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El proceso constituyente, en Chile, ha culminado en un soberano fiasco. En abril de 2021, la ciudadanía trasandina dio su “apruebo” a la convocatoria de una Convención Constitucional, con casi el 80 % de los votos emitidos, con una concurrencia de las más altas en la historia del país. Rompía, de este modo, una hipoteca singular, pues por primera vez Chile tendría una Constitución que sería elaborada por una representación política derivada de un pronunciamiento popular –las del pasado habían sido impuestas de arriba hacia abajo. La tradición democrática que se atribuía a la historia de Chile era simplemente un mito. Entre las guerras contra los pueblos indígenas en la Araucanía y las libradas contra Bolivia y Perú, el Estado chileno se estructuró sobre una fuerte base militar. Las riquezas aportadas por el salitre, el guano y el cobre permitieron disimular esta realidad bajo un ropaje, si no democrático, al menos representativo. Esta hegemonía quedó expuesta con el golpe pinochetista y se encuentra vigente hasta hoy.
El “apruebo” de 2021 deberá convertirse en un “rechazo”, el 4 de septiembre próximo, cuando los chilenos concurran a un plebiscito convocado para dar el veredicto al proyecto de Constitución redactado por la Convención. De acuerdo a las encuestas, el 53% diría no a esa Carta, el 35% lo haría por la afirmativa y un 12% se encuentra “indeciso”. Estamos ante una reversión de tendencia espectacular. En este intermedio constitucional, se desarrollaron las elecciones periódicas para el Ejecutivo y el Congreso, que llevó a Boric a la Presidencia. Encima del proceso constitucional tuvo lugar una elección de autoridades sobre la base de la Constitución de Pinochet, o sea del viejo régimen político. La Constituyente, como se preveía por los términos de la convocatoria, quedó en la periferia del sistema político, que es el que debería plasmar en leyes el nuevo texto constitucional. Debido a estas condiciones concretas, la Convención no tenía nada de Constituyente, salvo el infundado título. Este engendro fue parido por el partido del actual presidente Boric con la derecha, a la que aseguró, además, que ninguna disposición podía ser aprobada sin los dos tercios positivos de los votos.
En la primera vuelta de las elecciones generales, Boric quedó en un segundo lugar, con un magro 29% de los votos, en una lista formada con el Partido Comunista. Con ese caudal, obtuvo una reducida bancada parlamentaria; en tanto que la derecha y los representantes de la ex Concertación socialista-democristiana se quedaron con el control del Senado. Muy pocos advirtieron que este resultado expresaba una disconformidad con la actividad constitucional, que en ese momento iba de impasse en impasse. Lo que quedó claro es que la nueva Constitución entraría en vigencia bajo la supervisión del Senado, o sea del veto.
El corresponsal de Clarín en Santiago describe de la manera siguiente el cambio de tendencia popular hacia el proyecto de Constitución: “(…) lo que comenzó como una solicitud por prestaciones de salud y educación, decantó en un proceso que avanzó hacia la plurinacionalidad, la eliminación del Senado, un sistema de jubilaciones incierto y un texto constituyente con un decálogo de derechos sociales llenos de adjetivos calificativos que parecen difíciles de lograr”. O sea en una estafa política que, no por previsible, deja de serlo. Al mismo tiempo, el presidente Boric ha sufrido, en los sondeos, una caída monumental en el apoyo ciudadano, pues a tres meses de asumir apenas recoge entre el 30-35% de adhesiones.
El fiasco, sin embargo, ha sido recibido como un golpe por parte de las camarillas políticas, incluso de una parte de la derecha. Es que la nueva Constitución debía servir como canal para domesticar la rebelión popular que se inició en 2019. Prometía poner fin al sistema confiscatorio de las jubilaciones por parte de las AFP; asegurar una jubilación mínima vinculada al costo de la canasta familiar; y ofrecer un sistema de educación y salud gratuitos, en un país dominado por los servicios de lucro, con tasas de beneficios descomunales. De esto no hay nada e incluso menos que nada, porque la legislación que debe implementar esas actividades transformadas en derecho, es un poder legislativo comprometido a fondo con las AFP y con los intereses de éstas en la Bolsa de Santiago, Nueva York y Londres.
En cuanto a la cuestión mapuche, el proyecto de Constitución se limita a consagrar la “plurinacionalidad”, para esquivar el reclamo histórico del derecho a la propiedad de la tierra, que fuera confiscada a lo largo del siglo XIX. Los constituyentes mapuches elegidos en una lista especial, reivindican este embuste con términos concluyentes. A la derecha que denuncia que la “plurinacionalidad” afectaría la unidad del Estado chileno, responde que el derecho de secesión está formalmente prohibido, y que lo mismo ocurre con las expropiaciones de terratenientes y monopolios forestales, salvo que el parlamento los declare de “utilidad pública”. Coherente con esta estrategia, Boric gobierna la Araucanía por medio del estado de excepción. La “plurinacionalidad” admite la existencia de un sistema jurídico acorde con la tradición mapuche, algo que la derecha rechaza como secesión potencial, pero que no por ello es progresivo. La mayor parte de los estatutos jurídicos indígenas son perfectamente reaccionarios en cuanto a derechos ciudadanos, en especial con relación a la niñez y la mujer. A la clase obrera de Chile no le conviene un nuevo factor de división en sus filas, y menos cuando se pretende ocultar que la Convención ha negado el derecho fundamental del pueblo mapuche –que es la tierra. El proyecto de Constitución, en definitiva, no recoge nada de la rebelión de 2019. Sólo convoca a una nueva rebelión.
La crisis potencial que ha abierto el fiasco constitucional, ha abierto una crisis política por arriba. Es que la derecha y una parte del centro-izquierda que se han pronunciado por el rechazo, advierten el peligro de ratificar la Constitución de Pinochet. Las razones para el rechazo son varias: al eliminar la llamada “subsidiariedad” del Estado, el proyecto a plebiscitar abriría la canilla para “gastar más de lo que producimos”, por ejemplo, los subsidios a los jubilados o a los desocupados; la “plurinacionalidad”, mantiene viva la cuestión mapuche, una obsesión de los grandes propietarios de la Araucanía; el reemplazo del Senado por un Consejo de Regiones, aunque con fuertes prerrogativas para sus autoridades, introduce un pseudofederalismo, que la derecha mira con recelo, a pesar de que fue en las regiones donde obtuvo una cantidad de votos superior al promedio; por último, hay opiniones encontradas acerca de introducir un Consejo de la Magistratura y reemplazar a la Corte Constitucional. Lo que se busca ahora es encargar al Senado actual, recién electo, acordar otro proyecto constitucional, que eventualmente sería sometido a otro plebiscito. Esta movida pseudoreformista es un rebusque que se le ocurrió al ex presidente Ricardo Lagos, una escisión del socialismo, que había abrazado con entusiasmo fingido el Apruebo para redactar una nueva Constitución. La fragilidad política de esta maniobra ha llevado a una socia de Lagos, la ex presidenta Michelle Bachelet, a convocar al voto favorable al proyecto constitucional.
El argumento del bloque del Apruebo es patético –de lo contario, dice, volvemos a la Constitución de Pinochet. Es una falacia. Apoyar el engendro constitucional significa enterrar, con el voto, la lucha por la erradicación del régimen político del capital financiero chileno e internacional. La Carta pinochetista sobreviviría como una reliquia, que serviría para recordar un objetivo incumplido y la necesidad por lo tanto de una nueva rebelión popular sobre bases más profundas. El escenario en presencia es, además, mucho más amplio que el debate constitucional. La inflación se ha disparado en Chile, algo que no ocurría hace tiempo, y también los despidos, a la vista y paciencia de Boric y el Partido Comunista. Sería perjudicial para la lucha contra este gobierno armar un frente para aprobar una Constitución que pretende remodelar el estado burgués sin tocarle un pelo al capital, ni aportar derechos a los trabajadores. En estas circunstancias, el repudio al engendro constitucional debe ser precedido por el llamado a una huelga general por las reivindicaciones salariales y empleo de las masas.
Desde el lado oriental de los Andes, el único interrogante que queda es: rechazo o abstención y boicot. En este caso es necesario auscultar cuál es la opción que prefieren las masas que se oponen a esta maniobra anti-obrera envuelta en un manto constitucional, y las razones que se ofrecen por una u otra alternativa. Un frente de izquierda contra el proyecto, sobre la base de un programa, sería un buen paso adelante, si no fuera por el hecho de que las indicaciones que nos llegan desde el otro lado de la cordillera, es que las organizaciones de izquierda serían partidarias de este Apruebo.