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Beatriz Sarlo, la gran ensayista argentina, fue llamada en el día de ayer por María Eugenia Capuchetti, Jueza Federal en lo Criminal y Correccional Nº5, para declarar en relación con sus afirmaciones en torno de la denominada “vacunación VIP”, que han levantado una ola de fuego mediático y político. Pero no es la intención de esta nota opinar sobre la corrección o incorrección de sus afirmaciones, sobre la validez o no de estas, sino sobre la calidad política que los representantes del aparato del Estado (gobierno, justicia, legislación) le adjudican a la palabra de un escritor o de una escritora, en este caso, de Sarlo.
La celeridad con que la justicia federal la ha citado, para que especifique y reafirme o no su acusación de corrupción por parte del gobierno en la selección de las personas que puedan recibir con prioridad la dosis de vacuna contra la COVID-19, sería digna de elogio si se constituyera en una conducta habitual cada vez que la ciudadanía impute a algún miembro de cualquiera de los poderes del Estado de haber cometido un delito, ofreciendo así una posibilidad -aunque sea remota- de probar sus incriminaciones. Pero no, no es así, para nada es así. Las denuncias verbales en forma individual y/o colectiva sobre toda suerte de delitos (llegando a ser tan aberrantes como complicidad con tráfico de personas, narcotráfico, torturas y asesinatos) contra integrantes de los poderes del Estado -incluida la policía-, en todo el territorio nacional, se multiplican constantemente, pero jamás ningún juez o jueza llama a nadie a aclarar y fundamentar sus acusaciones. Sencillamente, hacen oídos sordos o tardan años en responder. ¿Por qué, entonces, se habrá apurado tanto la jueza Capuchetti a convocar a Beatriz Sarlo?
La respuesta es solo una: porque es una escritora, además de docente universitaria. La palabra de quien firma lo que escribe y lo da a leer al público, sobre todo si es un nombre prestigioso, tiene un valor moral y político que no se condice con el de un oscuro legislador, o policía, o funcionario, cuya autoridad emana del aparato del Estado burgués, no de los méritos personales y literarios o artísticos. Un escritor debe ganarse la credibilidad palabra a palabra, texto tras texto. Y su trayectoria va quedando, para bien o para mal, grabada en la historia de la cultura. Podrán caducar los derechos de autor 70 años después de su muerte, pero nadie olvidará que tal autor en su momento apoyó a una dictadura (Rubén Darío, Leopoldo Lugones); sin embargo, con total impunidad, todavía ocupan altos cargos ciertos funcionarios del Proceso de Reorganización Nacional. Un ejemplo: Jorge “Zurdo” Montoya, Secretario de Integración Regional del gobernador Juan Schiaretti (antes operador de José Manuel de la Sota, ex diputado nacional por el PJ, ex funcionario del gobierno de Macri) estuvo o estaría ligado a cuatro siniestras empresas investigadas por la Justicia Federal y la Unidad de Información Financiera-UIF, en el marco de la causa penal “ESMA – Robo de Bienes”.
A la manera de aquel “J’accuse” (“Yo acuso”) del autor francés Émile Zola -en un caso de antisemitismo-, o la Carta Abierta a la Junta Militar, de Rodolfo Walsh, el señalamiento que un escritor exprese se considerará opinión calificada y ejercerá un peso en el discurso social muy difícil de acallar, que se convierte en un estorbo político para el poder de turno. Si se equivoca, lo pagará caro y no podrá “reconvertirse” presentándose en la próxima oportunidad para ocupar otro cargo. Seguirá siendo un réprobo, o una traidora, o cualquier epíteto que le quepa. No habrá una sola sombra de impunidad, ante los lectores seguirá siendo responsable por sus palabras y sus actos, incluso si obtiene el éxito de un Vargas Llosa.
Lo bueno sería que, en lo futuro, los jueces atiendan con la misma rapidez a, por lo menos, las denunciantes de violencia machista, las víctimas de violencia policial, de ecocidios, de racismo, discriminación de discapacitados, y de ahí en proporción creciente hasta la fuga de capitales... en fin, ustedes me entienden.