Escribe Jorge Altamira
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La guerra de exterminio del estado sionista contra el pueblo palestino, ha extendido la guerra mundial entre la OTAN y Rusia al conjunto del Medio Oriente. A partir del asalto a la Franja de Gaza, la invasión de Líbano y la declaración virtual de guerra con Irán, por parte de Israel, la OTAN, que alimenta económica y militarmente al estado sionista, se ha lanzado a un cambio del régimen internacional del Medio Oriente. En forma menos ostensible, pero no por ello menos real, el Cáucaso sur se ha convertido en un nexo geográfico y político entre estas dos guerras, como se manifiesta en el pasaje de Armenia al campo de la OTAN y en las operaciones de desestabilización del imperialismo norteamericano en Georgia. El acuerdo no escrito entre Netanyahu y Putin para la violación del espacio aéreo de Siria, donde Rusia cuenta con una importante base naval, por parte del estado sionista, podría volar ahora por los aires. Un cambio de régimen internacional en el Medio Oriente sería un avance estratégico de la OTAN en la confrontación con Rusia y China. Todo esto conforma el escenario de una guerra mundial con características históricas propias. La clase obrera de todo el mundo se enfrenta a una guerra imperialista que amenaza con la aniquilación de la humanidad en un holocausto nuclear.
La discusión acerca de si la guerra en Ucrania tenía un carácter local, centrada en la autodeterminación nacional de Ucrania ha quedado ampliamente saldada. Se trata de una guerra internacional de carácter imperialista, que subordina la cuestión nacional. Ucrania no se convertirá en una nación independiente bajo la tutela de la OTAN. Tampoco se trata de una guerra por la autodeterminación nacional de Rusia, asediada por la OTAN. Rusia ha anexado los territorios que ha ocupado y pretende anexar, por medios militares, las regiones de Zaporizhia y Kherson, y convertir al río Dnieper y al Mar Negro en la nueva frontera entre Ucrania y Rusia. Bajo el disfraz de una guerra nacional, Rusia desarrolla una guerra de conquista. No se trata tampoco, como bajo la URSS, de una guerra para “extender las fronteras del comunismo”. En la guerra actual, Rusia representa a la oligarquía restauracionista que ha destruido al primer estado obrero de la historia, y en este carácter ya es parte de la cadena del imperialismo mundial. La expansión ‘democrática’ del imperialismo mundial a Ucrania, y la anexión territorial de una nación extranjera, en el caso de Rusia, reforzarían el sometimiento del proletariado por parte del capital internacional. La prosecución de la guerra, sea por quienes desean la victoria de la Otan, o por la victoria de Rusia y China, significaría una destrucción enorme para los trabajadores y una mayor división en sus filas. Lo progresivo, en estas condiciones, es militar activamente la derrota de ambos bandos, por medio de la lucha revolucionaria de la clase obrera de todos los países contra la guerra imperialista y los gobiernos imperialistas.
La guerra actual tiene sus características propias. No es una simple repetición de las guerras imperialistas mundiales del pasado, como tampoco la segunda guerra mundial fue una repetición de la primera. Mientras la primera guerra mundial fue determinada por la necesidad de un nuevo reparto de la economía y el poder mundial entre los imperialismos en pugna, la segunda guerra imperialista fue, además de una lucha por el reparto una guerra de conquista de parte de los imperialismos de Alemania y Japón: una “guerra napoleónica” en la época de descomposición del capitalismo. Fue también una guerra, de parte de la Unión Soviética, por la defensa del primer estado obrero de la historia. La presente guerra es fundamentalmente una guerra del imperialismo norteamericano y los regímenes subordinados de la OTAN, que resumen el desarrollo histórico del imperialismo. En el campo de la OTAN se concentra o cristaliza, en efecto, el desarrollo histórico del imperialismo mundial. El caso de Rusia y China es claramente diferente e incluso inédito. Se trata de potencias capitalistas que emergen de la disolución de regímenes sociales no capitalistas, que son incorporadas, de un modo específico, o sea contradictorio, al régimen imperialista vigente; Rusia emerge de la disolución del único régimen político de la clase obrera en la historia. El imperialismo mundial y los llamados ‘imperialismos’ de Rusia y China no son de la misma naturaleza, desde el punto de vista histórico (salvo, claro, para quienes sostienen que se trataba de “capitalismo de estado”). Esta diferencia se aprecia, empíricamente, en el Medio Oriente, donde Rusia y China se oponen parcialmente y dentro de los límites de sus intereses geopolíticos y de clase (por ejemplo, cuando sostienen al régimen sirio), a la guerra colonial que impulsan la OTAN y el sionismo contra los pueblos sometidos de Palestina y de la región. La distinción se encuentra avalada desde un punto de vista teórico. En el caso de China, porque no ha cristalizado todavía en un sistema de dominación política de otras naciones, que es lo que define al imperialismo (aunque ejerza esa opresión sobre las nacionalidades de su espacio plurinacional).
El desarrollo del capital financiero, que es la base del imperialismo moderno, no es comparable, tanto para Rusia como para China, al del imperialismo norteamericano y europeo. Las burguesías de Rusia y China no tienen raíces históricas, han emergido como consecuencia del accidente histórico que representó la restauración capitalista de la mano del propio estado. Es una burguesía fuertemente reglamentada por el Estado. Rusia, una cifra menor en términos de desarrollo de un capital financiero, ha preservado un sistema de opresión política de las nacionalidades subordinadas de la Federación, así como una hegemonía política en las naciones separadas de la ex URSS. Esto es evidente en los países turcomanos de Asia Central y se puso en evidencia en la invasión de Ucrania. Tanto China como Rusia se han entrelazado fuertemente con el capital internacional. Una manifestación de ese entrelazamiento fue la construcción de los dos gasoductos NordStream hacia Alemania, por el Báltico, bajo la égida de la rusa Gazprom. El cierre de estos gasoductos por un ultimátum de Trump a Alemania y su posterior destrucción por parte del mismo imperialismo norteamericano, ha sido la causa fundamental que condujo a la invasión de Ucrania por parte de Rusia. La liquidación de los gasoductos apuntó a impedir una mayor autonomía de la Unión Europea y fundamentalmente de Alemania. Tanto Rusia como China se encuentran integradas al régimen financiero del FMI, incluso después de las sanciones económicas impuestas por la OTAN a Rusia y la expulsión de Rusia del Swift, el *clearing *del sistema internacional de pagos. Incluso después de tres años de guerra en Ucrania, Rusia sigue exportando combustibles a Europa en combinación con otros estados capitalistas. La reciente renovación del *swap *China-Argentina, evitó una declaración de *default *de parte del gobierno de Milei y ha desatado un alza en los bonos soberanos en poder de los fondos internacionales de Estados Unidos.
China ha saltado de un régimen no capitalista a la condición del principal rival económico del imperialismo norteamericano en un plazo de tiempo relativamente corto y a través de un proceso peculiar. Porque China ha pasado de receptora de capital internacional a exportadora de capital. Ha revertido la caída de la tasa de ganancia internacional mediante una tasa de explotación extraordinaria del proletariado y una confiscación económica gigantesca de la masa campesina. De sopapa de seguridad del capital mundial, abriendo un mercado de centenares de millones de obreros, ha pasado a ser la litigante principal en la disputa por el mercado mundial. La ley del desarrollo desigual se ha impuesto en forma desmesurada. Luego de acaparar los mayores mercados del mundo, al finalizar la última guerra, los grandes capitales norteamericanos se vieron enfrentados a la competencia de sus clientes económicos. Es lo que ocurrió con Alemania y Europa; con Japón, Corea del Sur y Taiwán, y finalmente con China, nada menos. León Trotsky mismo entrevió, como presidente del organismo de planificación soviética, a mediados de la década de los años veinte del siglo pasado, una aceleración de los tiempos de la industrialización de la URSS mediante la afluencia de capitales extranjeros y la exportación al mercado mundial, claro que bajo un régimen de planificación económica y monopolio del comercio exterior. La tesis de que la penetración imperialista en las naciones rezagadas las condena invariablemente al subdesarrollo, con independencia de las condiciones en que tiene lugar, es una elaboración ideológica tercermundista para justificar la lucha por un mayor espacio en el mercado interno para la burguesía nacional. Todo esto no quiere decir que el desarrollo capitalista impulsado por la irrupción del capital internacional concluya en un régimen económico-político autónomo. La Unión Europea y Japón se encuentran más que nunca, en la actualidad, en dependencia del capital financiero norteamericano. La perspectiva ulterior de China es un escenario abierto.
Precisamente, la restauración capitalista en Rusia y muy especialmente en China, fue financiada por el capital financiero internacional, mediante el ahorro nacional de esos países; en el caso de Rusia mediante una confiscación sin precedentes de empresas estatales, en una suerte de oferta de remate. En China, ese proceso ocurrió mediante despidos masivos y cierres de empresas. Los excedentes comerciales de China, convertidos en deuda pública de Estados Unidos, eran reciclados como inversiones norteamericanas. Por eso China recibió autorización de ingreso a la Organización Mundial de Comercio, y la posibilidad de exportar sin trabas a los mercados extranjeros. Desde la pandemia hay, por el contrario, una salida de capitales estadounidenses. Rusia, por su lado, fue invitada a ingresar al G-7 de las naciones imperialistas; Putin reclamó incluso el ingreso a la OTAN y aun hoy Rusia y China pertenecen al G-20. Cuando la invasión a Afganistán, en 2001, Rusia e Irán ofrecieron sus espacios aéreos a la aviación norteamericana. En 1993, incluso Fidel Castro votaba el ingreso de Argentina al Consejo de Seguridad de la ONU, cuando Menem enviaba fuerzas militares a la guerra del Golfo. China aparecía, en este escenario, como un país dependiente o incluso una semicolonia económica. Abastecía al mercado mundial de mercancías baratas de poca elaboración. Este enorme giro del mercado mundial, en su momento, produjo una redundancia laboral y la desvalorización de la fuerza de trabajo en los países desarrollados y en desarrollo. China, a su vez, como ya se señaló invertía sus excedentes comerciales en deuda norteamericana, que el capital norteamericano reconvertía en inversión en China; financiaba la inversión extranjera en su país, una relación típicamente semicolonial. Es lo que hacía Gran Bretaña con los excedentes de las colonias, semicolonias y países periféricos, en los siglos XIX y parte del XX.
Las industrializaciones históricamente tardías, como la de China, son una consecuencia contradictoria de un fenómeno internacional, como es la decadencia del sistema imperialista en su conjunto. Ocurre que esa industrialización es una refracción del desarrollo parasitario de las naciones centrales, en un proceso de ‘desindustrialización’ (obsolescencia) que es la contracara de un crecimiento gigantesco del capital financiero que lucra con la deuda pública y privada nacional e internacional. El desarrollo de la tecnología de punta y la Inteligencia Artificial han acentuado esa obsolescencia: Silicon Valley tampoco tiene el poder de difusión social de la industrialización que marcó el salto histórico de Estados Unidos a la condición de potencia mundial; en las condiciones de la decadencia capitalista, produce lo contrario –el desempleo en masa y el derrumbe social-. Sobre un PBI mundial de 140 billones de dólares, ese capital financiero gira alrededor de 1 trillón de dólares. El caso más patético de parasitismo es el del Reino Unido, con centro en el mercado financiero de Londres, a expensas del resto del país. La ‘desindustrialización’ norteamericana ha sido el punto central de la agenda de las tres últimas elecciones en Estados Unidos, y lo es hoy en Alemania. La declinación económica de las ‘viejas’ potencias, con un capital invertido que rinde una tasa de ganancia decreciente, ha operado como un dínamo de la industrialización de la periferia capitalista, que parte de un excedente de fuerza de trabajo y de bases tecnológicas nuevas. En determinado momento este desarrollo industrial arriba a un impasse. Es lo que ha ocurrido en Japón y ocurre en Alemania con otras características, y lo que ocurre ahora en China con la quiebra de la especulación inmobiliaria y la construcción y con la sobreproducción extraordinaria en la industria básica de viejo cuño (siderurgia, por ejemplo).
En este cuadro asistimos a la pretensión de salir del *impasse *mediante la internacionalización de monedas –la ‘multipolaridad de divisas’-. Lo que ahora intenta China, con la internacionalización del renminbi, lo realizaron antes los países europeos con la UE y el euro, con el resultado de la crisis que está hoy a la vista. En todas las últimas crisis internacionales, la Reserva Federal norteamericana ha tenido que salir al rescate de los bancos nacionales de Europa y del mismo Banco Central Europeo. China va disminuyendo sus tenencias de bonos del Tesoro de EEUU, y el capital norteamericano disminuye sus inversiones en China. El desarrollo capitalista de China ha entrado en un inevitable impasse, como lo puso de relieve la bancarrota de la constructora Evergrande, que no consiguió rescate para una deuda de 300 mil millones de dólares.
El desarrollo industrial y de la exportación creciente de mercancías y capitales, no convierte a un estado automáticamente en imperialista. La transformación del capital financiero en imperialista requiere la dominación política de otras naciones. Sin esta condición, la posición de ese capital financiero es, ciertamente, todavía precaria y hasta insular. China se sigue amparando en las reglas comerciales y monetarias del mercado internacional, establecidas por EEUU después de la última guerra. El desarrollo del capital financiero de China es importante: la Bolsa de Shanghai tiene una capitalización de seis a ocho billones de dólares, como Hong Kong y París, dependiendo de las operaciones especulativas, pero la de Nueva York es de 30 billones. Está lejos de ser un mercado de financiación internacional, una premisa muy importante del imperialismo.
El imperialismo moderno o capitalista no es sinónimo de capital financiero, aunque se desarrolla sobre esa base; requiere el establecimiento de la dominación política de una mayoría de naciones por una minoría. En las actuales condiciones internacionales, el capital financiero tardío se podría convertir en imperialismo fundamentalmente por medio de una guerra. Esto, hasta cierto punto, podría ocurrir con la invasión de Ucrania por parte de Rusia, aunque un revés geopolítico causaría un efecto contrario. China, sin embargo, no está interesada en una guerra sino en evitarla, pero esto puede envolverla en un inmovilismo peligroso. Las naciones de África subsahariana que buscan emanciparse de la dominación de Francia, podrían, eventualmente, pasar a la esfera de China, como lo aseguran algunos comentaristas, pero para eso China podría tener que enfrentar una guerra con el imperialismo norteamericano. Alemania, que despegó como nación industrial y exportadora de capitales en 1870, recién fue reconocida como imperialista hacia 1890, cuando estableció colonias en África. En 1884/5, en Berlín, una conferencia de las principales potencias había delimitado las jurisdicciones de dominación colonial que se encontraban en conflicto. El caso de Alemania y también de Japón es instructivo, porque tuvieron que desencadenar dos guerras mundiales para tratar de imponer su status imperialista, con el consiguiente fracaso. El imperialismo alemán se circunscribe ahora a varias ex repúblicas yugoslavas y algunos países de Europa oriental y el Báltico, donde choca con las aspiraciones imperialistas de Polonia, un país que no se distingue por el desarrollo del capital financiero
China formula sus ambiciones políticas internacionales de un modo particular- reclama un mundo “multipolar”-. Tomado literalmente es un llamado a la ‘coexistencia pacífica’ o al ultraimperialismo, o sea a un cártel para explotar el mercado mundial. Trump, por el contrario, ha definido a la “multipolaridad” monetaria como un intento de descalificación del dólar y una declaración de guerra. Aunque el PBI de Estados Unidos es del orden del 25 % del PBI internacional, las transacciones con el dólar norteamericano representan más del 60 % del comercio mundial y el 85/90 % de las reservas internacionales. La polarización financiera se ha acentuado, ni debilitado ni atenuado. Los acuerdos comerciales bilaterales en monedas diferentes al dólar (rupias, yuanes, rublos), representan porcentajes menores del mercado. Representan un fraccionamiento del mercado mundial, que sigue al desarme de cadenas de producción y valor, y que va acompañado de barreras arancelarias y no arancelarias, y de vedas al acceso a las Bolsas. Esos acuerdos no inauguran un sistema monetario o financiero cooperativo. Para imponer el estatus internacional de otra moneda, como la libra esterlina se lo impuso al florín holandés y el dólar a la libra inglesa, la economía internacional debería atravesar crisis financieras de gran escala y probablemente una guerra. Una guerra por la “multipolaridad” sería una guerra por imponer un nuevo sistema de polarización, que tendría un carácter imperialista. A medida que se acentúe la declinación de la economía norteamericana y su parasitismo financiero, el dólar verá reforzada su dominación internacional, porque es el último recurso de financiamiento internacional. Ese reforzamiento llevaría a crisis mayores y guerras. Los tiempos de la guerra militar, de todos modos, están avanzando con mayor celeridad que las pretendidas metamorfosis monetarias internacionales.
La invasión de Ucrania por parte de Rusia representa una tentativa extrema de negociación con el imperialismo mundial; por eso la guerra prosigue sin desmedro de negociaciones diplomáticas. Rusia es un estado plurinacional (como lo es asimismo China de un modo diferente), donde la periferia musulmana es oprimida por el estado central; un ejemplo de ello ha sido la masacre de Putin contra la nación chechena y contra Dagestan, en el Cáucaso norte. Rusia y las repúblicas turcomanas que pertenecieron a la URSS, hoy conforman la Organización de Cooperación de Shanghai, con India, China y Pakistán, y con Afganistán, Bielorusia, Irán y Mongolia como estados observadores. China y Rusia defienden a Asia Central como su patio trasero. En esto ha quedado convertido el “ex espacio soviético”: en un campo de disputas de intereses capitalistas rivales. Los territorios turcomanos de la ex URSS han sido objeto, históricamente, de una colonización territorial de parte de pobladores rusos desde las épocas del zar hasta el presente. Bajo el estalinismo tomó la forma de una “rusificación”. El llamado “espacio soviético” estaba lejos del socialismo, en contradicción con sus premisas revolucionarias. A esto hay que añadir la dominación que Rusia ejerce en el Cáucaso sur, o sea Georgia y recientemente Armenia, que se inclinarían ahora hacia la OTAN. El capital financiero en Rusia tiene, como ya dijimos, características muy especiales: sin raíces en la historia del país, se ha sentido más seguro en el mercado de capitales de Londres que bajo el estado putiniano, que es también un accidente histórico.
El estado restauracionista de Rusia no ha pasado la prueba de la defensa de los intereses nacionales. No fue capaz de defender la independencia nacional de Ucrania, que ha sido una conquista de la Revolución de Octubre. Desde el golpe de estado de 2014, orquestado por la OTAN para derrocar a un régimen de la oligarquía rusa, sostuvo la posición de una partición nacional. Un colapso del régimen de Zelensky, que consagre la división del país, entre la OTAN y Rusia, produciría una prolongación de la guerra bajo otras formas o condiciones. No sería una victoria de la lucha contra el imperialismo y contra la guerra imperialista. La victoria militar de uno u otro bando, entrañaría una división permanente entre los trabajadores de Rusia y Ucrania, y el peligro de una guerra nuclear. La aspiración de los progresistas de todo el mundo debe ser la unidad obrera contra la guerra de la OTAN y Rusia, y contra la burguesía imperialista de uno y otro bloque.
La guerra de exterminio lanzada por el estado sionista contra el pueblo palestino forma parte, repetimos, de la guerra imperialista internacional. Es una guerra colonial de aniquilamiento por parte del estado sionista y el imperialismo mundial. Se asimila a otras guerras de aniquilamiento, por ejemplo, del pueblo armenio en el marco de lo que sería la primera guerra mundial. Es lo que ocurrió con las masacres en gran escala de Japón contra China en los años treinta; con la invasión nazi a Polonia, primero, y a la Unión Soviética después; con el bombardeo norteamericano a Dresde y el ataque atómico a Hiroshima y Nagasaki; con el rociamiento con bombas napalm en Vietnam. Muestra el núcleo central de toda guerra imperialista, que más allá de una disputa de mercados es una política de terror contra los trabajadores; toda disputa de mercados es, en última instancia, una tentativa de conquista del mercado laboral. El genocidio en Gaza y ahora en Líbano ha recibido el apoyo moral, económico, militar y político del imperialismo norteamericano y europeo, y de los regímenes cipayos de todo el mundo, en especial de Argentina. El método del genocidio ‘normaliza’ la guerra nuclear, que es la forma suprema del genocidio. La cuestión de transformar la guerra imperialista en una guerra de masas contra el imperialismo cobra toda su actualidad.
En este campo la confusión política que siembran los progresismos e izquierdismos de colaboración de clases es mayúscula. Por un lado, porque apoyan en la guerra europea a uno de los bandos imperialistas, unos en nombre de la democracia y la autodeterminación, otros reivindicando la defensa de un espacio soviético que no existe. Desligan el nexo y la unidad de la guerra en Ucrania y el Medio Oriente (eventualmente del Cáucaso), de modo que son propalestinos en un caso y proucranianos en el otro, sin la menor percepción de esta contradicción mortal. Una ‘victoria’ de Ucrania, o sea de la OTAN, sellaría la suerte del pueblo palestino; la búsqueda de apoyo de la resistencia palestina en los estados árabes e islámicos o en China o Rusia, la llevaría a un *impasse *mortal. La lucha para poner fin a una y otra guerra es la misma: la unidad de los trabajadores de todo el mundo contra sus gobiernos, para acabar con el imperialismo y sus secuaces, en particular el estado sionista.
La consigna histórica de que “el enemigo está en nuestro propio país” tiene mayor validez que nunca. Es que el propio desarrollo de la guerra imperialista rompe los equilibrios precedentes a escala mundial y en todos los regímenes políticos, y abre un período de crisis políticas, rebeliones y situaciones revolucionarias. Es lo que ya viene ocurriendo con las deserciones masivas en Ucrania y el recurso de Zelensky al reclutamiento policial; con la crisis política en Estados Unidos y la amenaza de nuevas tentativas de golpe o políticas fascistas; con el derrumbe de Macron y Scholz en la Unión Europea y el desplome industrial, en un caso, y financiero, en otro. El impacto político de la guerra imperialista se manifiesta en las movilizaciones crecientes en apoyo a la resistencia de Hamas e Hizbollah, incluso en el estado de shock que esta resistencia provoca en una parte de la población israelí, aunque en una minoría, e incluso en su establishment. El *impasse *del régimen para derrotar esa resistencia, al cabo de más de un año, ha creado un desmoronamiento de la economía y una corriente creciente de ciudadanos abandona el país.
Un cuadro de conjunto del desarrollo político y geopolítico de la guerra saca a luz el entrelazamiento de la crisis climática y la crisis capitalista. La pandemia del Covid es una de las bases más poderosas de la presente guerra, como lo fue, a su modo, la gripe española en el ascenso del nazismo y la segunda guerra. Esa pandemia es una manifestación incuestionable de la destrucción del medio ambiente de la Tierra y su diversidad biológica, o sea del antagonismo irrevocable entre el capitalismo y la vida. Los enormes recursos científicos reunidos por el capitalismo no estuvieron presentes a la hora de su estallido, y luego aparecieron, en forma limitada, para combatir las consecuencias y no sus causas, y esto en forma harto limitada. Se puso de manifiesto el parasitismo del sistema de Salud, que ha sacrificado la prevención al lucro. El resultado fue un derrumbe capitalista excepcional, que obligó al estado a agotar recursos para rescatar los negocios capitalistas. La crisis de salud desató una feroz guerra mundial por el monopolio de patentes y producción de medios sanitarios. Todo esto resultó en una fragmentación del mercado mundial, una ola inflacionaria y un endeudamiento insoportable de estados y compañías capitalistas. Insertada en la crisis mundial no resuelta de 2007/9, la economía mundial ha entrado en un desequilibrio generalizado, que explica las guerras comerciales y las propiamente dichas. En este cuadro, que abarca algunas décadas, se asienta el crecimiento de corrientes fascistas, que no culminan hasta el momento en regímenes fascistas ni en el desarrollo de movimientos de desclasados que actúen como fuerza de choque contra el proletariado y sus organizaciones. El fascismo debe encontrar todavía la forma de su desarrollo, por eso es decisivo que el internacionalismo proletario y revolucionario encuentre cuanto antes el suyo.
Todos los eslabones del capital se van engranando entre sí para provocar una crisis humanitaria que, potencialmente, carece de precedentes. El modo de organización de la vida social se quiebra desde adentro y por los márgenes. El agotamiento del capitalismo como organización productiva social, no es transitorio y menos episódico. Los anabólicos son tan inútiles para resucitar un régimen histórico determinado, como para una vida sana. Las caracterizaciones tecnológicas, tanto del progreso como de la regresión, han sucumbido ante la realidad. La tecnología no detiene la guerra de exterminio, sea con crecimiento o decrecimiento. El alargamiento de la expectativa de vida ha sido convertido por el capitalismo en una crisis de la población adulta, y en masas crecientes que sucumben ante el hambre. La guerra imperialista, en apariencia un fenómeno geopolítico, es una cuestión histórica, o sea de lucha de clases. Sólo puede y debe ser superada por medio de una lucha revolucionaria de clases.
El estado actual del mundo, con crisis y guerras sin control, no es más confuso o incierto que en las largas décadas precedentes de descomposición capitalista. Las fuerzas del capital nunca cesaron en mostrar su capacidad de destrucción. Las certezas más sólidas se han pulverizado en el aire. Esto vale en especial con aquellas que sostenían que la disolución de la URSS representaba la victoria histórica final del capitalismo y, más aún, el fin de la lucha revolucionaria de clases. Quienes se han subido a ese carro, en el campo de la izquierda, han quedado cooptados por el Estado o se encuentran en estado vegetativo o disolución. Caracterizar al mundo presente como “incierto”, es postular la indeterminación y propagar la pasividad. El conocimiento humano no consiste en una colección de certezas sino en un proceso de aproximaciones, es decir de praxis, de experiencias conscientes. Es de este modo que se desarrolló la conciencia de clase. Es fundamental caracterizar el presente momento histórico y convertir esa caracterización en un programa sometido a la práctica histórica, por medio de un partido. A la luz de la experiencia histórica real –de las masas, de los estados, de las corrientes y partidos políticos– la lucha contra la crisis humanitaria y la guerra pasa necesariamente por la revolución socialista internacional.
Buenos Aires, 15/10/2024