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Falleció a los 91 años Mikhail Gorbachov, último presidente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y secretario general del Comité Central del Partido Comunista desde 1985 hasta 1991. Durante su gobierno, Gorbachov fue el promotor de las medidas más osadas en la restauración del capitalismo –el imperialismo lo condecoró con un premio nobel a la Paz en 1990 por “dar fin a la guerra fría”-. No obstante, debió renunciar en 1991, luego de la crisis política que devino en la disolución de la URSS.
En Prensa Obrera, en una nota de Luis Oviedo, puede leerse la siguiente caracterización: “Apenas llegado al poder, Gorbachov firmó con Reagan un conjunto de tratados armamentistas que convirtieron a Estados Unidos en la única potencia nuclear capaz de una iniciativa estratégica. Junto con esto, establecieron una serie de acuerdos para ‘resolver los conflictos regionales’, es decir, para acabar con las revoluciones sociales y los levantamientos nacionales en América Central, Sudáfrica y Medio Oriente. En este cuadro, cuando la burocracia sostenía que su política tendía a “acabar con las barreras que separan a ambos sistemas”, era claro que no sólo se refería a las ‘barreras exteriores’ (la revolución mundial y la carrera armamentista), sino también a las ‘interiores’, es decir, a la planificación económica y a la propiedad estatizada” (4/7/1996).
Las reformas fundamentales de Gorbachov fueron la “glasnot” y la “perestroika” que combinaron un gigantesco proceso de privatización de empresas, desmantelamiento de las conquistas sociales de la revolución y, al mismo tiempo, el intento de preservar una burocracia parasitaria y en descomposición. Se convertía a los gerentes, administradores o burócratas económicos de los grandes grupos empresariales de la Unión Soviética en titulares formales de sus empresas. La “apertura democrática” reforzaba las atribuciones del presidente, mantenía incólume todo el aparato de la KGB (la policía política del Estado) y sostenía la impunidad de sus crímenes. Un intento bonapartista que fracasaría sin atenuantes.
El escenario de la “perestroika” comportó un descomunal retroceso económico de la URSS, que pasó de competir palmo a palmo con EE. UU. a convertirse en una economía “tercermundista”. Los niveles productivos se desplomaban, la inflación alcanzaba los tres dígitos, la agricultura sufría un desastre ecológico y las masas se empobrecían aceleradamente. La clase obrera respondería con importantes huelgas en toda la URSS.
Estas reformas vinieron a confirmar lo que ya Trotsky caracterizó tempranamente en su texto “La revolución traicionada”: los privilegios inestables de la burocracia usurpadora exigían un régimen jurídico y político que otorgaran garantías a la propiedad privada. Gorbachov se trazó ese derrotero, bajo la envoltura de la transparencia y la “apertura”.
En ese período, la inmensa mayoría de la izquierda mundial se debatió en un apoyo franco a la perestroika de Gorbachov y la reivindicación de lo que consideraba la “democracia socialista”. El Partido Obrero en aquel entonces dijo “la perestroika es antisocialista” (28/1/1987), reivindicando la lucha del trotskismo y la IV Internacional contra las tesis de “socialismo en un solo país” o “socialismo con democracia”.
En marzo de 1991, Gorbachov convocó un referéndum en torno de la continuidad de la Unión Soviética y el 78 % votó a favor. En agosto de 1991, se produjo un intento de golpe de Estado de la KGB a Gorbachov, que marcaría el fracaso inexorable de la “perestroika". Sería el quiebre político definitivo de la burocracia de la URSS. El Partido Obrero fue la única organización política argentina que convocó a una movilización y un acto contra el golpe: “el golpe no está dirigido contra Gorbachov sino a imponer por métodos terroristas los planes pro-capitalistas que éste no pudo llevar adelante por la resistencia de los trabajadores y los pueblos de la URSS”. Prensa Obrera registró que “La izquierda mundial se dividió frente al golpe. Una parte —como Fidel Castro— apoyó a los golpistas, calificándolos como ‘salvadores del comunismo’, al que identificaban con la KGB; otros, como el SU, se pusieron del lado de Gorbachov y Yeltsin, a los que identificaban con la ‘democracia’.” (12/7/2007). Estamos ante el mismo problema político y metodológico planteado con la actual guerra de la OTAN y Rusia, cuando una parte de la izquierda se identifica con la burocracia de los servicios de inteligencia, en nombre del antiimperialismo, y otra parte se alinea en el campo de la OTAN, en nombre de la “democracia”. La historia se repite como tragedia, teniendo en cuenta las actuales amenazas de una hecatombe nuclear mundial.
En diciembre de 1991, Gorbachov renuncia como presidente y se proclama la disolución de la URSS, emitiendo el siguiente comunicado: “Dada la situación creada con la formación de la Comunidad de los Estados Independientes, ceso mi actividad como presidente de la Unión Soviética. Tomo esta decisión por consideraciones de principio. Se ha impuesto la línea de la desmembración del país y de la desunión del Estado, lo cual no puedo aceptar. Además, estoy convencido de que resoluciones de tal envergadura deberían haberse tomado basándose en la voluntad expresa del pueblo (es decir, un referéndum). El destino quiso que cuando me vi al frente del Estado ya estuviera claro que nuestro país estaba enfermo. Hoy estoy convencido de la razón histórica de los cambios iniciados en 1985. Hemos acabado con la Guerra Fría, se ha detenido la carrera armamentista y la demente militarización del país, que había deformado nuestra economía, nuestra conciencia social y nuestra moral. Nos abrimos al mundo y nos ha respondido con confianza, solidaridad y respeto” (5/12/1991). Gorbachov dejaba trazada la ruta de la restauración, algo que el conjunto de los personeros del imperialismo le reconocería hasta su muerte.
La pretensión de una integración “pacífica” de los ex Estados obreros al mercado mundial fue brutalmente desmentida por las tres décadas que siguieron. La “apertura al mundo” señalada por Gorbachov inició una transición mundial caracterizada por nuevas guerras (Yugoslavia, Afganistan, Irak, Siria), masacres, hambrunas y bancarrotas económicas. Los “baños de sangre” que Gorbachov dijo querer evitar sucedieron a una escala mayor. La perspectiva de un capital “mundializado”, integrando a los ex Estados obreros, se trasmutó en la acentuación de todas las contradicciones del capitalismo en declinación. La invasión de Rusia a Ucrania, el hostigamiento militar y económico sistemático de la OTAN y el imperialismo norteamericano sobre Rusia demuestra una continuidad de esa transición, pero acentuando su porvenir catastrófico y su pretensión última de aplastar al proletariado mundial. La prolongación de un régimen social agotado históricamente plantea, con mayor vigencia que nunca, la cuestión de la revolución socialista.