Escribe Jorge Altamira
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Cuando aún faltan dos semanas para la inauguración del gobierno, Trump ha logrado desatar un par de crisis internacionales significativas. Se podría tomar con sorna el anuncio de la intención de convertir a Canadá en el estado 51 de Estados Unidos, retomar el control del canal de Panamá, anexar Groenlandia o rebautizar como Golfo de América al Golfo de México, si no fuera por el hecho de que el terreno económico y político para este enorme realineamiento internacional se encuentra suficientemente desarrollado. Ha provocado, por de pronto, la renuncia del primer ministro de Canadá y la convocatoria a elecciones generales que serán ganadas por la oposición conservadora, bajo un liderazgo trumpista. Algunos gobernadores de esa orientación han sido invitados a la ceremonia de asunción de Trump. En el caso de Groenlandia, el gobierno de Dinamarca, que ejerce la soberanía sobre el espacio, está considerando convocar a una asamblea constitucional que impida la cesión, bajo cualquier forma, del territorio. En cuanto al canal de Panamá, “las venas siguen abiertas”, a partir del protagonismo comercial de China, que no existía cuando esa vía navegable fue cedida, con condiciones, por el recién fallecido presidente Carter. Ha quedado sumido en la sombra el hecho de que los Ortega se vieron obligados a pasar de la condición de gobierno proempresarial a su actual condición de dictadura familiar, como consecuencia de la crisis que desencadenó su acuerdo frustrado para que China construyera un canal interoceánico alternativo.
Trump desencadenó la crisis con Canadá cuando advirtió que gravaría las exportaciones a Estados Unidos con un arancel del 25 por ciento, para detener lo que denunció un masivo déficit en el comercio bilateral. La amenaza constituyó una manifestación concluyente de la ruptura inminente del acuerdo de "libre comercio" con México y Canadá, que Trump ya había renegociado en su primer mandato. Trump agregó que la absorción de Canadá por parte de Estados Unidos eliminaba el problema comercial, habilitaría una enérgica reducción de impuestos y afianzaría la seguridad de Canadá frente al merodeo de China y de Rusia. La posición de Trump fue seguida de inmediato por la renuncia estruendosa de la ministra de Exteriores de Canadá, Chrystia Freeland, con la intención de desatar una crisis política final. Una propuesta del primer ministro liberal de Ontario, de replicar al ataque de Trump con un impuesto a la exportación de petróleo, gas natural y uranio a Estados Unidos, quedó frenada por la oposición de las provincias exportadoras de esos productos. Canadá se apresta a elegir un gobierno trumpista, en un claro giro a la derecha de la burguesía local.
No se trata de un fenómeno aislado. La decadencia de la hegemonía norteamericana ha dejado planteada desde hace tiempo la necesidad para el imperialismo yanqui de imponer una reorganización de la economía y política mundiales, funcional a una salida a esta crisis histórica. Los medios económicos y políticos son insuficientes, sin embargo, para remontar semejante cuesta. Una evidencia poderosa de ello es la militarización que ha sufrido la industria tecnológica de punta (en especial la Inteligencia Artificial), como ha ocurrido en la guerra desatada por el imperialismo y el sionismo contra el pueblo palestino y el conjunto del Cercano y Medio Oriente. Antes que nada, de todos modos, se plantea la recolonización de América Latina, un lugar de privilegio de la guerra contra el avance de China.
Trump no se ha privado, al respecto, de amenazar con nuevas anexiones territoriales a México, con el pretexto de la represión a la inmigración ilegal y a la penetración de los capitales de China. También amenaza con designar como “terroristas” a los cárteles de la droga, allanando el terreno para el desarrollo de operaciones militares de EE. UU. en territorio mexicano. Trump ha exigido al gobierno de Claudia Sheinbaum la abolición del derecho de asilo y el acceso comercial y financiero de China. El derrumbe de los acuerdos tripartitos en el norte de América marca un giro histórico; los tratados de libre comercio y las crisis que provocaron a comienzos de siglo son asuntos perimidos. Trump ha anunciado un arancelamiento punitivo de importaciones a EE. UU. sin distinciones. En un plazo relativamente breve, este viraje determinará una crisis en el FMI y en todo el orden monetario sobre el que reposa ese organismo.
Una prueba ácida para la política de Trump-Musk lo representa Venezuela, donde se vuelve a jugar la ronda de presidentes que son reconocidos por la mayor parte del mundo, pero no pueden ejercer el gobierno; lo de Juan Guaidó se repite con González Urrutia, pero en circunstancias más explosivas. Es claro que el fraude electoral no es una respuesta a la ofensiva imperialista y sólo sirve para ofrecer a la ultraderecha un pretexto ‘democrático’. La otra prueba es Brasil, que ha sufrido una corrida cambiaria importante (20.000 millones de dólares), con un bolsonarismo que quiere imitar el retorno de Trump a la presidencia, a pesar de los procesos judiciales por golpismo.
La crisis mundial se ha llevado puestos a todos los movimientos bolivarianos, desde el kirchnerismo hasta el chavismo, pasando por el petismo brasileño (que casi desapareció en las recientes elecciones municipales en Brasil), sin hablar del neoizquierdismo chileno. Para que la clase obrera afronte con capacidad de victoria una etapa de desintegración imperialista y guerra mundial, es necesario que sus cuadros más avanzados desarrollen un trabajo de clarificación política y de organización, en la perspectiva de la revolución socialista internacional.