Perú: “Un golpe incompetente”

Escribe Jorge Altamira

El parlamento destituyente y los intereses de la gran minería

Tiempo de lectura: 5 minutos

Perú acaba de añadir un nuevo concepto al diccionario de la política. La improvisada disolución del Congreso por medio de un decreto del expresidente Castillo no alcanza ni de lejos la categoría de golpe de Estado. Fue otra cosa – el zambullido en una pileta vacía, que lo condujo, sin esperar a las reacciones adversas, a buscar asilo en las embajadas de México o Argentina, adonde tampoco llegó a tiempo. Fue una clase magistral de incompetencia política. Bien mirado, el golpe de Estado lo protagonizó el parlamento, con el apoyo de las Fuerzas Armadas y la Policía. Castillo se salió de las casillas cuando advirtió que la Unicameral había reunido los votos necesarios para destituirlo. El intento había fracasado en repetidas ocasiones, en año y medio. El cargo contra Castillo era la “incapacidad moral permanente”, algo que no figura en ningún código penal o constitucional. Los parlamentarios se habían convertido en “policía moral” a partir de la Constitución de Alberto Fujimori, quizás inspirada en la teocracia iraní. El congreso de Perú le hizo a Castillo “la gran Bismarck”, que consiste en incitar agresiones para responder en calidad de agredido. Es lo que la OTAN promovió también con Putin. En un continente donde la llamada ‘grieta’ no hace más que ensancharse, el derrocamiento de Castillo inaugura una nueva forma de golpe ‘parlamentario’.

La vocera del Departamento de Estado norteamericano, al igual que los voceros del gobierno de transición de Lula, saludaron el golpe del Congreso peruano como un “autocorrectivo” democrático. Luego de que fracasaran con el envío de una misión de la OEA a Lima para obtener lo que llamaron una “tregua”, han esgrimido el plan B, que es la asunción de la vicepresidenta, Dina Boluarte. Pronto, sin embargo, deberán recurrir a una plan C, ante el reclamo del diario El Comercio (el Clarín del país) para que la nueva presidenta se limite a convocar a elecciones en nueve meses. Boluarte, por su lado, ha declarado la intención de formar un gobierno de “unidad nacional” con los golpistas. Lula no salió a defender a Castillo, en el entendimiento de que esto lo habría llevado a un choque con el alto mando militar de Brasil.

El gobierno de Castillo nació como una malformación política del quebrado régimen peruano, que ha visto caer a seis presidentes en cinco años, incluidos los vices que reemplazaron a los titulares. Obtuvo apenas el 19% de los votos en la primera vuelta electoral, a finales de 2020, lo cual lo dejó en franca minoría en el congreso, y ganó el balotaje por un mínima diferencia contra Keiko Fujimori. Perú Libre, el partido de Castillo, reunía todas las características de secta de la izquierda indigenista de Perú –inconsistencia, caudillismo prematuro, doctrinarismo y oportunismo individual. Su primer intento de gobierno juntó, por un lado, a miembros de su organización, pero no a su principal dirigente y ex gobernador regional, Vladimir Cerrón, condenado por corrupción y, por otro lado, al centroizquierda tradicional. El ministerio de Economía fue a parar a un funcionario centroizquierdista del Banco Mundial, mientras que el Banco Central siguió bajo el comando de su presidente neoliberal.

La victoria de Castillo desató una furiosa fuga de capitales en medio de la pandemia. Es que la consigna de Perú Libre, poner fin al “país rico con un pueblo pobre”, fue interpretado, correctamente, como un planteo de cierre de minas contaminantes, nacionalización de algunos pulpos petroleros y mineros, y la alteración del régimen impositivo de la minería –de baja imposición, menor recaudación y un sinfín de exenciones fiscales. Este programa chocaba con lo establecido por la Constitución vigente de Fujimori –un calco relativo de la de Pinochet. Castillo planteó la convocatoria de una Constituyente similar a la que tuvo lugar en Chile. El parlamento se atrincheró contra esta alternativa, a pesar de que la reforma de la Constitución es planteada por varios partidos e incluso organismos internacionales, aunque bajo otra óptica: superar la ‘disfuncionalidad’ del régimen político peruano, que sería responsable por la cadena de destituciones de sus presidentes y vicepresidentes. Desde esta óptica de conjunto, lo ocurrido ayer en Perú no es otra cosa que un golpe de Estado de los pulpos mineros y los bancos contra el ahora expresidente Castillo. Esto, incluso si Castillo nunca hizo nada por llevar adelante su programa, ni desarrolló movilizaciones a favor de la Constituyente.

El golpe de Estado contra Castillo tiene, asimismo, otras tramas. Las fuerzas armadas de Perú son fujimoristas, en especial, de acuerdo a muchas versiones, la Marina. En este arma talla fuerte Vladimir Montesinos, la eminencia negra de Fujimori. Castillo, con la misma habilidad que demostró para disolver la Asamblea Nacional, buscó interferir en los ascensos militares, como en la Policía y el Poder Judicial. El conjunto de esta crisis explica el número sin paralelo de crisis de gabinetes de Castillo; el espionaje ilegal y el armado de causas también conocieron records. En la crisis de ayer, el alto mando no pecó por omisión: tomó partido directo por la destitución de Castillo.

En el cuadro de guerra mundial presente y en vísperas de crisis financieras catastróficas, como las que vivió, recientemente, la City de Londres, Perú ocupa un lugar excepcional. Como productor principal de cobre, oro, litio y otros minerales estratégicos, es el punto de partida de una variedad de cadenas de internacionales de producción, incluidas las de armamento. Allí operan AngloAmerican, Glencore, mineras de China; la peruana Hoschild tiene el 80% de las transacciones de oro en el mercado londinense. El Financial Times clasifica a Perú como “riesgo político” (22/11/21). El derrocamiento de Castillo tiene una vinculación no poco directa con la guerra y la crisis internacional. El Perú de la riqueza minera fabulosa es, de acuerdo a un informe de la ONU, el país “con la tasa más alta de inseguridad alimentaria”. Esta es la verdadera descripción de lo que el cipayaje internacional caracteriza como una nación estable, en crecimiento y democrática.

Ningún comentarista prevé que la destitución de Castillo dé paso a una situación de estabilidad. Todo lo contrario. La Asamblea Nacional es la institución más execrada en las encuestas de opinión. Se afirma que no convocaría a nuevas elecciones sólo para no perder las dietas fabulosas que cobran los parlamentarios. Ninguna fuerza emerge como alternativa; las que se avizoran en el escenario son reputadas como nacional-chauvinistas. La unión nacional que desea Boluarte consiste en un mosaico irregular y desnivelado. Si el golpe militar no aparece aún en gateras, esto no significa que no haya una preparación sistemática, en función de un cuadro de inestabilidad aún mayor.

La crisis de dominación política en América Latina está llegando a un ápice. El derrumbe político-judicial en Argentina está acompañado por una atomización de las fuerzas oficiales del régimen; nada muy diferente al proceso de Perú. Lo mismo Brasil, sumado al condicionamiento político que ejercen largamente las Fuerzas Armadas. El derrumbe peruano no ha dado lugar a situaciones revolucionarias o prerrevolucionarias. La crisis de dirección de los trabajadores es todavía mayor, si vale la expresión, a la crisis de dominación de las patronales nacionales e internacionales. Esta contradicción justifica menos que nunca, como es obvio, la política democratizante y el cretinismo parlamentario. Es una política que lleva a la derrota.

La prensa internacional le baja los puntos a la crisis peruana, pero ella es el espejo para toda América Latina. Cada uno de sus países se encuentra en un punto de la curva de la crisis que explota en Perú con mayor fuerza.

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