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“Sin una organización dirigente, la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no contenido en una caldera. Pero sea como fuere, lo que impulsa el movimiento no es la caldera ni el pistón, sino el vapor.” León Trotsky, 1932 Un artículo reciente de Ale Lipcovich desnuda el derrumbe teórico completo del grupo de Solano. Créase o no, el autor niega el carácter triunfante de la Revolución de la clase obrera rusa de febrero de 1917, que destruyó a la autocracia zarista, creó los soviets y, sobre todo, selló la alianza de obreros y (soldados) campesinos, cuya ausencia había determinado la derrota de 1905. Trotsky caracterizó a la revolución de Febrero como proletaria, porque fue la clase obrera la que jugó el papel dirigente en ella. Para Lenin, puso fin a la revolución burguesa (“la revolución burguesa ha terminado”). La revolución de Febrero no fue dirigida por ningún partido, pero tuvo a su frente a los obreros más aguerridos de los partidos revolucionarios.
“Al presentar como triunfante la revolución de febrero, Altamira tira al tacho de basura la teoría de la revolución permanente”, delira Lipcovich. Al contrario, al negar el triunfo de Febrero, el sectario pone un signo igual entre 1905 y 1917. Dice Lipcovich que calificar a la Revolución de Febrero “como ‘triunfante’ es un error: la burguesía se apoderó del proceso”. Este disparate nos recuerda la ‘tesis’ de la ‘iniciativa estratégica de la burguesía’ bajo el capitalismo en declinación, sostenida por Giachello, otra contradicción en términos. Lo que precisamente no ocurrió en Febrero es que la burguesía se hubiera apoderado “del proceso”: sólo capturó el gobierno formal, lo cual dio lugar a una dualidad de poderes que inauguró la transición a Octubre. Si hay algo que no logró la burguesía desde febrero fue apoderarse del “proceso”; lo intentó, sí, cuando reprimió las Jornadas de Julio y con el golpe fracasado de Kornilov. Para Lipcovich el zarismo, por un lado, y el gobierno provisional y el doble poder, por el otro, “son lo mismo”. Sólo le falta decir que en Febrero hubo una “rebelión” o “revuelta” y no una revolución. En resumen, Lipcovich no sabe de lo que habla. Sin embargo, su artículo fue celebrado con bombos y platillos por el CC del aparato y elogiado públicamente en Twitter por Romina del Pla.
La revolución permanente en Rusia no fue garantizada por el partido bolchevique tomado como una generalidad o en abstracto. La dirección se había pasado al campo democratizante con su apoyo ‘crítico’ al gobierno burgués provisorio; además abogó por la unión del bolchevismo con los partidos democratizantes de Rusia. Esta política del grupo dirigente democratizante del partido tuvo que ser derrotada por parte de Lenin y las bases en la Conferencia de abril, para que el bolchevismo se convirtiera en el artífice de Octubre. Lo que salvó al bolchevismo fue la presentación de Lenin como fracción antagónica a la dirección, en esa Conferencia de Abril. Lipcovich simplemente ignora la crisis del partido bolchevique en Febrero, entre los partidarios de la revolución por etapas (“el viejo bolchevismo”) y los partidarios de la dictadura del proletariado (Lenin y Trotsky). Trotsky afirma que el partido bolchevique no se rompió, después de Febrero, debido a la presión revolucionaria irresistible de las masas. Si tomamos este testimonio con la seriedad que merece, lo que Trotsky dice es que las masas se encontraron varias veces a la izquierda del propio partido revolucionario.
La preparación de la revolución por parte del partido bolchevique atravesó crisis de enorme intensidad, si recordamos la crisis en la cúpula del partido en octubre (oposición de Zinoviev, Kamenev y otros a la toma del poder) y luego cuando una parte de la dirección se alineó con los mencheviques en la propuesta de un gobierno de unidad socialista sin Lenin y Trotsky. La victoria de la revolución proletaria fue, desde el punto de vista político-partidario, el resultado de la victoria de la fracción revolucionaria sobre la democratizante.
Trotsky sostenía (L. Trotsky, Adónde va Francia, Bs. As., IPS, 2013, p. 43): “Después de la guerra se produjeron una serie de revoluciones que significaron brillantes victorias: en Rusia, en Alemania, en Austria-Hungría y más tarde en España”. Los defensores del aparato repudian ahora lo que aquí se dice (o ni lo leyeron). Continúa Trotsky: “el método revolucionario puede conducir a la conquista del poder por el proletariado: en Rusia en 1917, en Alemania y Austria en 1918, en España en 1930. En Rusia había un poderoso Partido Bolchevique que, durante largos años, preparó la revolución y supo tomar el poder sólidamente. Los partidos reformistas de Alemania, Austria y España no prepararon ni dirigieron la revolución, sino que la sufrieron. (…) En 1918, la socialdemocracia austríaca, a espaldas del proletariado, transmitió a la burguesía el poder que aquél había conquistado” (ídem, pp. 67-68). Como vemos, Trotsky estaba lejos de negar el triunfo que había implicado la revolución de Noviembre. Fue la socialdemocracia alemana la que le impuso un viraje contrarrevolucionario con la represión del alzamiento de Berlín, en enero de 1919, y el asesinato de Luxemburg y Liebknecht. El derrocamiento del Kaiser fue solamente una operación de arriba para responder a una insurrección de abajo. También en Alemania se desarrollaron los soviets, bajo la forma de los consejos obreros.
La necesidad histórica del partido no se deriva de que tenga el monopolio de las victorias (típica concepción de un aparato que sufre, además, derrota tras derrota) sino de que se forja como el instrumento irremplazable del triunfo de la revolución socialista antes de la revolución y por sobre todo durante su desarrollo, no al margen de ella, tampoco sin crisis ni cimbronazos. Declarar que una revolución está condenada de antemano a fracasar si no cuenta de partida con un partido obrero revolucionario, es simple derrotismo.