Escribe Jorge Altamira
La Revolución más profunda de la historia de América Latina.
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Cuba atraviesa, desde hace tiempo, no un proceso revolucionario, sino uno contrarrevolucionario. Este desarrollo transcurre en un período de bancarrota del capitalismo, de guerra imperialista de alcance mundial, y confronta con una sucesión de movilizaciones y rebeliones populares que el régimen político de la Isla no ha podido doblegar por medio de la represión. Una creciente diferenciación en el espacio político de Cuba erosiona la losa monolítica de la vigilancia y la represión oficiales; las tendencias políticas, hasta recientemente subterráneas, salen a la luz: “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
En este marco, el compañero Frank García Hernández presenta su libro “Cuba: una historia crítica (1959-2025)”. Frank es un comunista cubano que ha cobrado una relevancia singular como organizador de los cuatro Eventos Internacionales León Trotsky en América Latina (Cuba, Brasil, Argentina, Paraguay). Aunque el “trotskismo” ha entrado en la agenda política actual de Cuba hace casi dos décadas (y ha tenido una trayectoria autónoma relevante desde la constitución de la Oposición de Izquierda en la Tercera Internacional), la realización de esas Conferencias-Debate le han devuelto una significativa actualidad. La “historia crítica” debe leerse como un balance que debería servir para establecer un programa y construir un partido cuartainternacionalista en Cuba. Cubana en la forma, las tesis principales del texto tienen, sin embargo, un contenido internacional.
La caracterización de la Revolución Cubana como “socialista” se ha impuesto en forma casi excluyente en la izquierda mundial, incluso desde antes de que Fidel Castro y el Che Guevara la proclamaran como tal en 1962. Para ese momento habían ocurrido tres acontecimientos fundamentales; por un lado, la movilización relámpago (96 horas) y el masivo socorro de la burocracia de la Unión Soviética para enfrentar el boicot petrolero de las compañías extranjeras a Cuba ordenado por el imperialismo norteamericano; por otro lado, la expropiación del conjunto de los capitales extranjeros y nacionales en Cuba y, finalmente, pero para nada menos importante, la victoria militar en Playa Girón contra un intento de invasión organizado por el gobierno Kennedy de Estados Unidos, que implicó la movilización y el armamento de un millón de cubanos. En definitiva, un cuadro histórico excepcional.
Lo que ha distinguido el inicio insurreccional de la Revolución Cubana, con la expedición militar a Cuba en el Granma en diciembre de 1956, ha sido la lucha armada organizada por una fracción política histórica de Cuba; una persistente y creciente movilización urbana y la acción directa de las masas. La expedición del Granma fue concertada por el llamado a una huelga general en el Oriente de la Isla, que no prosperó; otra huelga general, en abril de 1958, que fracasó, y por último la huelga general que convocó la guerrilla del ML26, en las dos semanas finales de la victoria, cuando Fidel Castro demoró su entrada en La Habana para realizar grandes acciones de masas en su recorrido. Estas acciones desataron choques y rupturas con las oposiciones patronales que operaban desde Miami. La revolución no solamente derrocó al gobierno de Fulgencio Batista, también destruyó su aparato de Estado y su aparato militar y de seguridad. La consigna “al paredón” llevó a la organización de tribunales populares (no estatales) encargados de enjuiciar a los represores del viejo régimen y aplicar la pena de muerte. Los cierres ‘moralistas’ de cabarets y lupanares para el servicio del turismo extranjero motivaron una gigantesca movilización de rechazo de prostitutas, que expuso la obligación de la Revolución de crear empleos en forma masiva, sólo posible por medio de una transformación social.
Los partidos stalinistas sufrieron un golpe político enorme como consecuencia de una revolución que no apoyaron, sino que confrontaron, y que derribaba la tesis reciente de la burocracia rusa (encabezada por el ‘ucraniano’ Kruschev) del “tránsito pacífico al socialismo” y la “coexistencia pacífica entre dos sistemas” con el imperialismo mundial. La revolución cubana significó un fuerte golpe a la colaboración del Kremlin con Washington, que tenía lugar a 1500 km de Miami. La revolución dio lugar a un gran crecimiento de los partidos revolucionarios de izquierda o, al menos, independientes del Kremlin. En la apreciación de nuestra corriente en ese momento, el MIR Praxis, la revolución cubana no se detendría en los marcos del Estado burgués, sino que abriría, como consecuencia de una política consciente, una etapa histórica nueva, incluso a nivel internacional. Tanto Fidel como el Che venían de experiencias excepcionales, como el “bogotazo’ que siguió al asesinato de Eliecer Gaitán, un líder colombiano muy popular, y la capitulación del nacionalismo y el stalinismo ante la invasión de Guatemala, en 1954, por un aparato armado por la United Fruit Company y el imperialismo yanqui. Una fracción de la IV Internacional (Comité Internacional) caracterizó a la Revolución como un movimiento bonapartista; la fracción oficial (Secretariado), al contrario, presentó a la dirección de la Revolución como una corriente que asumía la dinámica de una revolución permanente sin tener consciencia de ella (un plagio de la posición del francés Jean Paul Sartre). La corriente morenista (PTS, IS, MST) la declaró un instrumento ‘democrático’ del imperialismo (‘tesis’ que canceló en 1960, para convertirse enseguida en un sostenedor incondicional del ‘castrismo’ y ‘guevarismo’).
La Revolución Cubana no fue nunca, sin embargo, una revolución proletaria; una caracterización contraria sería un obstáculo manifiesto, en la actualidad, para construir un partido socialista de la clase obrera; si la pequeña burguesía, ulteriormente sostenida por un aparato stalinista, puede desarrollar una revolución socialista, la clase obrera quedaría relegada a segundo violín histórico o, con más precisión, a disolverse en la pequeña burguesía a través de una atomización. Dada la variedad de tendencias que han emergido en Cuba (socialdemocracia, reforma del régimen, “gramscismo” y otras más) este centrismo orgánico sería fatal, en especial, si prosperan quienes reivindican “la sociedad civil” (frente al Estado autoritario) o la necesidad de conquistar una “hegemonía cultural”; la sociedad civil (que ignora el antagonismo de clase) es la ficción que justifica al llamado Estado representativo. En los países atrasados, que, aunque enteramente capitalistas tienen un desarrollo ‘precapitalista’, o sea, unilateral y parcial frente a las potencias dominantes, el carácter socialista de una revolución está determinado por la naturaleza proletaria (en composición y programa) de la dirección, no por tareas históricas no resueltas como el régimen agrario, la unidad nacional o la independencia nacional, que tienen un contenido histórico burgués. En Bolivia hubo, en 1952/3, una insurrección proletaria acompañada subsiguientemente por un levantamiento campesino, que destruyó en 24 horas al ejército, estableció un soviet mediante la fundación de la Central Obrera y ocupó las minas (algo muchísimo más avanzado que la revolución cubana); sin embargo, su dirección entregó el poder a la pequeña burguesía nacionalista del MNR (agente de la burguesía nativa y del destruido aparato militar), que se encargó de revertirla. En Cuba, no hubo una revolución proletaria, pero su dirección pequeñoburguesa ejecutó una política revolucionaria sin parangón en la historia moderna, que puso en pie un Estado transicional, pero ni obrero ni socialista. Bolivia y Cuba, a través de un proceso recíprocamente contradictorio, tienen en común una gran crisis histórica de dirección: una dirección obrera-pequeñoburguesa que cede el poder (caso Bolivia) a un partido representante de la burguesía pseudonacionalista, y, en Cuba, una hegemonía de la pequeña burguesía revolucionaria que subordina a la clase obrera, que no llega como clase independiente al proceso revolucionario. El Partido Socialista Popular, el partido obrero de Cuba, había apoyado al gobierno de Batista en la década del 30; luego integró su segundo gobierno en los años cuarenta; finalmente, se subió al carro de la Revolución ya consumada, para estrangularla o usufructuarla y someterla al control de la burocracia stalinista contrarrevolucionaria de la ex Unión Soviética.
En cuanto al método para caracterizar al Estado revolucionario, Lenin ha dejado enseñanzas insuperables. Caracterizó al Estado emergente de la Revolución de Octubre como “un Estado burgués sin burguesía”, donde “la clase obrera es semidirigente y semioprimida”. En definitiva, un Estado en transición, aun burgués por la negativa, cuyo carácter de clase está determinado por su dirección política y por las perspectivas históricas que abre; más adelante, a partir de las concesiones de mercado, se referiría a “un capitalismo de Estado”, donde el Estado creado por la Revolución confronta con las clases capitalistas (esencialmente, el campesinado acomodado y a través de él con el mercado capitalista mundial). Una revolución proletaria en un país de desarrollo capitalista ultravanzado, iniciaría el tránsito del socialismo al comunismo; sería, además, inmediatamente internacional. En un país relativamente atrasado, inicia un tránsito del capitalismo al socialismo, condicionado, al menos en última instancia, al desarrollo de una revolución internacional. Toda expropiación del capital es una medida históricamente revolucionaria, pero esto no le da un carácter revolucionario a la ocupación de Polonia en el acuerdo Stalin-Hitler, ni al sometimiento de los Estados ocupados por la URSS en la segunda guerra mundial, donde el capital fue expropiado por una acción ‘desde arriba’. La dialéctica de la historia abunda en este tipo de contradicciones; no entenderlas llevaría al dirigente trotskista griego Michel Pablo a asegurar que el pasaje al socialismo mundial sería la consecuencia de sucesivas acciones confiscatorias de parte de la burocracia stalinista, en una guerra a muerte de ella con el imperialismo. O llevaría al historiador Isaac Deustcher a apoyar la represión de los obreros de la construcción de Berlín, que protestaban contra la superexplotación laboral, por parte del ejército ruso en 1953. Deustcher entendía la extensión del socialismo en el mundo “à la Napoleón”, quien emprendió la imposición imperial del derecho burgués en la Europa feudal por medio del ejército francés.
La cuestión de la dirección política no fue descuidada en torno a la Revolución Cubana, como tampoco podía ser de otra manera. Para ‘hacer’ la revolución, se sostuvo, era necesario un “foco armado”, no un partido, y menos un partido obrero. Esto provocó una onda de “guerrillerismo internacionalista”, con una ola consecuente de derrotas, donde tampoco importaba el programa; el “foco” de los Montoneros tenía el propósito de liquidar el Cordobazo mediante el retorno de Perón. La Revolución se hizo cargo de los sindicatos para controlarlos, ante el vacío dejado por la burocracia sindical “mujalista’, por Eusebio Mujal, un agente de Batista; fue el terreno para la injerencia del aparato stalinista y la estatización sindical. Llama la atención el poco lugar, o incluso ninguno, que juega la independencia y la democracia de los sindicatos en los debates que se desarrollan en la actualidad entre la oposición. No se trata de prefigurarlos jurídicamente, sino de cómo alimentar el desarrollo de una dirección obrera clasista en base a un programa de reivindicaciones. Al final, la llamada cuestión del partido derivó en la fusión del ML26 y el aparato stalinista, como un complemento fatal de la integración de Cuba al campo institucional organizado por la burocracia rusa en Europa del este. El partido comunista de Cuba no ha sido realmente un partido, es sólo un aparato, una correa de transmisión del Estado, que jamás tuvo la práctica de un partido con debates, discusiones y fracciones públicas.
La Revolución barrió con los partidos tradicionales, pero no dio lugar a corrientes, organizaciones o partidos de trabajadores. El arbitraje que impone todo régimen estatal, incluso un Estado obrero, ha asumido un carácter bonapartista muy temprano en la persona de Fidel Castro. No es previsible una autorreforma democrática del régimen cubano, menos aún en un período de crisis política, políticas contrarrevolucionarias y agotamiento y hasta agonía de la democracia burguesa en general. Cualquiera fuera el desenlace de la crisis actual, las opciones son una dictadura burguesa (bajo diferentes formas) o una dictadura del proletariado. La lucha por las libertades democráticas, sindicatos independientes y libre organización de las masas debe servir para desarrollar la conciencia de clase y la organización de los trabajadores, para que impongan, contra la dictadura de una burocracia restauracionista o directamente burguesa, la dictadura del proletariado.
La cuestión de la pequeña burguesía revolucionaria que ha caracterizado a la Revolución cubana no es excepcional. Fue abordada, por de pronto, en el IV Congreso de la Internacional Comunista, en un período de grandes convulsiones y revoluciones en las Colonias. La IC distinguió entre los movimientos nacionalistas burgueses, históricamente progresivos, entre aquellos con una tendencia a compromisos con el imperialismo y los movimientos nacionalistas revolucionarios, que impulsaban movilizaciones revolucionarias. En el apoyo resuelto, reservado a estos últimos, se incorporaba una advertencia señalada como fundamental: no confundir comunismo con nacionalismo y denunciar la tendencia sistemática del nacionalismo a revestirse como socialista. No se ha tomado ese recaudo en cuanto a la Revolución Cubana, cuya dirección fue presentada como socialista consecuente. El punto nodal de diferenciación entre el comunismo bolchevique, de un lado, y el nacionalismo, no importa cuán revolucionario sea, es la dictadura del proletariado como único punto de partida de una revolución permanente, internacional. Como observador atento de la realidad mundial, de un lado, y de las peculiaridades nacionales, del otro, Lenin señaló que una nación atrasada que no hubiera ingresado ya en un desarrollo capitalista, podía saltar esa etapa si: organizaba a las masas (esencialmente campesinas comunales y artesanas urbanas) en soviets, y se aliaba a la Unión Soviética revolucionaria. La línea divisoria maestra es siempre la cuestión del poder, o sea, de la dictadura del proletariado. La unión política internacional entre una burocracia con sede en La Habana con otra con sede en el Kremlin no constituye una vía hacia la dictadura del proletariado, sino a lo contrario. Una restauración capitalista no es completa porque se devuelvan empresas confiscadas al capital, algo que hipotéticamente puede ser negociado por un gobierno revolucionario con el imperialismo (la Rusia de Lenin y Trotsky estuvo dispuesta a negociar el pago de la deuda externa dejada por el zar, a cambio del levantamiento del boicot comercial y económico de las grandes potencias contra Rusia, nada de lo cual ocurrió). Es completa cuando ha quebrado el poder político en manos del proletariado.
Cuestiones similares a las expuestas fueron discutidas en la III Internacional frente a la hipotética emergencia de “gobiernos obreros”, como estuvo por ocurrir en Alemania a consecuencia de la huelga general contra el llamado “putsch” Kapp, entre centrales sindicales y corrientes obreras reformistas. En determinados casos llamaba a apoyarlos, por ejemplo, si armaban a las masas, pero sin abandonar su independencia política o confundir a esos gobiernos con la dictadura del proletariado. Para encuadrar estos asuntos y estos debates es necesario entender que la revolución es una eclosión histórica que irrumpe de diversos modos, y que fuerza a intervenir a diversas clases; no es una conspiración bien planeada, es un parto de los ciclos históricos. No se pueden adoptar, por tanto, criterios dogmáticos ni mucho menos renunciar a las conclusiones derivadas de la experiencia histórica. La historia es transición; es necesario transmutarse en la dinámica revolucionaria de su desarrollo con un planteo de acción claro, aunque siempre tentativo, o sea, sujeto a correcciones. Repetidamente citado, el Programa de Transición no descarta que partidos pequeñoburgueses puedan ir ‘más lejos’ de sus propósitos establecidos, y que rompan con la burguesía y tomen el poder. Pero eso sería un paso hacia la dictadura del proletariado, dirigida por un partido realmente socialista. En su libro mal titulado “La Revolución Traicionada”, León Trotsky responde a la pretensión de Mussolini de que con un toque de botón él podía convertir a Italia al socialismo (algo que pretendió hacer luego en la República de Salo, después de ser liberado por los alemanes), de que sólo el bolchevismo había expropiado a la burguesía. Ahora, Trotsky podría añadir que lo mismo hicieron Fidel y el Che, luego de una revolución que había destruido el preexistente aparato estatal de la burguesía. En forma muy parcial hicieron lo mismo algunos Estados africanos. Pero las expropiaciones no son sinónimo de dictadura del proletariado ni determinan un carácter obrero de la Revolución Cubana. En ausencia, en un tiempo prolongado, de una revolución socialista en los países avanzados, el aislamiento del mercado mundial desgasta el patrimonio industrial expropiado y se convierte en una hipoteca económica; las expropiaciones no son sinónimo de abolición del trabajo asalariado, ni llevan a ella. La misma planificación sufre consecuencias lastimosas, como cuando Fidel Castro intentó salvar el comercio con Rusia mediante una zafra de diez millones de toneladas, que resultó en un costo de producción superior a los precios privilegiados que ofrecía Moscú. O sea, en una catástrofe económica.
Las nacionalizaciones por parte de regímenes pequeñoburgueses han enturbiado la vista de ciertos sectores intelectuales y de una mayoría de “trotskistas”. La expropiación del capital representa un paso hacia el comunismo cuando ella constituye una reapropiación colectiva de las fuerzas productivas por parte de la clase obrera. Mientras no ocurra esto, la propiedad estatal es una propiedad privada del Estado, él mismo una expresión real, deformada o residual de una dominación política contra los trabajadores. En sí misma, la expropiación no representa sino un estadio de la crisis capitalista y de la lucha de clases. La cuestión central del carácter del poder tuvo una expresión concreta en la polémica entablada por el Che Guevara, cuando sostenía la necesidad de combatir y eliminar a la burocracia; modificar las reglas de distribución de la producción y el ingreso social; cuestionar la ley del valor en un período de transición y rechazar una alianza estratégica con el Kremlin. Hipotéticamente, el Che advertía los límites ‘socialistas’ de la pequeña burguesía política y buscaba su alteración. Ese mismo Che, años antes había desautorizado los planteos a favor de una democracia obrera, que hacía el POR (Posadista), con la presuntiva idea de que una deliberación obrera no podía superar la capacidad de orientación política de la dirección pequeñoburguesa que había entablado y ganado la lucha revolucionaria. La capacidad de cada clase, en efecto, se determina por el papel de cada una en la lucha concreta; el ‘accidente’ que representa una revolución de la pequeña burguesía pone en evidencia la crisis histórica de dirección de la clase obrera. La cultura de la vanguardia del proletariado y, en esa medida, del proletariado en su conjunto, es un factor fundamental en el desarrollo de una conciencia de clase.
En julio de 1979, tuvo lugar la victoria de otra Revolución, no ya semejante, sino incluso más profunda que la Revolución Cubana. En la guerra civil contra Somoza perdieron la vida 50.000 nicaragüenses. Los Somoza eran una dinastía; según Frank Delano Roosevelt, “nuestros hijos de puta”. Roosevelt no era un Trump; en 1933 había derogado la Enmienda Platt que autorizaba la invasión de Cuba por el imperialismo norteamericano; la derogó bajo la presión de la revolución cubana de 1930. El Frente Sandinista, sin embargo, conducido por la pequeña burguesía, no buscó emular a Fidel y al Che; no “fue más allá” de sus propósitos, pero especialmente por la presión del propio Estado cubano, que quería a Nicaragua como una carta adicional de presión sobre Estados Unidos y las burguesías para obtener una “coexistencia pacífica” latinoamericana. Los teóricos de la revolución socialista en Cuba evaden por completo lo ocurrido con la revolución sandinista. La victoria de la Revolución Cubana había desatado una onda de dictaduras militares en América Latina; la Sandinista, por el contrario, un desplome de las dictaduras subsiguientes. El gobierno ‘socialista’ de Cuba no llamaba a seguir su propio ejemplo, sino a contradecirlo. Nicaragua formó un gobierno con la gran burguesía opositora (los Chamorro), que finalmente derrotó electoralmente al sandinismo, y que luego gobernó con la completa lealtad del ejército sandinista. Más trascendente, si cabe, fue, por supuesto, el apoyo de Fidel Castro al gobierno de la Unidad Popular en su visita Chile, en 1971. La UP enfrentaba un creciente levantamiento de obreros y marinos que reclamaban tomar el control de la producción y anticiparse a un golpe de Estado. Fidel los llamó a desistir de esa política y apoyar incondicionalmente al gobierno de la Unidad Popular. Lo que la derecha caracterizó como una visita subversiva a Chile, era lo contrario. En febrero de 1972, Salvador Allende había declarado al director del diario Le Monde que se opondría por todos los medios a “una dictadura del proletariado”; seis meses después despidió de Defensa al general constitucionalista Carlos Prats y designó a Augusto Pinochet. En cuanto a Hugo Chávez, luego de que Fidel Castro diera su apoyo al presidente Carlos Pérez, que había masacrado en Caracas a un gran número de trabajadores en protestas contra el golpe popular de febrero de 1992 del futuro líder bolivariano, Cuba se aseguró que este militar nacionalista pequeñoburgués no sacara los pies del marco del Estado venezolano. Hugo Chávez ejerció un gobierno bonapartista –de poder personal- y estatizó los sindicatos. La medida nacionalista fundamental de Chávez fue evitar la transnacionalización de PdVSA y el plan arraigo de viviendas populares. La Revolución Socialista cubana trasmutó al “Socialismo del Siglo XXI”, sin mediación de revoluciones sociales y un gran despilfarro del Tesoro para pagar nacionalizaciones a valor de mercado. Las revoluciones protagonizadas por el campesinado, pero caratuladas de socialistas, como es el caso de China, Vietnam o Cambodia, incluso por medio de guerras “prolongadas” por la independencia o unidad nacionales, han venido acompañadas por fuertes tendencias antiproletarias, que miran a la ciudad como un reducto extraño y por sobre todo hostil. Se destruye el verdadero ámbito de la revolución moderna, la gran ciudad, que tiene por tarea dirigir al campo. Mao no emprendió un plan de industrialización que trasladara a la sobrepoblación rural a la fábrica moderna, con sus peligrosos ciclos de auge y depresión; las confinó al medio rural mediante una revolución agraria. El caso de Cambodia fue infinitamente más dramático: el partido comunista vació las ciudades por medio de métodos criminales contra millones de personas. León Trotsky ya había advertido acerca de estas tendencias de los movimientos campesinos en sus escritos sobre China en la década del 30. Señaló que podrían seguir un patrón de hostilidad hacia la ciudad, que había observado en el campesinado ruso luego de la derrota de la revolución de 1905, como consecuencia de una brutal “reforma agraria” impulsada por el ministro del Zar, Piotr Stolypin.
Desde los últimos años de la ex URSS, Cuba se debate en una crisis de productividad y financiamiento y en un retroceso fenomenal de las fuerzas productivas. El salto al turismo internacional no ha resuelto nada: por el contrario, ha agravado la desigualdad social; tampoco el establecimiento de “zonas libres”, que sigue al caso de China. Ha emprendido un descomunal ajuste social, para atraer inversiones extranjeras, que superan por lejos a la aventura catastrófica de Javier Milei. La pequeña burguesía nacionalista cubana ha descubierto que la premisa para alcanzar un orden “macroeconómico” con el capital internacional y el pequeño capital interno es un completo sometimiento de la fuerza de trabajo. El problema es que gran parte de esa fuerza de trabajo es altamente calificada y atraída por el mercado internacional. El ajuste se descarga sobre los sectores más vulnerables. Aunque el financiamiento internacional abunda, la economía debe ajustarse a la expectativa de extracción de plusvalor del capital extranjero. Si siguiera el ejemplo de la restauración de China, de desintegración del espacio campesino y subvaloración de la fuerza de trabajo industrial, el primer candidato a hacerse cargo de la economía de Cuba no es el capital de China, sino de La Florida. Embarcado en una guerra comercial y financiera contra China, el gobierno de Trump no se presenta como candidato para este emprendimiento; ahorita mismo está planificando un cambio de régimen en Venezuela. Como ocurre con numerosos otros países, Cuba no puede pagar las deudas contraídas con China y por lo tanto emprender una restauración capitalista ‘a la China’... con la misma China.
En cualquier caso, la tendencia a una salida contrarrevolucionaria está planteada. Pero sin organizaciones propias, es improbable una resistencia de conjunto de las masas, aunque sí estallidos locales y generales de diferente amplitud; un resquebrajamiento en la burocracia gobernante es previsible.
El compañero Frank García Hernández ha desatado un debate, obviamente fundamental, y con un texto concreto, que es como se puede desarrollar un programa. La “democracia socialista” ha sido la contraseña, desde Ernest Mandel en adelante e incluso antes de él, para abandonar la dictadura del proletariado. La dictadura del proletariado supone la deliberación ejecutiva de los trabajadores, colectivamente. Esta dictadura, que en su forma política debe ser el resultado de una revolución proletaria victoriosa, es también su premisa; el proletariado declara el carácter soberano de la lucha de clases que emprende, sin sujeción a las reglamentaciones del Estado burgués. De este modo, toda victoria reivindicativa que se impone al Estado no solamente es provisoria, es condicional; en el curso de la lucha de clases se debe volver sobre ella una y otra vez. El caso de Argentina -y no sólo de ella- es contundente: la “reforma laboral” que quieren imponer el Ejecutivo y el Congreso está vigente a todos los fines prácticos. El Estado coacciona a los jueces laborales a desechar los reclamos individuales o de grupo; los caracteriza como “la industria del juicio”. Las decisiones de asambleas obreras que enfrenten esta ofensiva con la acción directa, la huelga general o la ocupación de empresas, es una forma más o menos desarrollada del ejercicio de la dictadura del proletariado a partir de deliberaciones democráticas. Lo dijo Lenin: Marx no descubrió la lucha de clases, sino que ella conduce a la dictadura del proletariado. Es necesario combatir las salidas intermedias que no existen, con el pretexto de la insuficiencia de consciencia de los trabajadores. Esta insuficiencia sólo la tiene el negacionista, porque la dictadura del proletariado no es sólo un fruto maduro y transicional hacia la sociedad sin clases, sino que “nace desde el pie”, o sea, en la acción de lucha más primitiva del proletariado: en la asamblea, en el comité de fábrica, en los congresos electos por la base, en toda orientación clasista; en la escisión de la “sociedad civil”.
Del mismo modo que tampoco existe la “dictadura democrática”, o sea, de varias clases, como ya lo probó la Revolución de Octubre; por el contrario, esa variante es la envoltura del frente popular, es decir, los frentes de colaboración de clases con la burguesía ‘progresista’, ‘nacional’ o ‘democrática”. Cuando los regímenes capitalistas se encaminan a instaurar “estados de excepción” (ni hablar de guerras genocidas), la lucha por las libertades democráticas no debe orientarse al restablecimiento del estado político precedente (que reforzará la tendencia renovada al estado de excepción), sino al estado del futuro: la dictadura del proletariado. La pequeña burguesía es una clase intermedia y por eso oscilante, que medra en la confusión. En una lucha de clases ‘a finish’ puede volcarse al fascismo, si el proletariado no lucha sistemáticamente para tenerla de su lado.
Bienvenido “Cuba: una historia critica, 1959-2025”, escrita por un intelectual, historiador y militante socialista.
