la actividad económica en general, y en un pulpo confiscatorio contra los trabajadores.
Argentina no atraviesa una crisis económica sino que enfrenta una gigantesca estafa del capital financiero nacional e internacional. Esta estafa apunta a una nueva confiscación de la fuerza de trabajo, de un alcance sin precedentes (en un país que acumula muchos).