El estado sionista jaqueado por su inviabilidad histórica

Escribe Norberto Malaj

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El lunes pasado el parlamento israelí aprobó por una estrecha mayoría la primera de las leyes de reforma del sistema judicial del estado. La finalidad de estas leyes es recortar la supervisión de la Corte Suprema sobre la sanción de las leyes y ampliar la discrecionalidad del parlamento y su ejecutivo para designar jueces y cortesanos. El paquete apunta a indultar al primer ministro Netanyahu, a punto de ser condenado por corrupción, y a eliminar los controles judiciales a la colonización sionista de la Cisjordania. La iniciativa del Gobierno ha paralizado una serie de negociaciones internacionales, en especial con Arabia Saudita y contrariado la política de Estados Unidos en el Medio Oriente. Los estados petroleros árabes se replegarían de su política de acordar con Israel, lo cual sería un enorme revés para el imperialismo mundial.

Desde los inicios del mandato de la coalición del Likud y los partidos mesiánicos religiosos con fuerte predicamento entre los colonos que usurpan una parte creciente de Cisjordania, Israel atraviesa una turbulencia política sin precedentes: una mayoría laica ha ganado en forma creciente y sistemática las calles, con movilizaciones semanales de masas. El gobierno las ha enfrentado con una represión nunca vista antes y contramovilizaciones. La oposición laica denuncia que el régimen de Netanyahu pretende instalar una dictadura y hasta advierte acerca de “una guerra civil”.

El planteo de la oposición distorsiona el carácter de la crisis, que no es un enfrentamiento entre dictadura y democracia, y los propósitos de la coalición derechista. La crisis judicial tiene que ver con el objetivo de barrer cualquier obstáculo a la colonización integral del territorio histórico de Palestina e instaurar un estado étnico, reservado para judíos. El reforzamiento de la judaízación del Estado, que ya se define como judío, eliminaría la ciudadanía israelí del 20% de la población, compuesto por árabes, y establecería el apartheid permanente en el conjunto del Estado. El abandono de la “ruta de Oslo”, que planteó la ficción de los “dos estados”, convertiría a Israel en una plaza fuerte y, a la vez, en una fortaleza sitiada internacional. Los adversarios de esta orientación, los judíos norteamericanos, han denunciado que Netanyahu y los bloques colonialistas han elegido una alianza internacional con el evangelismo fascista y abandonado a la comunidad judía internacional. La dimensión histórica de la situación consiste en que ha puesto de manifiesto la inviabilidad de un estado sionista en el territorio del Medio Oriente.

¿Qué ha llevado a esta situación? La política que en los últimos 30/40 años por lo menos, bajo gobiernos primero laboristas, luego derechistas, pavimentó y alimentó la colonización mesiánica de un ´Gran Israel´ sobre los territorios, ocupados ya hace más de 50 años. Los colonos y los partidos religiosos ahora aspiran a una completa ´talibanización´ del estado. Son partidarios de una nueva “limpieza étnica” de árabes palestinos, ni qué decir de hacer tabla rasa con la Autoridad Palestina (AP). El planteo, en lo inmediato, amenaza la viabilidad de otro estado ficticio – la monarquía jordana. Mirada de conjunto, la embestida derechista forma parte de una tendencia fascista internacional. Reducir la crisis, como lo hace el bloque que se opone a Netanyahu, a una cuestión de democracia y dictadura, deja ver las ataduras de la coalición laica con un ‘status quo’ que pretende ignorar la cuestión palestina, o sea dejarla fuera de la crisis. Es por eso que el núcleo dirigente de las movilizaciones rechaza la convocatoria a la población árabe israelí y, por supuesto, al conjunto de las masas palestinas que son expropiadas por el sionismo, con autorización de la Corte Suprema cuestionada por la derecha.

El movimiento contra la ´reforma´ judicial plantea recortar los privilegios de los sectores religiosos que chupan una cuota desproporcionada del erario público y encima están eximidos del servicio militar. Israel es, obviamente, un estado teocrático, que los laicos recuerdan cada tanto para no enfrentar la realidad de la dominación colonial del conjunto del Estado sobre el territorio y la población palestina. “La grieta en el aire -dice un analista- debe transformarse en algo real sobre el terreno: la partición del país”. Israel nació como un estado unitario, sin ningún tipo de división interior. Ahora “a medida que surge el movimiento de protesta, algunos piensan que es imposible continuar de la misma manera que antes. Abundan nuevas iniciativas para dividir el país” (Haaretz, 5/5). Esta posibilidad es un intento literario del editorialista para contextualizar la crisis en el pasado remoto de Israel, cuando se dividió entre las tribus de Judea y de Israel, y concluyó con la extinción de las diez tribus israelíes.

La dirección del movimiento de protesta se encuentra en manos de sectores dispuestos a negociar con el bloque gobernante del Likud de Netanyahu y los partidarios de los ministros de Seguridad y Finanzas, dos connotados líderes de organizaciones mesiánicas fascistas. Sin embargo, los términos mismos de la crisis convierten a estos trámites en meras dilaciones.

El punto fundamental es que después de décadas denunciando a quienes quieren destruir al Estado de Israel, los sionistas se atribuyen esta intención a ellos mismos. Es una admisión extraordinaria de la inviabilidad de este este estado, o sea que sólo puede subsistir por medio de la destrucción del medio nacional circundante, el fascismo y la guerra. La identificación del planteo de reemplazar el estado sionista por una república palestina única de ciudadanos iguales con el antisemitismo se ha convertido no solamente en una falacia, sino en el reconocimiento de la posibilidad de una guerra civil entre los mismos judíos. Las contradicciones históricas del emprendimiento sionista han hecho un implacable trabajo de topo por las entrañas de una de las construcciones estatales más poderosas en lo militar y en lo económico.

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