La masacre sionista contra la verdad

Escribe Ceferino Cruz

El asesinato de periodistas es una política sistemática del régimen genocida de Netanyahu.

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El domingo 12 de octubre, el periodista y militante palestino Saleh Al-Jafarawi fue asesinado en Gaza, en circunstancias que las autoridades de ocupación y los medios internacionales intentan reducir a un conflicto «interno». Según versiones difundidas por medios locales, el crimen habría sido ejecutado por miembros del clan Doghmush, una facción armada con vínculos oscuros y tolerada por el poder militar israelí. Sin embargo, ningún hecho de esta magnitud puede entenderse fuera del control absoluto que el ejército sionista ejerce sobre cada metro cuadrado de Gaza, su población, sus movimientos y sus comunicaciones. Por eso, la hipótesis de la complicidad israelí se impone de rigor.

Quién era Saleh Al-Jafarawi

Saleh Al-Jafarawi era mucho más que un periodista. Formaba parte de una nueva generación de comunicadores palestinos que, con un teléfono, una cámara y una red social documentan el genocidio en curso. Sus reportes, filmados en medio de los escombros, mostraban las matanzas diarias que los grandes medios del mundo ocultan bajo la fórmula hipócrita del «conflicto» o la «guerra». A través de su trabajo con organizaciones de base y redes de solidaridad, Al-Jafarawi denunció los crímenes de guerra cometidos por el ejército israelí, los bombardeos sobre hospitales, escuelas y campamentos de refugiados, y el papel de las potencias occidentales en el sostenimiento del bloqueo. Su voz, junto con la de otros comunicadores populares, se volvió una referencia de la resistencia palestina. Por eso lo asesinaron.

El crimen de Al-Jafarawi evoca inevitablemente la masacre de Sabra y Chatila (1982), en la que milicias falangistas libanesas asesinaron a miles de palestinos bajo la supervisión directa del ejército israelí, que cercó el campo de refugiados e iluminó la zona durante la matanza. (Una ironía del destino ha querido que el crimen del joven cronista palestino ocurriera en un barrio llamado Sabra.) En Gaza, cuatro décadas después, la lógica es la misma: Israel terceriza la represión en grupos locales, para mantener el barniz de una «disputa interna» y disimular su política de exterminio. Cada grupo armado que actúa impunemente dentro del enclave lo hace bajo el paraguas del control militar sionista.

El asesinato sistemático de periodistas

La ejecución de Saleh Al-Jafarawi se suma a una larga lista de periodistas palestinos asesinados por las fuerzas de ocupación. Desde octubre de 2023, más de un centenar de comunicadores han muerto bajo fuego israelí, muchos de ellos con chalecos que los identificaban claramente como prensa.

El caso más emblemático sigue siendo el de Shireen Abu Akleh, periodista de Al Jazeera, ejecutada con un disparo selectivo en la cabeza durante una cobertura en Cisjordania en 2022. Pero no fue la única: Israel aplica una política sistemática de eliminación de quienes denuncian su genocidio, destruyendo oficinas de prensa, redes de comunicación y estudios improvisados en medio de las ruinas.

El asesinato de la fotoperiodista palestina Fátima Hassouna, colega de trabajo y militancia de Al-Jafarawi, refuerza la evidencia de una política deliberada. Había obtenido reconocimiento internacional por registrar en el terreno, con imágenes extraña y crudamente bellas, el impacto de los bombardeos y la ocupación israelíes. Era el tema del documental Put Your Soul on Your Hand and Walk, que fue proyectado en el Festival de Cine de Cannes de 2025. Hassouna murió el 16 de abril de 2025 en un bombardeo israelí contra su vivienda en el barrio de Al-Tuffah, en la ciudad de Gaza, junto a diez miembros de su familia, un día después de que se anunciara la proyección de su documental, y días antes de su casamiento. Tenía veinticinco años. La operación no fue «un daño colateral»: el dron permaneció sobre la zona durante varios minutos antes del ataque, en lo que fue un asesinato selectivo contra una periodista que denunciaba la masacre y el bloqueo.

Al-Jafarawi había difundido los últimos registros de Fátima. Su posterior asesinato, en circunstancias igualmente sospechosas, marca la continuidad de un plan de eliminación de voces que rompen el cerco mediático del imperialismo y sus aliados.

La paz de los cementerios: de Trump... a Trump

El asesinato de Saleh Al-Jafarawi se inscribe en el marco político que el imperialismo norteamericano y sus aliados vienen imponiendo desde hace años bajo el rótulo de «paz». En enero de 2020, Donald Trump presentó su «Acuerdo del Siglo», una farsa diplomática elaborada junto a Netanyahu, que pretendía poner «fin al “conflicto”» palestino-israelí. En realidad, legitimaba la anexión de Jerusalén y amplios sectores de Cisjordania, negaba el derecho al retorno de los refugiados y reducía a Palestina a una serie de enclaves desconectados y sin soberanía, bajo control económico y militar israelí. Aquella «paz» no fue más que una declaración de muerte política del pueblo palestino, adornada con discursos sobre prosperidad y seguridad: la imposición de la derrota por medios diplomáticos.

Cinco años después, la nueva vieja «paz» del Trump de hoy –negociada con la Unión Europea y el gobierno genocida de Netanyahu mientras continúan los bombardeos sobre Gaza– retoma esa misma lógica imperialista, pero llevada al extremo. Ya no se trata de anexar territorios, sino de borrar al pueblo palestino de la faz de la tierra, mientras se multiplican los acuerdos de «normalización» (los «Acuerdos de Abraham») entre Israel y regímenes árabes cómplices.

La continuidad entre ambas «paces» es total: Trump institucionalizó la impunidad, Netanyahu la ejecuta con sangre y fuego, y las potencias occidentales la encubren bajo el lenguaje hipócrita de la «estabilidad regional», mientras soslayan los crímenes contra la humanidad en la Franja de Gaza y Cisjordania y las sanciones que emiten por distintos canales para no cumplir ninguna y «reconocen» a los tumbos un ignoto Estado Palestino. Esta es la paz actual: una alianza entre el imperialismo estadounidense, el Estado sionista y las burguesías árabes, que consolida el aislamiento político de Palestina y da cobertura diplomática a la masacre.

Un genocidio súpervisible y, sin embargo, impune

El periodismo en sentido lato matiza fuertemente la actual matanza, pues lo que distingue al genocidio israelí contra el pueblo palestino de otros crímenes históricos no es solo su brutalidad, sino la combinación entre visibilidad y tolerancia internacional. Nunca antes una masacre tan documentada –en tiempo real, con imágenes, testimonios, transmisiones en vivo– había sido tan impunemente legitimada por las principales potencias del mundo.

La existencia de esa visibilidad genera una contradicción explosiva. Por un lado, la ocupación no puede ocultar sus crímenes. Por otro, la impunidad diplomática la vuelve más agresiva, como si la exposición mediática misma fuera un enemigo a derrotar.

Ante el cerco militar y mediático, el periodismo palestino –sobre todo el independiente, popular y militante– se transformó en una forma de resistencia directa. Los reporteros como Saleh Al-Jafarawi, Fátima Hassouna y decenas de colegas asesinados no son simples testigos: son combatientes de la verdad, que desafían la narrativa imperialista y el aparato de propaganda israelí.

Por eso el ejército sionista los persigue con el mismo ensañamiento con que destruye hospitales o escuelas. Matar periodistas no es «un exceso»: es parte del plan de guerra. Cada cámara, cada transmisión, cada testimonio que escapa del control militar es una grieta en la arquitectura de la impunidad. Pues una de las contradicciones más fuertes es, justamente, la expansión de la impunidad (que lleva a brutalidades tales como el secuestro liso y llano, o el maltrato de niños en las calles de Gaza y Cisjordania) a la par que el desarrollo de una especie de orgía del sesgo en la construcción de los «relatos», para ocultar las ejecuciones extrajudiciales y desapariciones dentro de ambos territorios; las condiciones infrahumanas de los prisioneros (que también son «rehenes») palestinos, muchos de ellos menores, torturados, incomunicados o usados como moneda de canje; las violaciones sistemáticas de derechos humanos en zonas declaradas «seguras»; el papel de empresas y gobiernos occidentales que financian o proveen o espían para, o aportan a la maquinaria militar del genocidio.

De ahí el ensañamiento con quienes investigan o difunden: el periodismo libre es el espejo en el que el Estado sionista no quiere mirarse.

El periodismo mundial frente a la masacre

El periodismo global dominante -las grandes cadenas y agencias como CNN, BBC, Reuters, AFP, The New York Times o El País- reproduce, casi sin fisuras, el marco narrativo del imperialismo occidental. Hablan de «conflicto» o «guerra entre Israel y Hamás», evitando el término «genocidio». Repiten sin contrastar los comunicados del ejército israelí, mientras exigen «verificación independiente» de las fuentes palestinas (aunque sean de hospitales, ONGs o la ONU). Ocultan o relativizan los bombardeos a escuelas, hospitales y campos de refugiados, y dan más espacio mediático a la suerte de los rehenes israelíes que al exterminio sistemático de civiles palestinos.

Por supuesto este alineamiento no es casual: responde a intereses políticos y empresariales. Los grandes medios forman parte de conglomerados financieros y publicitarios que sostienen al bloque occidental liderado por EE.UU. A la vez, muchos periodistas enfrentan represión directa: más de 150 periodistas palestinos fueron asesinados desde octubre de 2023, y varios corresponsales internacionales han denunciado presiones diplomáticas para no calificar los hechos como crímenes de guerra.

En el caso argentino, el panorama repite el esquema internacional, pero con sus particularidades: los grandes medios (Clarín, La Nación, Infobae, TN) reproducen casi de manera textual el discurso oficial israelí. Hablan de «operación militar», «guerra», «Hamás» o «ataques cruzados», eludiendo la palabra «masacre». La línea editorial suele culpar a las víctimas, presentando la ofensiva sionista como respuesta legítima a un ataque «terrorista». Las imágenes de niños mutilados o barrios arrasados son minimizadas o invisibilizadas, mientras abundan notas sobre «antisemitismo» o «seguridad israelí». Quienes señalan la política del Estado sionista como «criminal» son tildados como «defensores del terrorismo». El negacionismo al respecto alcanza niveles que serían hilarantes si no causaran, como lo hacen, un grado de repulsión. Así, Darío Mizrahi, periodista de internacionales del staff de Antonio Laje en América, ante las masivas (y por lo tanto innegables) movilizaciones en el viejo continente y la fortísima huelga general en Italia contra la masacre palestina, llegó a decir que «en Europa se volvieron todos locos».

Este alineamiento se refuerza con la presión política de la Embajada de Israel, que en Argentina tiene una influencia transversal: tanto gobiernos peronistas como macristas y por supuesto el gobierno nacional liberticida –y su furioso alineamiento trumpista– se pliegan a su narrativa.

Además, se usa la definición de antisemitismo de la IHRA para amedrentar voces críticas, incluso dentro del ámbito periodístico y académico.

Existen, sin embargo, excepciones valiosas. Medios alternativos y militantes denuncian el genocidio como lo que es, si bien alguna izquierda convalida en gran medida (en tanto parece que lo hacen en cierta medida) la teoría de los dos demonios. En redes sociales, periodistas independientes, fotógrafos y comunicadores populares han difundido información censurada por los grandes medios. Dentro del sindicalismo combativo y las universidades también empiezan a surgir pronunciamientos públicos en solidaridad con el pueblo palestino, así como de parte de colectivos y autoconvocatorias ad hoc.

El periodismo dominante del mundo y de la Argentina no informa sobre Gaza: administra el silencio y la manipulación. Pero en los márgenes, donde se arriesga la vida por decir la verdad, el periodismo palestino y solidario está restituyendo el sentido mismo de la palabra «periodismo»: hacer visible lo que el poder quiere borrar.

Revista EDM