Miyazaki y el humanismo reaccionario

Escribe Maximiliano Paliza

Un aporte crítico al artículo “Miyazaki, la IA, el arte y su relación con la lucha de clases”.

Tiempo de lectura: 3 minutos

El artículo “Miyazaki, la IA, el arte y su relación con la lucha de clases” acierta al vincular el gesto de Miyazaki con la lucha de clases, pero se detiene justo antes de dar el paso necesario: el de una crítica materialista de la técnica y del arte. En lugar de profundizar en los conflictos de clase que determinan las condiciones de producción cultural, el texto opta por una defensa melancólica de “lo humano” frente al avance de la IA, como si el problema fuese la deshumanización tecnológica y no el capital. Ahí donde se requiere una crítica política, el artículo le escribe una carta de amor a la humanidad.

Se advierte una nostalgia por el “arte auténtico” que corre el riesgo de despolitizar el problema. No se trata de una batalla entre artistas sensibles y algoritmos sin alma, sino de una disputa entre clases por el control de las fuerzas productivas. Toda la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases, y toda lucha de clases es una lucha política por el poder. Si la IA aparece como una amenaza, no es porque carezca de sensibilidad, sino porque está al servicio del capital. Y eso vale también para los artistas humanos cuando su trabajo está encuadrado por la lógica de la ganancia.

No se trata de si las máquinas pueden crear belleza o no, ni de si sus “obras” nos conmueven o nos repugnan. La cuestión es quién controla los medios de producción técnica y simbólica, y al servicio de qué intereses se ponen a funcionar. La sensibilidad no está en la herramienta sino en la estructura social que la configura.

El famoso video donde Miyazaki rechaza una animación grotesca generada por IA ha vuelto a circular. Su gesto, potente y visceral, funciona como símbolo de resistencia frente a una tecnología que amenaza con automatizar la sensibilidad humana. Pero si ese gesto no se inscribe dentro de una crítica materialista, corre el riesgo de volverse una súplica impotente, atrapada en una estética de lo humano que el capital vació hace tiempo. La sensibilidad humanista que se detiene en el umbral de lo político termina por reforzar el mismo orden que dice rechazar.

El artículo reprocha a Miyazaki haber abandonado el materialismo histórico, pero incurre en la misma claudicación al adoptar sin cuestionamiento su concepción humanista del arte frente a la IA. No desarrolla una posición propia, sino que reproduce, con silencio cómplice, la sensibilidad nostálgica del autor. Así, lo que se presenta como crítica, termina reforzando el mismo humanismo reaccionario que buscaba problematizar.

La historia nos ofrece paralelismos útiles. En los albores del capitalismo industrial, los obreros luditas destruían máquinas porque las asociaban a la pérdida de sus fuentes de sustento. Tenían razón, aunque no por oponerse a la técnica, sino por oponerse al uso capitalista de esa técnica. Lo mismo ocurre con la IA: no es progresiva ni regresiva en sí, pero en manos del capital, deviene vector de precarización, vigilancia y sobretrabajo.

En el mundo del arte esto tampoco es nuevo. Durante siglos, en los talleres medievales y del Renacimiento, aprendices trabajaron en condiciones de explotación, contribuyendo con su fuerza de trabajo a obras que llevaban exclusivamente la firma del maestro. La autoría era una ficción de clase, sostenida por una organización jerárquica del trabajo artístico que respondía a encargos provenientes de la nobleza o la Iglesia. Estas instituciones no sólo definían los temas y estilos legítimos, sino que también controlaban el acceso a los materiales, a los espacios de circulación y a los modos de representación. La estructura social determinaba quién podía producir, cómo, y con qué reconocimiento. El arte nunca fue pura expresión individual: siempre fue producción social mediada por jerarquías y apropiaciones. Hoy, la IA no reemplaza la creatividad, sino que cristaliza un proceso mucho más antiguo: la separación entre trabajo intelectual y manual, entre creación y ejecución, entre quienes diseñan y quienes producen.

La apelación al “arte humano” frente a la IA suele operar como consuelo moral. Pero el arte, en el capitalismo, ya está subsumido: precarizado, espectacularizado, convertido en mercancía. La IA no amenaza al arte “puro”: revela su impureza estructural. Lo que colapsa no son sólo los servidores de OpenAI repletos de Ghiblis artificiales: lo que colapsa es la fantasía capitalista de producción infinita, sostenida sobre trabajo precarizado, devastación ambiental e industrias para la muerte.

El problema no es que la IA reemplace artistas: es que, con o sin IA, el arte ya ha sido reemplazado por su simulacro, convertido en insumo decorativo para plataformas. La única posibilidad de revertir esto no está en la nostalgia por el taller ni en la defensa moral del artista, sino en una reapropiación colectiva de los medios de producción simbólica. No para volver atrás, sino para ir más allá. El alma no alcanza: hacen falta los medios de producción.

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