Escribe Jorge Altamira
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Los artículos que reproducimos a continuación, tienen su origen en una polémica generada en las redes sociales. Jorge Altamira señaló en Twitter: “La trata de mujeres no es machismo, es explotación capitalista”. Ello, después de otro tuit que decía: “La organización autónoma de la mujer es la llave. Ninguna penalidad contra el machismo puede sustituirla”. Así, Altamira debatía con un feminismo vulgar y asociado al Estado, cuya política se reduce a reclamarle acciones represivas estatales. Luego, al ser interpelado sobre el tema del machismo y la trata, Altamira explicó: “Entre machismo y esclavitud organizada para un lucro hay diferencia cualitativa “y para mejor explicar dio un ejemplo: “¿La trata masiva de mujeres y niños es machismo? ¿El traficante es igual al metalúrgico?” (contrastando a un obrero que puede ser machista, con el organizador de una red de trata para lucrar con ella), y agregó: “Los obreros e incluso numerosos socialistas son machistas, pero no negocian con la explotación sexual de mujeres”.
Publicado en En Defensa del Marxismo N°48, agosto de 2016.
Cierto izquierdista, pero no marxista, acusó a Altamira de “economicista”, planteando que opresiones tales como la de la mujer o de las trans no estarían vinculadas con la explotación capitalista. Altamira lo refutó sintetizando en un tuit el abc del método dialéctico: “Un régimen determinado de explotación social no es economicismo, es -define- la estructura histórica de una sociedad”. En 140 caracteres, se opuso la visión socialista y revolucionaria sobre la cuestión de la mujer a una interpretación liberal -aunque pretendidamente “marxista”. Posteriormente, Alta- mira escribió dos textos desarrollando más ampliamente la polémica, que ofrecemos al lector.
El llamado machismo comporta una discriminación y una descalificación de la mujer por parte del hombre, que está inscripta de un modo diferente en la estructura de la sociedad de que se trate. En el caso histórico actual es el capitalismo, aunque diferenciado por las peculiaridades históricas propias de cada nación, que pueden llegar a ser enormes. Esa discriminación tiene lugar en el trabajo, en la vida doméstica y, más precisamente, en la familia, ella misma un producto social que ha variado enormemente en el tiempo y entre sociedades dentro de un mismo tiempo histórico. Es una forma de opresión que la corriente histórica del marxismo ha establecido desde su comienzo -o sea, mucho antes de que apareciera la literatura sobre la cuestión de género. La posición subalterna de la mujer respecto del hombre cumple siempre una función social, de la cual el discurso cultural no es más que su manifestación ideológica. Por eso, la cuestión de la opresión de la mujer es de naturaleza clasista: sirve a la reproducción del sistema dominante. La mujer no sufre esa opresión de un modo homogéneo, ni siquiera lo percibe de la misma manera: no es lo mismo la ladera de Donald Trump que una trabajadora de Egipto o Arabia Saudita, o una trabajadora negra en Estados Unidos y en otros países. Trabajadora, mujer y negra, puede resumir una triple opresión social de la condición femenina.
Los únicos que hemos escrito y agitado acerca de la discriminación de la obrera, no solamente por parte de la patronal sino por los obreros, sea en el lugar de trabajo, pero por sobre todo en la familia, hemos sido los del Partido Obrero. La clase obrera no solamente reproduce la ideología de la clase dominante, sino la práctica social, incluso en forma más grosera o brutal, por las limitaciones de la condición de la opresión proletaria y la miseria social correspondiente. Allí donde la mayor parte de la izquierda levanta un programa penal para la violencia contra la mujer y el femicidio, nuestro partido defiende la sanción de medidas de protección de la mujer por parte del Estado, acompañadas por el control de su ejecución por las propias mujeres, por la organización independiente de la mujer y, por sobre todo, por la lucha teórica y práctica contra la violencia hacia la mujer en el seno de la clase obrera. Es decir, por romper la barrera que bloquea la unidad política efectiva de las mujeres, jóvenes y hombres de la clase proletaria. La lucha contra la opresión hacia la mujer es una lucha de clases: si la clase obrera quiere emanciparse del capital, debe dar una lucha interna en su propia clase para emanciparse del machismo o, mucho mejor, de la opresión de sus compañeras de clase dentro de la propia clase de los proletarios. Este es el punto de divergencia entre el marxismo, por un lado, y las corrientes democratizantes, por el otro. Como diría Elsa Bornemann, una divergencia grande como un elefante.
Para los marxistas, el programa del socialismo y el programa de la mujer trabajadora son un programa de emancipación general, un programa de emancipación humana: el proletariado no podrá lograr su emancipación fuera de una emancipación universal. Para el democratizante, meter la lucha de clases en la cuestión de la mujer es estrecharla; el democratizante propugna una suma programática algebraica de las reivindicaciones que se expresan en las otras clases sociales, que estarían oprimidas por un rasero común. Una mujer de la burguesía ¿votaría a favor de un impuesto al capital para que todas las empresas tengan guarderías para las trabajadoras? Mientras que la mujer obrera no podría emanciparse sin un cambio de la condición asalariada de los trabajadores, en las otras clases sociales la emancipación es concebida y planteada, si esto fuera posible, en el marco de una sociedad explotadora.
La trata de personas con fines de explotación social representa un cambio en calidad en lo que se refiere a la posición subalterna de la mujer. Supera el cafishiaje, como la gran producción supera a la pequeña. Es un comercio en gran escala con métodos de lesa humanidad. Del mismo modo que Marx distinguió al trabajo asalariado de otras formas de remuneración del trabajo en el pasado, no es lo mismo el machismo que sobrevive en las sucesivas sociedades de clase, que la explotación económica en masa de la mujer, donde el “valor de uso” sería el sexual. La trata se encuentra animada por la protección internacional que goza de los Estados -o sea, por una conveniencia oficial- y por una tasa de beneficio superior a la media del capital. Esto no es ya machismo, que, en cuanto tal, y como ha ocurrido con la remuneración del trabajo, ha atravesado formaciones sociales de las más diversas en la historia. Se trata de un bandolerismo capitalista armado contra la mujer y las masas -porque las masas tienen hijas, mujeres, madres, primas y amigas- algo que parece olvidarse. Está asociado con un gran negocio mundial, el turismo, cuya cadena económica incluye el transporte, la hotelería, el circuito gastronómico, los prostíbulos, el comercio minorista y hasta la especulación en divisas. ¡Qué tal! Interviene incluso el clero, como se ha denunciado en el interior del país. No podría desarrollarse sin la intervención de numerosas instituciones del Estado, en primer lugar, las represivas. La trata es la manifestación del capitalismo en su completa descomposición, como las guerras de exterminio del imperialismo. Es una expresión de la barbarie.
Bastó esta advertencia contra la explotación en escala industrial de la mujer, para que se levantaran enojos en la red de Twitter, por parte de gente molesta por meter al capital en una cuestión que sería un coto cerrado del tema de género -y socialmente transversal. Entre los incomodados figuran notorios izquierdistas, que se caracterizan por su capacidad de adaptación a las presiones e incluso a las modas del momento. Estos sujetos no tienen el menor inconveniente en usar métodos lúmpenes. El punto es que, en lugar de recoger la advertencia sobre la dimensión de barbarie de la explotación sexual capitalista de la mujer, mucha/os han saltado como leche hirviente cuando leyeron la palabra “capitalismo”. La trata involucra a la totalidad del sistema existente, en sus más variadas relaciones, incluido el poder del Estado. En la lucha para que no muera ninguna mujer más, debe figurar en forma destacada la lucha contra el capitalismo, que nutre la explotación capitalista sexual de la mujer, y de su Estado.
Aquí también, por, sobre todo, que la crisis la paguen los capitalistas.
La revolución proletaria inscribe en su programa la abolición de toda forma de opresión y de envilecimiento humano, no la libertad para elegir la forma de su humillación. La denuncia de toda forma de discriminación y de violencia debe servir a la lucha por poner fin al capitalismo, que es el edificio que sostiene al machismo, al racismo, al chovinismo y a todas las lacras sociales en la época actual.
Poner un signo igual entre el machismo, la trata y explotación sexual de mujeres y niño/as por parte de mafias capitalistas no constituye solamente una torpeza teórica, sino incluso una torpeza moral. Entre el destrato y la violencia contra la mujer y los niños en las relaciones personales, de pareja y, por, sobre todo, en la familia, por un lado, y el entramado social y político de la trata, que abarca al negocio capitalista ‘normal’ (todos los aspectos del turismo) y a las instituciones del Estado, por el otro, existe una diferencia de calidad. El capital subordina a sus propias leyes las relaciones de la sociedad patriarcal en general, como la ha hecho también con la esclavitud y las relaciones de servidumbre. Las plantaciones esclavistas y la trata de negros no eran menos capitalistas, sino más, que el propio capitalismo industrial, porque dejaban al desnudo, sin maquillajes, la lógica fundamental de la extracción de plusvalía. De acuerdo con estadísticas recientes, cerca de 40 millones de personas están sujetas a la esclavitud a nivel mundial, y de eso conocemos bastante en Argentina.
Disimular el carácter capitalista de la trata, bajo la expresión genérica de “machismo”, es una operación ideológica. En la época del capitalismo en decadencia, cuando la barbarie clausura su época ‘civilizadora’, esta operación es aún más reaccionaria. La esclavitud de la mujer en la familia se convierte, bajo el capitalismo, en una doble opresión para las trabajadoras. Marx observa, en el capítulo metodológico de los Grundrisse2, que el capitalismo no es una formación pura respecto a las que lo precedieron, sino que somete a sus leyes a todas éstas y las adapta a su proceso de reproducción. Esto refuta la ‘primacía’ que el machismo tendría sobre la explotación capitalista, porque afecta solamente a las mujeres. Es claro que Marx no concluye que haya que ‘limpiar’ al capitalismo de los residuos históricos que ha subordinado a sus exigencias, sino abolirlo. La igualdad jurídica total para la mujer no va a erradicar las condiciones de la opresión femenina en una sociedad regida por los antagonismos de clase; una crisis capitalista puede hacer retroceder, en los hechos, muchas conquistas, como ya ocurre. Se descuida el hecho de que la incorporación masiva de la mujer al trabajo en las empresas implicó, en forma progresiva, una reducción del salario real medio de los trabajadores (menor para las trabajadoras), porque ahora una familia disponía de dos ingresos para atender la canasta familiar. Esto significa que un gran avance social ha sido convertido por el capital en un factor de extracción de mayor plusvalor. Cuando se consideran las numerosas formas de opresión social que existen bajo el capitalismo, incluso de unas naciones contra otras, se concluye que están enlazadas para descalificar a la fuerza de trabajo humana y reducir su valor. Luego, el capital se esmera en explotar esas diferencias para acentuar el racismo y el machismo dentro de los propios trabajadores.
Muchos de los que aseguran que el “machismo” se sobreimpone al capitalismo en la trata, en calidad de categoría social, promueven, sin que se les mueva un pelo, el ‘derecho’ (¡!) de la mujer a prostituirse, como ocurre con tantos izquierdistas y centroizquierdistas ‘antima- chistas’, que para eso convierten a la prostituta en “trabajadora sexual”. La revolución proletaria inscribe en su programa la abolición de TODA forma de opresión y de envilecimiento humano, no la libertad para elegir la forma de su humillación. La denuncia de toda forma de discriminación y de violencia debe servir a la lucha por poner fin al capitalismo, que es el edificio que sostiene al machismo, al racismo, al chovinismo y a todas las lacras sociales en la época actual.
La instauración del patriarcado no fue el resultado de una lucha de género, sino del pasaje del comunismo primitivo a la apropiación privada del excedente económico. Ello cambió en forma radical los roles de la mujer y del hombre. La opresión de la mujer por el hombre lleva en su frente el sello de la propiedad privada. Lo mismo ocurre con la familia nuclear, que desplaza al sistema de clanes. La familia es una adaptación de la reproducción humana de un sistema colectivo, que tiene por centro a la mujer, a otro de acumulación. Del producto para el consumo inmediato, donde la ley suprema es el reparto, se pasa a la producción social del excedente y a la acumulación. Es claro, entonces, que la emancipación de la mujer plantea la abolición de la propiedad privada de los medios de producción.
Descalificar esta conclusión como “reduccionismo” es, de nuevo, una operación ideológica. Reduccionismo es reducir todo al patriarcado -o sea, haciendo abstracción de la forma social concreta que asume en las diferentes formaciones de clase antagónicas. La crítica al “reduccionismo”, que se dirige contra el marxismo, reivindica la “pluricausalidad” -o sea, que reemplaza el método científico por la especulación. “Es machismo y es capitalismo”, dicen los socialistas eclécticos. No: el capitalismo es la estructura de dominación, que se sirve de las herencias históricas y del núcleo familiar cerrado -el complemento ‘doméstico’ de la explotación económica general. El marxismo es reduccionista cuando se eleva de lo concreto caótico a lo abstracto, para llegar a la mercancía, a la ley del valor. ‘Reduce’ la base de la formación social al trabajo abstracto. Luego retorna de lo abstracto a lo concreto con una multiplicidad de determinaciones, que dan al conocimiento la forma de lo real. Este desmenuzamiento (reduccionismo) y la posterior reconstrucción del tejido desmenuzado es el método del marxismo. Es lo opuesto al eclecticismo pluricausal, del tipo “capitalismo, pero ‘también’ machismo o machismo, pero ‘también’ capitalismo”. Este método plurifactorial es especulativo. Quienes alegan que nuestro ‘reduccionismo’ es funcional a las críticas feministas a los socialistas, centran todos sus ataques contra el Partido Obrero.
El movimiento de mujeres más poderoso que ha existido en Argentina en las últimas décadas fue, indudablemente, el movimiento piquetero del ’90/2000, compuesto en su mayoría por jefas de familia trabajadoras. Algunos de los que hacen gárgaras con el “machismo”, como el PTS, sabotearon, sin embargo, en los escritos y en los hechos, ese movimiento, con el argumento de que no era un “sujeto histórico”, lo cual resulta curioso de parte de quienes ahora hacen frente único y demagogia con los movimientos feministas y convierten en sujeto histórico al feminismo, separándolo de la lucha de clases. Un feminismo socialista que no desarrolla la lucha de clases es un verso. No falta quienes dicen apoyar las reivindicaciones de la mujer y hasta hacen gestos en este sentido, pero se ‘molestan’ por los cortes de las piqueteras. Esto deja expuesta una cuestión fundamental: la ausencia de la lucha de clases en estos maestros ciruela del feminismo, que pretenden hacerse pasar como marxistas.
El problema del “machismo” y el capitalismo se reduce a esto: ¿pelea cultural y denuncismo o lucha de clases? El planteo del PTS no tiene una palabra para vincular la lucha de la mujer con la lucha de clases del proletariado, ni podría tenerla porque lo considera ajeno a la opresión de clase. Reivindica a la mujer burguesa que necesita hacerse un aborto, como si alguien estuviera defendiendo el derecho al aborto para las trabajadoras, exclusivamente. Aboga así por un movimiento femenino de conciliación de clases. El proletariado no necesita diluirse en movimientos pluriclasistas para defender derechos de todas las mujeres sin excepción, ante cualquier manifestación de opresión o violencia, simplemente porque los derechos que defiende el proletariado son universales -la abolición de toda forma de opresión. Por eso mismo, es necesario desarrollar un fuerte movimiento de clase de la mujer, si ese movimiento quiere ser consecuente. Citemos a Rosa Luxemburgo (una mujer de máximo nivel): “En tanto mujer burguesa, la fémina es un parásito de la sociedad; su función consiste en compartir el consumo de los frutos de la explotación. En tanto pequeño burguesa, es el burro de carga de la familia. En tanto fémina proletaria moderna, la mujer se transforma en un ser humano por primera vez en la historia, puesto que la lucha (proletaria) es la primera que prepara a los seres humanos para hacer una contribución a la cultura, a la historia de la humanidad” (“La mujer proletaria”, 1914). En lugar de mezclar programas y banderas, es necesario delimitar con la mayor claridad la posición de clase de la mujer obrera y trabajadora.
El pluriclasismo feminista tiene su historia de ‘exageraciones’, para decirlo en forma compasiva. El ancestro del PTS, el PST, en la época de la dictadura militar, luego de señalar que “La campaña en el exterior en oportunidad del Mundial de Fútbol se caracterizó por la táctica equivocada y utópica del boicot y por las exageraciones (¡!) e imprecisiones sobre la realidad represiva que padecemos” (Opción, julio de 1978), agregaba que “la esposa del presidente Videla también participó de este hecho positivo y gran avance de la mujer. Ella también fue a la cancha” (ídem). Sencillamente abominable. Hasta el día de hoy, los retoños que han abrevado en esta doctrina acerca de la mujer no han hecho la menor observación ni autocrítica, ni han sacado conclusiones de por qué se pudo llegar a estos extremos. Ni hablar del encubrimiento que hace la cita de los crímenes de la dictadura.
El PTS mandó primero a su encargado de insultos a Twitter, con tanta mala fortuna que enseguida tuvo que reemplazarlo por su sacerdotisa de género, que en todo su escrito de respuesta a nuestros planteos se esfuerza, en primer lugar, por minimizar el papel fundamental del capitalismo en la explotación para sus fines del patriarcado y de su correspondiente forma familiar y, en segundo lugar, por abandonar todo planteo de clase en la lucha por la movilización y organización de la mujer -es decir, de la organización de las mujeres de la clase obrera. Este policlasismo sólo puede sostenerse con un programa que opere como un mínimo común denominador del movimiento de la mujer; o sea, el programa de la mujer burguesa -la igualdad jurídica para la condición específica de la mujer. No diferencia los intereses de las mujeres en términos de clases. Significativamente, no habla de la lucha contra el “machismo” en el seno la clase obrera, un punto de partida decisivo para movilizar al proletariado entero hacia la revolución. Sustituye la necesidad de la organización autónoma de la mujer por reclamos legislativos; está ausente la política del control obrero en lo referente a los reclamos femeninos.
Estamos ante una corriente que, en todos los campos, abreva eclécticamente de lo que se encuentra a la moda en el campo académico. La importancia de las posiciones políticas expuestas consiste en que traza una delimitación de principios acerca de la lucha de clases en todos los múltiples conflictos que tienen lugar en la sociedad actual -sean estos nacionales, religiosos, raciales o de género.
A quienes quieren acabar realmente con la trata hay que señalarles el camino de la destrucción del Estado burgués.
NOTAS:
[1] Texto publicado en www.facebook.com/jorge.altamira.ok/posts/574532272727638
[2] Este texto fundamental de Marx, publicado como introducción a los “Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse)”, puede consultarse acá: www.cor.to/metodomarx. Véase especialmente el parágrafo 3: “El método de la economía