Tiempo de lectura: 4 minutos
El “lastre” que Argentina representa para el Mercosur, fue la imputación que disparó el presidente de Uruguay, Lacalle Pou, luego que, el día antes, Alberto Fernández anunciara que Argentina se retiraba del llamado grupo de Lima. El uruguayo no podía esconder el fastidio que le provocaba una medida que iba contra su compatriota, Luis Almagro, un lacayo de Trump en la OEA, y el mascarón de proa de todas las provocaciones políticas y golpes de estado que se suceden en América Latina. Al día siguiente del entrevero ocurrido en la reunión de presidentes de Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, el canciller de Biden salió con los tapones de punta contra el enjuiciamiento de la golpista boliviana Jeaninne Áñez. El canciller de EEUU, Antony Blinken, parecía haber esperado que la despenalización de Lula, en Brasil, fuera seguida por un indulto general de los fascistas del continente. Es como su jefe, Biden, procede con su antecesor, Donald Trump.
El fracaso del Mercosur, como un bloque económico con capacidad para negociar acuerdos viables con otros bloques internacionales, fue claro desde su fundación. No hizo el recorrido del Nafta (México, EEUU, Canadá), dominado por dos potencias económicas, que significó, a la vez, la destrucción del agro mexicano, el desplazamiento de fuerza de trabajo, emigración y emergencia del narcotráfico. El mundo sigue firmando acuerdos internacionales – y los deshace a mayor velocidad aún. Lo muestra el Brexit. China firma acuerdos de libre comercio en el sur de Asia, que van acompañados regularmente de conflictos diplomáticos, políticos y hasta militares, como viene ocurriendo por ejemplo con Australia, que acusa a su socio de ciberhackeos.
La retórica nacionalista lo quiso describir al Mercosur como un paso hacia la Patria Grande sin temor al ridículo. Se llegó a fantasear con una moneda única, que reduciría los “costos de transacción del comercio” de la región. Hubiera supuesto, además, establecer una nueva divisa de reserva internacional. Un par de derrumbes económicos, en Argentina y Brasil, en especial, dejaron los ‘papers’ del caso en los cajones de la burocracia. Incluso para tener una moneda propia, América Latina debería atravesar una revolución social.
El Mercosur fue establecido, fundamentalmente, como un acuerdo automotriz, que convirtió al tráfico de partes y automotores en una transferencia contable entre los capitales en presencia. Nunca arribó al propósito de alcanzar un comercio libre, pues rodados y componentes debían ajustarse a proporciones determinadas para su intercambio. Para Argentina significó un desbalance enorme de comercio, en la medida que el valor de importación de autopartes superaba el del de las exportaciones del producto terminado. Esta significativa “restricción externa” fue impulsada con pasión por los adversarios de ella, el kirchnerismo, lo que sigue ocurriendo. La limitación a la importación de automotores extra Mercosur fue una imposición de las compañías siderúrgicas, necesitadas de un mercado cautivo de chapas, y de las del neumático.
Hace pocos días, la versión de que Estados Unidos restablecería los aranceles que gravan la exportación de aluminio y acero de Argentina, más los límites que ya existen al bío-combustible, desmienten la especie de que el Mercorsur o Argentina sería los responsables exclusivos de la falta de acuerdos comerciales de mayor alcance. Cuando Clinton y Bush (padre) promovieron el Alca, el libre comercio continental, se toparon, por sobre todo, con la oposición de Brasil. El Alca no murió en el estadio de Mar del Plata, sino en la reunión que tuvieron enseguida Lula y Bush. Ahora mismo, el acuerdo Mercosur-Unión Europea no lo sabotean los latinoamericanos, que ya dieron el OK para el caso, sino los ‘amigos’ del Viejo Continente, que ponen como condición que Brasil deje de destruir la foresta amazónica. Bolsonaro denuncia esta represalia como un intento de destruir la potencialidad de Brasil, que pasaría por convertir a ese inmenso territorio en un campo gigante de pastoreo y de soja. La deforestación de la Amazonia figura en los objetivos de seguridad de las fuerzas armadas de Brasil. La virulencia de Brasil contra los tratados climáticos es una forma nacionalista de reservar la explotación de la Amazonía a los capitales nacionales.
El cable a tierra de las economías del Mercosur lo constituye, en la actualidad, el mercado de cereales y aceites, y de minerales y petróleo de China. Cualquier acuerdo bilateral que los estados del Mercosur pudieran firmar en forma unilateral con Estados Unidos y Europa, significaría una barrera a las inversiones de China y de Rusia. Cuando Bolsonaro hizo un gesto en esta dirección, la burguesía brasileña levantó su oposición, con la exclusión parcial de algunos sectores del capital financiero. El Comando de la IV Flota de EEUU, acaba de subrayar, en un documento, que la eliminación de la injerencia de China era un asunto de “seguridad nacional”. Lacalle Pou conoce al dedillo que el Mercosur se encuentra en un impasse, cuya salida no se encuentra a la vista y cuya desintegración aportaría su cuota a la explosión social que se cierne sobre la región.
Por último, pero lo recontra más importante: la pandemia ha roto todos los equilibrios precarios precedentes, y expuesto una crisis social humanitaria que la gestión capitalista ha agravado en extremo. El Mercosur no ha servido para nada en la lucha contra el Covid – a la hora del peligro extremo, en lugar de colaborar económicamente y en la salud y las vacunas, sólo se le ocurrió cerrar las fronteras. Como si el Covid necesitara Pasaporte.
La unidad latinoamericana está a la orden del día, sin embargo, más que nunca. La convoca el desarrollo de rebeliones populares en todos los países. El fracaso de las burguesías nacionales en este terreno, deja al rojo vivo que ella será resuelta solamente por la unidad de los obreros y campesinos de todo el continente – y con el proletariado internacional.