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“Buenos Aires y el país estuvieron hoy en manos de la clase obrera” (Política Obrera 234, 27/6/1975).
Aquel periódico se refería a una de las mayores movilizaciones de masas de la historia argentina: más de 250 mil personas se habían concentrado el día 26 en la Plaza de Mayo para exigir la homologación de los convenios colectivos anulados por el gobierno de Isabel Perón. Otros 2 millones de trabajadores se manifestaban al mismo tiempo en el interior del país.
¿Qué sucedía?
Si se quiere entender el problema se hace necesario volver la vista hacia atrás.
En mayo de 1973, apenas asumido el gobierno de Héctor Cámpora, su ministro de Economía, José Ber Gelbard (afiliado secreto del Partido Comunista, cosa que Perón no podía ignorar), comenzó a aplicar un plan que, supuestamente, debía favorecer un crecimiento mayor de la burguesía nacional. Eso se lograría mediante determinada política cambiaria y, sobre todo, habría de sustentarse en un “pacto social” que congelaría precios y salarios. Y, sabido es, cuando un gobierno decide congelar precios y salarios, sólo se congelan los salarios.
Aquel fue un programa estratégico, al punto que transitó los gobiernos de Cámpora, Raúl Lastiri (parlamentario de la extrema derecha peronista, había asumido la presidencia provisional en julio de 1973 tras el golpe contra Cámpora), Perón y, por último, Isabel Perón.
Entre febrero y marzo de 1974 de aquel pacto social sólo quedaban las astillas, ya era una ficción sostenida únicamente por un fortísimo retroceso salarial. El desabastecimiento era severo, el mercado negro crecía (en algunos rubros era el único mercado) y las negociaciones entre la CGE gelbardiana y la CGT fracasaban. Entretanto, los reclamos obreros e incluso el crecimiento de la izquierda en las fábricas (la “guerrilla fabril”, diría el líder radical Ricardo Balbín) sostenían la resistencia, sobrevivían a la represión y le ponían límites a la ofensiva gubernamental. Por su lado, los empresarios aceptaban otorgar a sus trabajadores aumentos nominales siempre que se les permitiera trasladarlos automáticamente a los precios, de manera de sostener la chatura salarial heredada de la dictadura Onganía-Lanusse y empeorada con Gelbard.
A todo esto, Perón, ya en el final de su vida, había elegido para sucederlo a su mujer, Isabel, lo cual constituía todo un programa político en cuanto ella mantenía una alianza inconmovible con José López Rega, sostén de la Triple A fundada por Perón en octubre de 1973.
(Un breve apartado sobre la Triple A. Aquel no fue un organismo paraestatal o parapolicial, sino una organización terrorista organizada en la clandestinidad por el propio Estado, un Estado autorizado legalmente a mantener servicios y recovecos secretos en nombre de la seguridad, y en esos servicios y en esos recovecos se ejecutan operaciones represivas criminales. A ese propósito los gobiernos destinan abundantes fondos reservados).
Entretanto, Perón había destituido a todos los gobernadores vinculados con la izquierda peronista, cruentamente en el caso del mandatario cordobés, Ricardo Obregón Cano, echado por una patota comandada por el jefe policial Antonio Navarro. Aquel hecho fue conocido con el nombre de “navarrazo” o, mejor aún, “anticordobazo”.
La JP y la izquierda sindical (Agustín Tosco) se rindieron sin lucha ante ese golpe, porque oponerse a él era oponerse directamente a Perón. Fue todo un punto de inflexión.
Cuando Perón murió el 1° de julio de 1974, el viejo general tenía perdido su papel de Bonaparte, su capacidad de arbitraje por la cual, gracias a su autoridad sobre las masas, había sido convocado por los mismos que lo derrocaron en 1955, ahora para contener la irrupción obrera estallada en mayo de 1969 con el Cordobazo. Ahora, en medio de una crisis mundial convulsiva (la “crisis del petróleo” comenzada en 1973) gobernaba respaldado ya no en las masas trabajadoras sino en la Triple A, en la represión directa y en el respaldo de la burocracia sindical.
En cuanto a Gelbard, si su pacto social se derrumbaba, como quedó dicho, desde febrero de 1974, él y su equipo lograron sobrevivir en el gobierno hasta junio del año siguiente. Entonces, desde hacía más de un semestre, campañas de solicitadas empresariales contra él indicaban que había perdido su respaldo social: sus horas en el sillón de ministro estaban contadas. A esas presiones de la burguesía industrial, de los ruralistas y hasta del imperialismo, se añadían las de la clase obrera contra el congelamiento salarial. Eso perforaba todo el andamiaje del pacto social (muy elogiado por el FMI poco tiempo antes) y se destruía el equilibrio de la política de acuerdos sobre la cual se recostaba Gelbard desde la asunción del gobierno peronista.
La caída del equipo económico (de todo un plan de gobierno) tenía que hacer necesariamente más grave la crisis social, empeorar la carestía y acentuar la lucha interna entre los grandes grupos capitalistas. El eje de la política burguesa comenzaba a girar hacia las Fuerzas Armadas, en las que también había crisis y divisiones que, sin embargo, aceleraban la preparación de un golpe. En el peronismo se generaban nuevas divisiones.
Caído Gelbard, y después de un breve interregno de Alfredo Gómez Morales, el 2 de junio de 1975 Celestino Rodrigo se hizo cargo del ministerio de Economía. Ese mismo día se multiplicaron las acciones obreras de protesta.
La nueva etapa que comenzaba, aunque brevísima, sería una explosión histórica.
En el mismo día de la asunción de Celestino Rodrigo, se multiplicaron las acciones obreras, en principio contra los aumentos de tarifas anunciados con anterioridad. El paro comenzó en la IKA-Renault de Córdoba y, tres días más tarde, el conflicto desembarcó en el Gran Buenos Aires con una asamblea masiva de los trabajadores de Ford; desde entonces, todo adquirió otra proyección. Además, proliferaban los piquetes de huelga y, sobre todo, las coordinadoras interfabriles. “En la Argentina hay soviets”, decía Álvaro Alsogaray.
El miércoles 4 de junio, Rodrigo decidió por decreto una devaluación que llevó el precio del dólar comercial de 10 a 26 pesos. En la calle, la moneda norteamericana costaba 45 pesos. Las naftas aumentaron en promedio un 172 por ciento, y un 60 por ciento las tarifas del gas y la electricidad. Al mismo tiempo se incrementaron los precios sostén para el agro a fin de detener la abrupta reducción del área sembrada. También se anuló toda restricción a las inversiones extranjeras, exigencia del FMI y de la embajada norteamericana. Con aquellas medidas el gobierno asumía un riesgo enorme, lo cual indica la profundidad de su crisis y, también, su vocación provocadora. Ese plan encontraría su límite político en un acontecimiento imponente: la huelga general.
La burocracia cumplió su papel como pudo, hasta donde le fue posible. Negoció con el gobierno un acuerdo del cual no se conocían los términos. La respuesta obrera, al margen de los sindicatos, logró que todos los topes que el gobierno intentó imponerles a los aumentos salariales saltaran por el aire (primero había sido un 25 por ciento, luego un 38). Por fin, la Uocra firmó su convenio por un 45 por ciento, el nuevo límite que el gobierno quería establecer. También eso fracasó, porque otros gremios firmaron por el 60 y la UOM obtuvo un 150 por ciento de aumento, aunque sólo para algunas de sus ramas. La burocracia procuraba colocar los aumentos en un nivel que el gobierno pudiera aceptar, lo cual ya era imposible. La Uocra se vio obligada a denunciar el convenio que ella misma había firmado y a pedir un aumento mayor.
Durante dos semanas, el país había sido un reguero de huelgas por 24 o 48 horas, con asambleas, paros activos, manifestaciones. El terrorismo estatal, el estado de sitio, la ley de seguridad, la de defensa, la Triple A, todo eso se derrumbaba por los efectos de la huelga. La lucha obrera demolía todas las prohibiciones: la de reunión, la de huelga, la de manifestación.
El 28 de junio cambió todo. Ese día, la señora de Perón anunció por la cadena nacional que las paritarias quedaban anuladas y se daba por decreto un aumento del 50 por ciento. Entonces sí, la situación estalló. La huelga general que siguió a ese anuncio presidencial produjo "una situación en que los explotados y oprimidos están apretando a fondo; una huelga general que, objetivamente, priva al Estado patronal de toda capacidad de actuar, y que, impulsada hasta el final, significa el poder obrero" (Política Obrera 235, 4/7/1975).
Se trataba -señalaba PO- de impulsar la ocupación de fábricas por comités interfabriles de cuerpos de delegados y comisiones internas de cada zona, de agitar por la convocatoria a un congreso de bases de la CGT. "De un recambio burgués, la clase obrera sólo obtendrá migajas", añadía PO.
Se trataba de una huelga nacida en los lugares de trabajo, en asambleas, a pesar y en contra de la burocracia. No obstante, se debía tener en cuenta que "…al lado de la política conscientemente contrarrevolucionaria del oportunismo está el hecho efectivo, verdaderamente importante, de la contradicción entre el accionar del proletariado y la conciencia que éste tiene de la lucha. Esto le da al oportunismo la ilusión de que está con las masas, cuando en realidad las traiciona (…) la conciencia de la clase obrera tiene un fenomenal retraso en relación con su propia lucha, y esto constituye la ventaja principal de la burguesía para derrotar la huelga general" (ídem ant.).
Frente a la desintegración del gobierno, el domingo 6 los comandantes militares se aseguraron de que el parlamento eligiera presidente del Senado (el cargo estaba vacante) para garantizar una línea de sucesión presidencial: Ítalo Luder fue el elegido.
Esa misma noche, los jefes de las Fuerzas Armadas fueron a ver a la Presidenta para decirle que era indispensable homologar los convenios firmados en las paritarias. La situación no daba para más, desbordaba por todos lados. Por fin, entonces, hubo acuerdo con la CGT. Los convenios se homologaron y la huelga fue levantada. Pero los aumentos obtenidos fueron devorados por los nuevos incrementos de precios en apenas un mes. Política Obrera escribió: "La burocracia comete la máxima traición. Si bien salió con los convenios, la situación ya estaba superada por la resistencia del gobierno y por la huelga general (…) Si hubiera llamado a consultar a las bases, la huelga no se habría levantado. La huelga estaba planteando, tanto objetiva como subjetivamente, una barrida política a fondo de la reacción ¡En pleno paro, la derecha asesinó a diez personas de izquierda!".
La declaración partidaria continuaba:
"Se desmovilizó a la clase, mientras los problemas eran ahora -como resultado de todo el enfrentamiento- más graves que antes".
"De esta manera, la victoria se transformó en una ficción, fue frustrada. Sólo quienes buscan evitar la revolución obrera pueden proclamar como una victoria la desmovilización de las masas con el 90 por ciento de sus aspiraciones sociales y democráticas sin resolver".
"Inmediatamente después de levantado el paro, el subsecretario de Economía declaró que la homologación no afectaba al plan, porque éste podía sobrevivir por otra vía: nuevos aumentos masivos de precios. Lo importante era conseguir la desmovilización obrera".
Los militares impusieron la salida del gobierno de Rodrigo y López Rega (debió exiliarse), pero la actividad criminal de la Triple A se extendió.
El domingo 25 de julio un plenario de coordinadoras fabriles del GBA reunió a 110 fábricas, entre ellas varias de las más grandes (General Motors, Ford, Fate, Abril, Rigolleau, Molinos, Squibb, Del Carlo, Indiel y unas cuantas más de esa envergadura). Esas coordinadoras eran un producto de la huelga general, de la huelga política de masas de junio y julio. Esos organismos "tienen características soviéticas; es decir, de órganos netamente políticos de las masas sin distinción" (ídem).
Esas coordinadoras eran todavía, sin embargo, muy minoritarias. Sus grandes tareas consistían, por lo tanto, en extenderse mucho más en cuanto órganos políticos de las masas. Por otra parte, en algunas fábricas las bases desconocían la participación de las comisiones internas en las coordinadoras.
No obstante, la mayor de sus limitaciones estaba dada por las direcciones de esas mismas coordinadoras, en las que predominaba la Juventud Trabajadora Peronista (JTP), vinculada con Montoneros. Por eso, la mesa de conducción de las coordinadoras no formuló ninguna alternativa política ante la crisis revolucionaria que comenzaba a abrirse: el programa que presentó rescataba el del gobierno de marzo de 1973. Promovía, además, la "unidad nacional". Muy pronto empezaron los despidos en masa en Rosario, Córdoba y el Gran Buenos Aires. Hubo suspensiones y retiros voluntarios. En las grandes fábricas se hacía notar la parálisis del activismo y la fuerte represión de las patotas de la burocracia. La salida de López Rega y de Rodrigo del gobierno dio lugar a lo que se llamó "lopezrreguismo sin López Rega". La JP y Montoneros empezaron a armar el Partido Peronista Auténtico, una herramienta electoral. "Esta situación es el resultado de haber levantado la huelga general. La clase obrera ha sido desmovilizada, y sobre este hecho se basa la ofensiva patronal" (Política Obrera 238, 1°/9/1975).