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La muerte de Alexei Navalny, el opositor más destacado al régimen de Putin, ha desatado, sin sorpresa, una campaña uniforme de la OTAN y sus redes mediáticas, para acusar al presidente de Rusia de otro asesinato. El despliegue de esta campaña ocurre cuando el ejército de Ucrania y los asesores militares de la OTAN enfrentan derrotas importantes en el frente de guerra, en este momento en Avdivka, en el sector oriental. También cuando las declaraciones estruendosas de Trump, alentando a Putin a ocupar territorios de países de la OTAN, se han convertido en otro factor de crisis en la conducción de la guerra. Los detractores del régimen ruso se han apresurado a lanzar esta campaña sin haber medido el riesgo de que la muerte de Navalny obedeciera a razones clínicas. El Washington Post, por ejemplo, en un artículo que reproduce La Nación, señala que “durante sus años en prisión se había quejado reiteradamente de que le negaban tratamiento médico para los problemas de salud que padecía”; se supone que habría sufrido un coágulo sanguíneo. La crónica internacional insiste, sin embargo, que se había visto a Navalny en las últimas semanas de muy buen aspecto y haciendo gala de humor. El servicio médico de la penitenciaria de la prisión, en el Ártico, asegura que Navalny se habría descompuesto en una caminata y que los esfuerzos de reanimamiento no habían dado resultado.
Es incontrovertible, sin embargo, que el régimen putiniano ha castigado la oposición de Navalny con una persecución sistemática, en la que se registran denuncias de intentos de envenenamiento y condenas de prisión de carácter político por períodos abusivos y en lugares inhóspitos y de difícil acceso. Lo que es vergonzoso es que la OTAN se adjudique una autoridad moral o democrática en estos asuntos, cuando ha construido una cárcel especial en Guantánamo, Cuba, para el aislamiento y tortura de enemigos políticos, y usado cárceles privadas por toda Europa con ese mismo objetivo. Ahora mismo, las democracias occidentales mantienen en prisión a Julián Assange, por difundir en el espacio público las conspiraciones y crímenes de esas ‘democracias’. Los genocidas de Gaza y secuaces de Netanyahu debieran llamarse a silencio.
El crimen político ha sido un arma que Putín ha usado repetidamente; una de las más infames ha sido el asesinato de la periodista Anna Politkovskaya, acribillada en su casa, luego de que publicara un libro, fuertemente documentado, que relataba la descomposición del ejército ruso y los crímenes cometidos en la República de Chechenia. Otro crimen resonante fue el de Boris Nemstov, el prinicpal opositor en la época, cuando caminaba por un puente en San Petesburgo. Otros asesinatos, en Gran Bretaña, son más controvertidos, porque los filo-rusos sostienen que el Novichok, el veneno utilizado en esos casos, se produce en la propia Inglaterra.
La presentación de Alex Navalny como un opositor de cuño liberal o democrática no resiste a los hechos. Navalny debutó en política en la ultraderecha: se unió primero al partido que reunió a los ejecutores del desmembramiento fraudulento de la propiedad estatal y luego, en el 2000, en la Unión de Fuerzas de Derecha. Fue un furioso enemigo de los inmigrantes, especialmente internos, apoyando las masacres de Rusia contra Chechenia y las naciones del Cáucaso norte. El ‘liberalismo’ de Navalny es muy reciente, en función de liderar una “revolución de los colores”, como se denomina a los movimientos impulsados por la OTAN desde la guerra que desató contra Serbia en 1995. En ese campo se alineó la “revolución de Maidán”, que propició el golpe de estado en Ucrania en febrero de 2014. Las actividades políticas de Navalny han sido financiadas por terminales extranjeras, pero tambien por parte de los sectores pro-occidentales de la oligarquía rusa.
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