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La pandemia ha acelerado la decadencia del régimen social capitalista, desatando fuertes crisis políticas en todo el mundo. Chile no es la excepción; la revolución chilena cumple un año y la crisis del régimen pinochetista se intercala en una que, a escala planetaria, es cada vez más profunda. En el actual derrumbe, la burguesía ha desarrollado un inédito proceso de rescate al capital -vaciando las finanzas públicas-, a la vez que ha pretendido cargar todos los costos de la crisis a los trabajadores -mediante despidos, suspensiones de contrato, recortes de salario, vaciamiento de seguros de cesantía, adelanto de ahorros previsionales, y forzándola al crédito y la sobredeuda.
Aun cuando el retiro del 10% de los fondos previsionales y las políticas de desconfinamiento dinamizaron la economía local -al inyectar una gran masa de liquidez al mercado interno-, ya sea por la caída de las bolsas internacionales o por el cese de aportes previsionales durante la pandemia, la tendencia al colapso financiero adquiere características muy graves y la bancarrota de las AFPs -hoy un sistema monetario vacilante.
Junto con multimillonarios rescates al capital, el parlamento chileno ha aprobado de manera consecutiva un conjunto de leyes represivas contra la clase obrera y el pueblo mapuche, al tiempo que ha determinado un presupuesto de gasto público para 2021 de apenas 73 mil millones de dólares; un monto insuficiente si se considera que, por un lado, gran parte de ese dinero va a parar a las fuerzas represivas y los sueldos de la burocracia y, por otro, que la desocupación y miseria crecientes ahondarán la crisis financiera del Estado.
Por su parte, la astuta pero apresurada trampa plebiscitaria pactada el 15 de noviembre por todos los partidos -el PC se incorporó después- fue diseñada y establecida como una maniobra para contener el desarrollo de la revolución de octubre y evitar la caída del gobierno de Piñera; el proceso no cuestiona el poder político y, por tanto, se constituye como un un salvataje de último recurso del régimen. Sin embargo, de un tiempo a esta parte el plebiscito se ha transformado en un problema para Piñera, ya que tiene una alta impopularidad y ha sido la cara visible del Rechazo – lo cual convierte al resultado adverso del referńdum en una condena inapelable a su continuidad en el gobierno. La burguesía teme que la derrota del Rechazo provoque uns crisis de poderes entre Piñera, la Convención Constituyente y el Congreso. Los vaivenes oportunistas de la derecha entre el Apruebo y el Rechazo reflejan su propia descomposición política: no tienen nada serio que ofrecer y deben subirse al carro del Apruebo antes de quedarse abajo.
Resistiéndose a realizar el plebiscito primero, postergándolo e intentando controlar políticamente su agenda política después, el gobierno de Piñera sabe que el Apruebo y la Convención Constituyente ganarán ampliamente. De este modo, un sector de la derecha se aferrará a los mecanismos pactados en noviembre y buscará impedir cualquier iniciativa de la CC que atente contra las AFP, los TLC, las privatizaciones, el quórum de los ⅔, etc., ya que, si se viola el pacto, la CC tendría que disolverse. En todo caso, ya sólo los ⅔ revelan que, de hecho, la “nueva constitución” está maniatada -pues fue establecida por el poder político actual. Por lo tanto, con esta cláusula, la CC se transformará en un satélite del Estado y del gobierno de Piñera -ya que tiene impedido autodeterminar su régimen de funcionamiento. De nuevo: si la CC atenta contra el pacto de noviembre, desatará una crisis de poder.
Pero ahí donde la derecha se ha debilitado y aislado, entre bloqueos parlamentarios y acusaciones constitucionales al gobierno, los sectores de izquierda y centroizquierda parlamentaria se han fortalecido y buscan sacar el máximo provecho electoral. De cara al proceso, desde el campo de la oposición se conforma lo que sería la base de un próximo gobierno de centroizquierda -que asimilaría a partidos políticos que van desde el PC-FA a RN.
En el campo de la clase obrera, la crisis de dirección revolucionaria sigue manifestándose en la incapacidad política de la izquierda revolucionaria de comprender la crisis capitalista, impulsar el programa socialista de salida a ella y de desarrollar la organización política y la intervención que pueda llevar adelante ese programa y transmitir sus conclusiones políticas.
Ahora bien, aun con toda la contención legal, ideológica, política y organizativa operando desde el régimen, sus partidos y la burocracia, sumado a la ausencia de un partido de la clase obrera, en el fondo la crisis capitalista puja hacia la confluencia del programa. La anulación de la lucha reivindicativa por parte de los partidos de la conciliación de clases y su aparente disolución, así como todos los cantos de sirena para sacar de las calles a las masas y llevarlas por el pantano de la legalidad burguesa, han sido completamente insuficientes para desmovilizar a los sectores de vanguardia y al activismo político; tampoco lo ha podido hacer la excesiva represión, ni los atentados, ni los montajes de la policía. Eso sí, las luchas del pueblo están aisladas y es necesaria su coordinación para multiplicar sus fuerzas.
En este período de radicalización política de las masas, de reagrupamiento de su vanguardia y de rearme político de los revolucionarios, la lucha por una Asamblea Constituyente libre y soberana ocupa un lugar central; la burguesía pierde capacidad de maniobra y la iniciativa política le corresponde a la clase obrera. Una ACLyS sólo puede realizarse mediante un gobierno de trabajadores; único capaz de defender el programa de los oprimidos. Este programa debe proponerse la lucha por: