Los días de La Zona o los últimos días de Diego Rojas

Escribe Frank García Hernández

Tiempo de lectura: 4 minutos

Cuando la lucha de clases concluya porque habremos construido la sociedad comunista, continuará otro igual o más fuerte enfrentamiento: la lucha entre el escritor y el editor. Si existiera algún escritor que desde un inicio esté completamente conforme con los señalamientos de su editor, es muy probable que su obra termine siendo deformada. Por tanto, los libros que se publican póstumamente son inherentemente cuestionables -véase el triste resultado que es En agosto nos vemos, de Gabriel García Márquez-. He ahí uno de los motivos por los que el tomo primero de El Capital -único que apareció en vida de Marx- es tan diferente orgánicamente al tercero -del cual el mismo Engels se reconoce como el responsable de algunas profundas modificaciones-. Sucede que mientras un escritor o investigador redacta su texto, va desechando páginas enteras, formulaciones que a otra persona le pueden resultar interesantes, pero para el autor, cuando mínimo, son vergonzosas. Por ende, este es el riesgo de leer toda obra póstuma.

Y este también era el riesgo de leer la novela póstuma de Diego Rojas, Los días de La Zona, que a duras penas terminó de redactar en su cama del Hospital Alemán -tal queda explícito en la última página del libro-. Quienes acompañamos a Diego en sus últimos días, sabemos que todavía no había terminado de cerrar completamente esta novela, aunque concluida, quizá, en su estado normal, Diego la habría demorado algo más para estar completamente feliz con el resultado. Pero la diferencia entre lo que pensaba hacer y lo que tenemos en mano ya no lo sabremos: el 14 de mayo de 2024 Diego fue incinerado cubierto con la bandera roja de Política Obrera.

Sin embargo, la novela Los días de La Zona es uno de esos pocos ejemplos donde un texto póstumo resulta tan vital como si lo hubiera corregido el autor hasta su último momento de editar. Con una portada que invita a leer -la bandera boliviana marcada con la estrella roja comunista y superspuesto el épico perfil de Diego Rojas en negro-, desde el inicio encontramos una mezcla de novela policial con distopía histórica. En una Argentina donde la dictadura militar continuó y Bolivia sufre una guerra civil, la creciente emigración boliviana, sumada a la política xenófoba del gobierno argentino, ha construido un gueto con migrantes del país vecino. El país cuenta con una resistencia revolucionaria: el grupo Wermus -casualmente el apellido real de Jorge Altamira-, el que no solo es perseguido por el ejército, sino también por el grupo fascistoide Aurora -quien logró contener a sangre y fuego una sublevación popular ocurrida en el 2001 de esa otra Argentina-. La novela está plagada de alusiones a la contemporaneidad. Por ejemplo, la ministra de Seguridad es de apellido Viola, la cual pudiera ser la hija del general golpista, a la vez que hiciera alusión a Victoria Villarruel.

Por otra parte, Diego Rojas -de padres bolivianos- logra que sus personajes bolivianos “hablen” con las mismas construcciones gramaticales del emigrante, haciendo que sean mucho más reales. El protagonista es un alter ego del mismo Rojas: un periodista bohemio, pero solitario, que aunque trabaja para un medio de prensa burgués colabora constantemente con un medio de izquierda. En el caso de la novela es ANCLA, la ya histórica Agencia Clandestina, dirigida y creada por Rodolfo Walsh con el objetivo de quebrar la censura de la dictadura militar. Ese también era Diego Rojas: mientras se ganaba la vida trabajando para medios de prensa burgueses, al mismo tiempo era el activo militante que producía constantemente artículos, primero en Prensa Obrera y más tarde en Política Obrera.

Tal cual: la novela es como era Diego Rojas. De fácil lectura, rápida, con descripciones casi cinematográficas, pero no densas -nada que ver con esas narraciones donde la descripción ocupa un espacio tal que hace perder el hilo narrativo-. La frecuencia atinada de los diálogos, los personajes bien construidos -imposible de confundirlos-, el juego hábil de llevar y traer la ficción histórica paralela con nuestra contemporaneidad política, logran que Los días de La Zona sea una novela sin un público limitado -aunque el militante lo disfrutará quizá un poco más, pues logra identificar cada guiño de Diego con nuestra realidad-.

Por si fuera poco, Los días de La Zona es en los hechos una gran denuncia literaria contra la xenofobia creciente en Argentina, que principalmente la sufren los emigrantes bolivianos, paraguayos y peruanos. La Zona -esa especie de gueto donde viven los bolivianos de la novela- en realidad no es más que una villa tipo: esos bantustanes argentinos socioeconómicos, existentes muchas veces al lado de los mismos centros de poder -la Villa 31 colindando con Retiro y por tanto a unos pasos de la Casa Rosada; la Rodrigo Bueno con Puerto Madero-. No hace falta la novela de Diego Rojas para crear una distópica Zona. La mayoría de las villas fueron incluso despojadas de su identidad, retirándoseles los nombres para ser llamadas con números, rodeándolos con muros y cercas a sus habitantes, por siempre estigmatizados. Pero si las villas fueron “numeradas” por la dictadura, lo impactante es que la sociedad argentina lo aceptó y tras la caída del régimen militar siguieron siendo llamadas con los números dados por el gobierno de facto. Es decir, la mayoría de la sociedad, consciente o inconscientemente, también asume que quienes viven en las villas son meramente números, que allá adentro -dentro de los muros- es un ecosistema social violento, ajeno, a donde no se debe entrar.

Todo esto nos trae Diego Rojas con su última novela-denuncia. Los días de La Zona es el mejor ejemplo de cómo hacer eso que vulgarmente se llama “arte comprometido” sin caer en el papelón propagandístico, tan criticado por Trotski y tan aplaudido por Stalin.

Revista EDM